Los Rodríguez y la pesadilla ‘yuppie’
El grupo hispanoargentino pone música de fondo a un amargo relato sobre la generación X
Comenzó allá por los años ochenta y no faltó quién lo caracterizó como una venganza del Hollywood contracultural contra los triunfadores de la era Reagan. Este subgénero cinematográfico se suele denominar como “pesadilla yuppie” o “yuppies en peligro”. Se estableció comercialmente con thrillers tipo Atracción fatal (1987) y Presunto inocente (1999) pero ya había demostrado su capacidad de ...
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Comenzó allá por los años ochenta y no faltó quién lo caracterizó como una venganza del Hollywood contracultural contra los triunfadores de la era Reagan. Este subgénero cinematográfico se suele denominar como “pesadilla yuppie” o “yuppies en peligro”. Se estableció comercialmente con thrillers tipo Atracción fatal (1987) y Presunto inocente (1999) pero ya había demostrado su capacidad de adaptación a la comedia (Jo, ¡qué noche!, 1985) o incluso a la road movie (Algo salvaje, 1986).
Si se pasaban por el microscopio, estas películas revelaban capas de misoginia y moralismo: en la base solía estar la colisión entre una mujer rencorosa y un yuppie, a veces casado, abierto a la tentación. Con el tiempo, el abanico de sociópatas resentidos incluyó a hombres (Durmiendo con el enemigo, 1991), compañeras de piso (Mujer blanca soltera busca, 1992) o una pareja de Lolitas (Toc toc, 2015). Se internacionalizó y adquirió aromas de arte y ensayo con Caché (2005), de Michael Haneke. Y se coló en la literatura, donde el yuppie era aún más detestado.
Un ejemplo reciente es Amigos para siempre (Tusquets Editores), la novela de Daniel Ruiz. Esto requiere matizaciones: en puridad, no todos sus protagonistas son amos-del-universo pero transcurre mayormente en un entorno yuppie, en una casa de exhibición, rica en decoración y arte. Allí se celebra el 50 cumpleaños de su propietario, alto ejecutivo que cometerá un desliz tonto esa misma noche. La novela tiene mucho de (cruel) retrato generacional y se agradece que se mencione la música que suena. Atención: no recurren, como actualmente parecería obligado, a Georgie Dann y Raffaella Carrá.
Espero no destripar el argumento si menciono que bullen tensiones —económicas, políticas, matrimoniales— en el seno de la pandilla. Hay discusiones por la banda sonora de la fiesta pero se llega (casi) a la unanimidad con un recopilatorio de Los Rodríguez. Tiene lógica: aunque no se especifica, calculamos que los protagonistas de Amigos para siempre vivieron su juventud en los años noventa. Más exactamente, en su segunda mitad. Los Rodríguez no arrasaron de la noche a la mañana, como ahora nos cuentan; conquistaron al personal hacia el final de su carrera, a mediados de la década, cuando su inminente disolución ya era una visible nube negra.
Hoy se suele olvidar que Los Rodríguez pasaron por tres discográficas y que sufrieron para entrar en las radiofórmulas. Eran demasiado rockeros (¡y rumberos!) para lo que se ha dado en llamar “la edad de oro del pop español”. En verdad, carecían de concordancia con el sonido del momento. Aunque vivían y se movían por las calles de Malasaña, no se pinchaban sus discos ni en los antros que frecuentaban: el barrio estaba rendido al rock de garaje y similares. Tampoco terminaban de encajar en los medios, donde molaba más alentar al indie en sus diversas variedades: bueno, malo y peor. Un movimiento presuntuoso que —cantado generalmente en una especie de inglés— lograría la prodigiosa hazaña de espantar al público masivo acumulado durante la década de los ochenta. Un harakiri insensatamente aplaudido por sus colegas periodistas y muchos locutores paternales.
Disculpen si me pongo truculento. Ocurre algo parecido en el desenlace de Amigos para siempre: una explosión de violencia seguida por una catarsis que no deja títere con cabeza. Están advertidos.