Y un día la droga se vendió ya con receta
El periodista Patrick Radden Keefe denuncia los mortales engaños de la industria farmacéutica con los analgésicos opiáceos en ‘El imperio del dolor’. “El mercado ha secuestrado la medicina en EE UU y la corrupción ya no se puede frenar”, asegura el autor del aclamado ‘No digas nada’
La promoción de El imperio del dolor (Reservoir Books; Edicions del Periscopi, en catalán) está resultando “incómoda” para el periodista estadounidense Patrick Radden Keefe (Dorchester, 45 años). “En las presentaciones en EE UU, viene gente al final y me dice: ‘Tras leer su libro, no pienso vacunarme de la covid-19, ya no me fío de las farmacéuticas”, reconoce en la capital catalana, donde ha hecho lo propio esta semana en el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelo...
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La promoción de El imperio del dolor (Reservoir Books; Edicions del Periscopi, en catalán) está resultando “incómoda” para el periodista estadounidense Patrick Radden Keefe (Dorchester, 45 años). “En las presentaciones en EE UU, viene gente al final y me dice: ‘Tras leer su libro, no pienso vacunarme de la covid-19, ya no me fío de las farmacéuticas”, reconoce en la capital catalana, donde ha hecho lo propio esta semana en el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona y, después, en la Fundación Telefónica y la Feria del Libro, en Madrid. A él le inyectaron la de Pfizer, laboratorio que aparece en la investigación como responsable, en los años cincuenta, de anuncios sobre medicamentos avalados por médicos… que no existían. El ideólogo de aquella campaña fue el galeno Arthur Sackler, faro de una saga farmacéutica que acabó creando en 1995 el OxyContin, puerta de entrada de los temibles opiáceos para luchar contra el dolor… con receta médica. Desde entonces, más de 400.000 muertos por sobredosis y millones de adictos solo en EE UU. Una plaga. La otra cara: 35.000 millones de dólares en ventas (unos 30.000 millones de euros) y más de 13.000 millones de dólares (unos 11.000 millones de euros) de beneficios para la familia Sackler.
En el rostro de Radden Keefe —ligeramente sonrosado; ojos azul claro, barbilampiño, pelo corto que somete incipientes rizos angelicales— se condensan tanto su capacidad para que le hagan confesiones inauditas como su disciplina para recabar hercúleamente información (200 entrevistas, 40 cajas de documentación, 58 páginas de notas después de tres años de labor, en su último libro) y que dan pie a modélicas piezas de periodismo de investigación como la exitosa No digas nada, sobre las viejas luchas cainitas en el seno del IRA, o ahora El imperio del dolor. Ambos le han convertido en uno de los reporteros más reputados del momento. Estética y rigor, afabilidad y dureza, que mutan en apasionantes temas que se antojan áridos y muy alejados del lector medio pero que, tras pasar por su tamiz, convierte en fascinantes relatos de factor humano, como vuelve a demostrar con unas pastillitas.
Arthur y Richard, una historia americana. “Me encanta por paradójico: busca la inmortalidad retando a la muerte como médico y a la humanidad queriendo dejar huella; es como un personaje de Saul Bellow, lo quería todo, incluso lo más difícil: casar su pasión por la medicina con el comercio”, dice Radden Keefe de Arthur Sackler, fundador del nocivo imperio farmacéutico. “Encarna el sueño americano: en una generación, pasa de emigrante con las manos en el bolsillo a multimillonario”, resume. Hijo de un judío que desembarcó en Nueva York en 1904, estudiante de medicina con libros de segunda mano, mayor de tres hermanos a los que pagó su misma carrera, acabó trabajando y adquiriendo una agencia de publicidad especializada en productos farmacéuticos. Desde ahí, en 1963 logra que el tranquilizante Valium sea el primer fármaco que llegue a los 100 millones de dólares de ingresos (expedido en 60 millones de recetas).
Arthur cambia reglas y cobra por bonificaciones según ventas; además, a través de revistas como Medical Tribune, que llegan a un millón de médicos de manera gratuita (logra que las paguen los laboratorios), “informa” a los galenos de que los tranquilizantes menores no crean adicción; si acaso, el paciente necesita más dosis o, en su defecto, este ya arrastra una dependencia patológica previa. “Sentó las bases ideológicas y comerciales de toda la dinastía”, resume hoy el periodista.
El sobrino, Richard, culminará el proceso: Purdue Frederick, la pequeña empresa farmacéutica que en 1952 compró su tío, inventará un envoltorio para pastillas que funciona como un gota a gota, dosificando su contenido. Eso es lo que aplicará a una sustancia, la oxicodona, derivada de la heroína, para evitar riesgos de adicción. Arthur se hizo tan rico (175 millones de dólares en 1986, según Forbes) como invisible filántropo: su nombre no consta en ninguna de sus empresas pero el misterioso apellido lucía en exclusivas salas del Metropolitan Museum de Nueva York (Met) o de la Smithsonian, fruto de entender la filantropía (era un coleccionista compulsivo) no como obra benéfica sino como trato comercial.
Richard, sin embargo, convirtió a la familia en multimillonaria con el OxyContin, pero también indiferente y ajena al sufrimiento que causaba su adicción y a las más de 2.500 demandas civiles que les interpusieron. ¿Un retrato de la evolución del capitalismo? “Si bien la primera generación llevaba consigo la semilla del mal, aún se movía por parámetros de altruismo, ambición más o menos sana e innovación; la segunda ya creció rica y se mostró más interesada en sacar dinero que en diversificar la firma; pero en la tercera hay ya casi solo avaricia: son una mala fotocopia de una fotocopia”, asevera Radden Keefe.
Por un plato de 20 dólares. El éxito de los Sackler no se entiende sin el descubrimiento de una empresa de análisis de mercado farmacéutico propiedad de la familia: los médicos interiorizaban que la oxicodona (opioide sintetizado ya en 1917) era más suave que la morfina, lo que derrumbaba su reticencia a recetar a sus pacientes esa sustancia por temor a que cayeran en la adicción. Hasta entonces, la morfina se reservaba para enfermos terminales de cáncer. Purdue no les sacaría del error, al contrario: insistía en que su innovador dosificador evitaría, además, el riesgo de potenciales dependencias. No repararon en gastos. 700 vendedores visitaron a más de 100.000 galenos, mayormente de medicina general por su poca experiencia en la prescripción de opiáceos para el tratamiento del dolor, campo que era una mina de oro: en 1994, uno de cada tres norteamericanos sufría dolor sin tratamiento, especialmente en áreas rurales y mineras que, casualmente, fueron las que más frecuentaron los vendedores de OxyContin.
Purdue publicó un sinfín de artículos en revistas de apariencia oficial asegurando que solo un 1% de los pacientes desarrollaría adicción, aunque eso nunca se verificó científicamente previamente. En cinco años, organizaron más de 7.000 seminarios para sanitarios, pagados por la empresa. Porque los estudios demostraban que, a partir de comidas de 20 dólares, la predisposición de los médicos a recetar algo cambiaba, aunque ellos lo negasen. Solo en comidas, la empresa gastaba nueve millones de dólares. Los que eran invitados a congresos de fines de semana prescribían el doble de producto de media que los que no. En 1999, el fármaco generaba ya 20 millones de dólares por semana.
Mercado negro de pastillas. Richard Sackler logró que el OxyContin fuera aprobado en diciembre de 1995 por la autoridad sanitaria de EE UU, la FDA, en tiempo récord: 11 meses y 14 días. Una de las claves: personal de Purdue ayudó a la FDA a formular los estudios clínicos sobre la eficacia y seguridad del fármaco. Fueron necesarios 30 borradores hasta el redactado final. “Se llegó a escribir en el prospecto: ‘Se cree que...’ y, en los juicios posteriores, se echaron la culpa del redactado unos a otros”, fija Radden Keefe. El responsable entonces de la FDA acabaría en Purdue, con un sueldo de 400.000 dólares el primer año. La contratación de miembros de la Administración sanitaria sería habitual, al igual que la de excargos de Justicia de EE UU y consultores de postín como el exalcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, que ayudarían a los 18 abogados que tenía la farmacéutica en plantilla. Los iban a necesitar: a los dos años de comercializarse el OxyContin, los vendedores alertaron de que los médicos detectaban una alta dependencia del fármaco y un creciente mercado negro de recetas y pastillas, que los consumidores machacaban para neutralizar el dosificador de la pastilla. Una nueva droga de moda… que se obtenía con prescripción médica.
En Purdue, donde supieron de esas prácticas y efectos casi desde el primer día, siguieron vendiendo el producto y prohibieron a sus vendedores dejar rastro por escrito de esos incidentes. “Podía ser peor”, dijo Richard Sackler al saber de 59 muertos por intoxicación en un solo Estado. La empresa llegó a pagar 50 millones de dólares a un bufete de abogados para defenderse y lograr que la Fiscalía General del Estado rebajara cargos o hiciera desaparecer el nombre de los Sackler de los pleitos.
Un sistema corrupto. “El comercio, el mercado, ha secuestrado la medicina en EE UU y la corrupción ya no se puede frenar: el libro es la historia de una familia única, pero también la de un sistema que ha permitido todo esto”, afirma Radden Keefe. “Todo el sistema está corrupto: la industria farmacéutica está impulsada por pingües beneficios económicos y no está regulada como debería: los gobiernos están cautivos de esas firmas, trabajan de la mano con ellas, están conchabados con las empresas que deberían controlar; aquí hablamos de un fármaco que generó 35.000 millones de dólares y no hay nada que una cifra así no pueda corromper”, denuncia. Y recuerda que el lobby de las farmacéuticas gasta ocho veces más que el armamentista para presionar a los Estados y legisladores en su favor. “Los opiáceos matan hoy a más gente que las armas en EE UU, que tienen un tráfico muy descontrolado, pero el de los opioides no está mucho más lejos; son peligros distintos, como el del influjo desinformativo de las tecnológicas, pero las modalidades de influencia de todos esos lobbies sí son muy parejas”. Angustiante en estos tiempos de covid-19: “Ya vemos que las farmacéuticas no han querido ni hablar de liberar licencias contra la pandemia… No hay que ser ingenuo con ellas, pero tampoco tan radical como para no vacunarse”, agrega.
Bailar con el periodismo de investigación. “Mi obsesión es siempre averiguar quién y cómo se explica la historia, quién y cómo se construyen los relatos”, dice el periodista sobre sus trabajos. “No digas nada es una batalla por quién impone los diferentes relatos del pasado del IRA; cuando publiqué en The New Yorker en 2017 mi primer artículo sobre el tema, a pesar de que ya se sabían sus prácticas, la familia Sackler era socialmente aplaudida, su nombre estaba en los museos, pero no aparecía en los juicios: habían reescrito la historia, tenían el poder del relato”.
Radden Keefe siempre empieza sus reportajes con las personas, nunca con ideas o tesis abstractas. “No me hable de astrofísica sino de un astrofísico concreto y de sus dilemas; la técnica es como la de Virgilio con Dante, que le guía por el infierno: si hay un buen personaje, yo lo seguiré”. Y el lector, con él. Luego está la siembra estratégica de cifras y detalles: “De pequeño me encantaban las fábulas cargadas de símbolos y objetos y como lector y escritor busco esos detalles que destilan una historia; si los sabes reconocer, es como un hallazgo arqueológico y son oro puro para la narración, que luego solo has de vestir”. Su tercera arma es la reconstrucción milimétrica de los hechos, incluyendo lo que pasa en la cabeza de cada protagonista. “Hay que generar intimidad: si el lector ve el personaje de lejos, con un catalejo, eso no funcionará. Pero nunca imagino nada, ni una sola de las palabras; de mi bolsillo pagué a una persona para que verificara todas las declaraciones y datos que empleo en el libro y a la familia Sackler, que se negaron a verme, les envié más de un centenar de preguntas”.
Fan incondicional de reporteros como David Graham (que le asesoró para No digas nada) y Katherine Boo, admite que hoy trabajar en The New Yorker le convierte en un privilegiado del oficio: “Puedo escoger los temas, tengo seis meses al menos para hacerlos, escribir 15.000 palabras y viajar sin demasiadas limitaciones; pero si bien soy consciente de que el modelo de negocio del oficio está cambiando, la revista hoy no pierde dinero con este periodismo y aún se venden muchos libros, y en papel”. Pero son malos momentos: “En EE UU lo ha pasado mucho peor la prensa local, donde han desaparecido cabeceras que hacían una gran labor de investigación en su área. En cualquier caso, yo bailaré con este tipo de periodismo mientras haya música”.