Final a la cíngara para el Festival de Lucerna
El certamen suizo clausura la edición de 2021 con dos brillantísimos y originales conciertos, protagonizados por la Orquesta del Festival de Budapest, dirigida por Iván Fischer
Deben de existir pocas pruebas de fuego más exigentes para una orquesta que tocar justo a continuación de la Filarmónica de Viena, teniendo que correr el consiguiente riesgo de ser comparada con ella. Raramente oscila a la baja —si acaso al alza— el nivel estratosférico al que toca esta última, sobre todo cuando ocupan el podio directores de su máxima predilección, y Herbert Blomstedt es sin duda uno de ellos. Tras sus dos excepcionales conciertos de jueves y viernes, ...
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Deben de existir pocas pruebas de fuego más exigentes para una orquesta que tocar justo a continuación de la Filarmónica de Viena, teniendo que correr el consiguiente riesgo de ser comparada con ella. Raramente oscila a la baja —si acaso al alza— el nivel estratosférico al que toca esta última, sobre todo cuando ocupan el podio directores de su máxima predilección, y Herbert Blomstedt es sin duda uno de ellos. Tras sus dos excepcionales conciertos de jueves y viernes, la Orquesta del Festival de Budapest se enfrentaba al reto no solo de evitar salir mal parada en las comparaciones, sino también al honor de haber sido la elegida para coronar la actual edición del Festival de Lucerna, lugar tradicional de encuentro al final del verano de las mejores orquestas del planeta. El año pasado evitó el silencio in extremis con una versión en miniatura de tan solo diez días, pero, gracias a su músculo financiero, este año ha podido permitirse reverdecer viejos laureles y recuperar su habitual oferta avasalladora (sin orquestas estadounidenses, por supuesto), a pesar de que las autoridades suizas le han limitado a mil personas el aforo de su buque insignia, el Centro de Cultura y Congresos de Lucerna (KKL por sus siglas en alemán), que se alza majestuoso a orillas del lago tal como lo imaginó Jean Nouvel. Para resistir el descenso de ingresos correspondiente (aquí las entradas valen un dinero) hay que tener las cuentas muy bien cuadradas.
Si en los dos conciertos de la Filarmónica de Viena se había cultivado el gran repertorio sinfónico, con obras de Bruckner, Schubert y Brahms, Iván Fischer, alma mater de la formación húngara, venía a Lucerna con dos programas inusuales, tanto por la elección de obras como por la manera de presentarlas. Casi lo único previsible era el Concierto para piano núm. 1 de Liszt, que abrió su actuación del sábado, con la presencia como solista de la elegida como “artista estrella” de esta edición del Festival, la pianista china Yuja Wang, que ofrecía con esta la quinta de sus participaciones con cuatro orquestas diferentes. Tras los dos unísonos iniciales de la cuerda, ambos respondidos por el viento, empezó el despliegue virtuosístico del piano y la manera más gráfica de describir lo que sucedió a continuación es que se produjo un auténtico choque de trenes.
Es bien sabido que Wang tiene una personalidad arrolladora. Se ha construido todo un personaje muy reconocible y, al menos en público, se siente muy cómoda interpretándolo, desde la elección de su atuendo (minivestido, maxitacones) hasta el frenesí con que se abalanza sobre el teclado para empezar a tocar o esa manera de saludar con bruscas y amplias flexiones del torso que parecen más propias de una contorsionista. Pero, aunque su aspecto formal pueda llamar a engaño, Fischer es también un volcán que puede empezar a arrojar lava en cualquier momento. Por eso el primer encuentro de ambos, cargado de chispas, no fue ni ortodoxo ni simultáneo, lo que en otro tipo de obra habría augurado posteriormente situaciones de peligro extremo. Liszt, sin embargo, concibió su Concierto como un vehículo de lucimiento propio y dejó a la orquesta relegada sin pudor a un segundo o tercer plano, convertida casi por tramos en convidada de piedra. Aun así, de no haber estado Fischer tan pendiente de ella, un verso libre en medio de la orquesta, los desajustes habrían sido mayores: acompañar a Yuja Wang en obras con una presencia omnímoda del piano es una empresa de alto riesgo. El húngaro situó el triángulo entre el piano y el podio, embridando con ello de cerca las arremetidas de la imprevisible pianista, y tuvo tiempo incluso para poner fin él mismo a la resonancia con su mano izquierda. Por si había alguna duda, él era el jefe de todo esto.
Wang se siente feliz avanzando sobre el alambre, aunque tiende a abusar del pedal, que pisa casi con saña en algunos momentos, lo que emborronó muchas de las centenares de octavas que tocó con fiereza. Y en el tramo final del último movimiento, en plena recreación del choque de trenes inicial, fue la orquesta la que finalmente se impuso, tapando casi por completo los tremolandi, escalas y, por supuesto, octavas de Wang, que luchó sin éxito por hacerse oír. Ofreció dos propinas, con Fischer sentado plácidamente entre la orquesta como un espectador más: la Canción sin palabras op. 67 núm. 2, en la que el “leggiero” que prescribe Mendelssohn se tradujo en su acepción superlativa; y la Toccatina op. 40 núm. 3 de Nikolái Kapustin, un vertiginoso moto perpetuo con inflexiones jazzísticas que despertó el previsible alboroto entre el público. Wang desapareció entre bastidores con la satisfacción del trabajo bien hecho. Era la artiste étoile del festival de este año, que se ha iluminado a buen seguro con la quíntuple presencia de quien podría quizá definirse, extrapolando la famosa frase de Jorge Valdano referida a Romario, como una pianista de dibujos animados.
Las cosas se pusieron mucho más serias a continuación, porque el programa se completaba con una obra muy diferente, también de Franz Liszt, el compositor nacional húngaro que da nombre también a la academia de Budapest donde se forman desde hace décadas los mejores músicos del país. Si alguien había pensado, por lo escuchado durante el Concierto núm. 1, que el húngaro no sabía escribir para orquesta, debió de cambiar muy pronto de opinión, porque durante casi 80 minutos la Sinfonía Fausto constituye una auténtica lección magistral de orquestación. Pero no solo eso. Es también, como indica su propio título, una asombrosa plasmación musical de “tres retratos de carácter” (Fausto, Margarita, Mefistófeles) o, por decirlo en términos junguianos, de tres “tipos psicológicos” muy diferentes y, como sugiere implícitamente Liszt al combinar sus temas en el tercer movimiento, complementarios o, si se prefiere, condenados a entrecruzarse. Es una obra tan genial, de escucha tan infrecuente, y que ha sonado en Lucerna en una interpretación tan excepcional, que merece la pena detenerse en ella brevemente.
En una carta a la princesa Wittgenstein, Liszt se refirió al Fausto como una “sublime epopeya dramática”, mientras que años antes lo había tildado de arquetipo de moderna “epopeya filosófica”. Su respuesta musical no llegaría hasta 1854, pero la concluyó, en un rapto de efervescencia creadora, en el asombroso lapso de dos meses. La dedicatoria a Hector Berlioz deja entrever una indisimulada deuda de gratitud (el francés le había dedicado a su vez pocos años antes La damnation de Faust), pero su epopeya fáustica se decantó por una solución radicalmente opuesta a las elegidas por Schumann o por el propio Berlioz, que habían seleccionado una serie de escenas inconexas de la obra de Goethe que exigían la participación de solistas vocales y coro. Liszt prefirió, en cambio, concentrarse en una partitura exclusivamente instrumental y en el retrato psicológico de sus tres principales personajes (aunque en una segunda versión caería presa, como antes Schumann y luego Mahler, de la magnética y arcana atracción de los ocho últimos versos de la obra de Goethe y añadiría un final coral, con una breve parte solista para tenor en la referencia al Eterno Femenino). Convencido del poder de la música para sugerir y describir, más que narrar, el compositor húngaro apostaba así por una obra de marcado carácter experimental. El reto estaba en línea con la tónica general de sus años en Weimar, donde disfrutó de una situación parecida a la de Joseph Haydn en Eszterháza. Tenía a su sola disposición una orquesta con la que probar a su capricho, y en privado, nuevos efectos, formas de escritura orquestal hasta entonces desconocidas, innovaciones técnicas jamás acometidas. Los poemas sinfónicos concebidos en estos años, que él definió como “prolegómenos” de esta Sinfonía, se beneficiaron de este privilegio y muchas de las novedades que se perciben en esta Sinfonía Fausto son indisociables de esta posición de privilegio, además de fruto, por supuesto, de un espíritu profundamente indagador e inconformista.
El arranque mismo de la obra, con las violas y violonchelos con sordina exponiendo en solitario y al unísono el primero de los temas asociados a Fausto, constituye ya, en ese sentido, toda una declaración de intenciones. Llama, por ejemplo, la atención la ausencia de armadura: no es esta, en absoluto, música en Do mayor, sino música desprovista de toda autoridad de la tónica. Y, analizadas las tres tríadas aumentadas que integran el diseño melódico, encontramos que ninguna nota se repite tras el La bemol inicial: desfilan, una tras otra, los 12 sonidos de la escala cromática, casi como una premonición de lo que serían las series dodecafónicas de la Segunda Escuela de Viena.
Liszt era consciente de que estaba dibujando personajes, pintando psiques, por lo que, a falta de texto o de programa, tenía que dejar pistas inequívocas de los principales rasgos psicológicos de aquellos. Hasta tres temas contribuyen a perfilar la personalidad de Fausto, y las solas indicaciones expresivas, para no perderse en vericuetos técnicos, dan una idea de su diversidad: Espressivo ed appassionato molto (oboes y clarinetes), Affettuoso poco Andante (oboe, de nuevo con una notoria séptima descendente) y Grandioso, poco meno mosso (trompetas y trombones). Con estos mimbres teje Liszt media hora de música (610 compases en total) para retratar a Fausto con una modernidad pasmosa, en la que la férrea cohesión estructural se articula por medio del recurso a la forma sonata, si bien tratada con una holgura desusada hasta entonces, pese a lo cual Eduard Hanslick, siempre intemperante con la modernidad, lo despachó como una “tremenda chapuza” y “un Berlioz echado a perder”. La instrumentación deja también entrever un rasgo que será el que definirá por completo el retrato de Margarita: el empleo de la orquesta como una suma de individualidades y de pequeños grupos camerísticos. Algo que reencontraremos en Mahler y Richard Strauss cobra aquí carta de naturaleza: el colectivo se desmembra para dejar paso a texturas intimistas, a grupos de solistas que se desgajan constantemente de la masa orquestal. El primer tema de la adolescente se introduce, por ejemplo, como un dúo para oboe y viola, una audacia impensable en la música sinfónica anterior. Y la voz de Margarita deshojando el áster en el jardín se escucha con claridad en el diálogo entre flauta/clarinete y violines, con diseños de tres y cuatro notas en los que se entrevén el “er liebt mich” (me quiere) y el “er liebt mich nicht” (no me quiere). El segundo tema, confiado a la cuerda en solitario, lleva la significativa indicación dolce amoroso y está armonizado de un modo del que tomaron buena nota tanto Chaikovski como muchos de los grandes compositores de bandas sonoras del siglo XX.
Para la caracterización de Mefistófeles, Liszt se planteó un reto lleno de carga simbólica. Goethe había definido al ser diabólico como “el espíritu que niega permanentemente” y en sus conversaciones con Eckermann lo había calificado de “un ser extremadamente negativo, aunque lo demoníaco se expresa en una energía absolutamente positiva”. Es un maestro de la creación por medio de la destrucción, por lo que la música que imagina Liszt para él surge de invadir, parodiar y descoyuntar la confiada previamente a Fausto y, en menor medida, a Margarita. Es como si éste se contemplara reflejado en los espejos del callejón del Gato, reconociendo sus perfiles, pero con su imagen esperpénticamente deformada a golpe de estilete. Como muestra baste un botón: el tema antes marcado Grandioso, debidamente metamorfoseado, lleva ahora la indicación Giocoso. Suenan también una cita de una obra pianística anterior, Malédiction, el único material nuevo del movimiento, y una fuga con un sujeto largo y sinuoso que recuerda a la de la recién completada Sonata para piano en Si menor de 1853 (trasunto quizá de la lucha de Fausto por zafarse, por huir de la maléfica influencia de Mefistófeles). Ni que decir tiene que Hanslick solo vio en este retrato musical de Mefistófeles un dechado de “desnuda fealdad” y de una “vulgaridad indescriptible”.
Lo que hizo Fischer con sus músicos en esta obra tan compleja, tan cambiante, con tanta carga psicológica, no es en absoluto fácil de igualar y casi cabe aventurar que es muy difícil de superar. Ante todo, llama la atención la sintonía absoluta entre la orquesta y su director. La primera forma un bloque compacto en el que no destacan las individualidades, sino que lo que impera es la cohesión. El único solista, si acaso, que merece mención aparte es el concertino (innominado en el programa de mano), un instrumentista de altísimo nivel. El resto son magníficos instrumentistas que hacen todo bien, aunque sin causar el asombro y la admiración que provocan, por ejemplo, todos y cada uno de los primeros atriles de la Filarmónica de Viena. Pero la formación húngara cuenta con la baza de ser una orquesta muy trabajada, muy sólida, al tiempo que muy flexible. E Iván Fischer es mucho más que un director: es un músico como se ven pocos encima de un podio, completísimo, lleno de intuiciones, sobrado de recursos técnicos y, muy probablemente, con un oído prodigioso. Tiene a los músicos permanentemente encandilados y pendientes de cualquier gesto suyo: no hay uno solo que quede sin traducción musical. Por sus orígenes, su financiación y su imbricación en la sociedad no es tampoco una orquesta al uso. Se percibe en muchos detalles y verla tocar, con el placer de hacer música visible en tantos de sus rostros, es una fiesta para los sentidos. Hay orquestas mejores, claro, y con más luminarias entre sus integrantes, pero pocas exhiben este grado de compacidad, de unidad dentro de la diversidad de armonía.
Fischer, con una manera de dirigir en la que pesan por igual en la balanza libertad y rigor, obtuvo de ellos un retrato muy acabado de un Fausto turbio, contradictorio, lleno de nervio, de empuje, de ansia, desbordantemente vital en la sección final, marcada Maestoso. En el de Margarita todo fue tenue, delicado, con largos pasajes confiados a los solistas de madera y cuerda, como el del inicio del movimiento, que reserva también otra originalísima intervención para cuatro violines. Como ya se ha apuntado, Mefistófeles bebe de ambos personajes, los fagocita y Liszt retrata su naturaleza artera, diabólica y escurridiza con una genial intuición tras otra, todas captadas y traducidas irresistiblemente por Fischer y sus instrumentistas. Por si quedaba alguna duda de que esta es una orquesta diferente a todas, fuera de programa no tocó, como cabría esperar, sino que sus músicos, tras dejar los instrumentos sobre sus sillas y repartirse por registros en el centro del escenario, cantaron de manera absolutamente admirable un coro de Antonín Dvořák: Bendición de la tarde op. 29 núm. 1. ¿Cuántas orquestas superarían una prueba así? No la Filarmónica de Viena ciertamente, aunque solo sea porque a Lucerna ha venido con media docena de mujeres entre sus filas, todas ellas ocupando los últimos atriles de la cuerda. Y mal coro mixto puede conformarse con tan pocos mimbres femeninos. En la Orquesta del Festival de Budapest son muchísimas más, y se reparten por toda la orquesta democráticamente, cometidos solistas incluidos. La conclusión es clara: el grandísimo músico que es Fischer ha sabido también reunir y amalgamar a un grupo humano que sabe hacer mucho más que producir hermosos sonidos con sus instrumentos.
El concierto de clausura del festival, muy en línea con el lema elegido por su infatigable director, Michael Haefliger, para este año (Verrückt, es decir, Loco o, en plural, Locos), apostó la tarde del domingo por un programa inusual, con una extraña mezcla —enloquecida, si se quiere— entre música tradicional (no escrita) y música clásica convencional (fijada sobre una partitura). La idea ya la ha llevado a la práctica Iván Fischer anteriormente (Pablo L. Rodríguez escribió sobre un concierto similar ofrecido en 2018 en la Quincena Musical de San Sebastián), pero aquí el programa tenía una congruencia aún mayor. El eje consiste en indagar en la presencia de la música cíngara en compositores clásicos como el propio Liszt, nuestro Pablo de Sarasate o, sobre todo, Johannes Brahms. Y podía escucharse tanto en su forma tradicional improvisada (en versión de un cuarteto integrado por violín, viola, contrabajo y cimbalom, el instrumento tradicional húngaro por antonomasia) como en sus recreaciones clásicas, a veces con alternancia o incluso superposición de ambas formaciones.
Fischer, que se las sabe todas, fue presentando las piezas en alemán y dando a entender que no todo estaba preestablecido. Así era, por supuesto, en el caso de las improvisaciones del cuarteto folclórico, pero todas sus interacciones con la orquesta estaban más o menos precocinadas, al menos en sus líneas maestras. De lo contrario, aquello podría haber acabado como el rosario de la aurora. Pero Fischer hizo siempre tocar a la orquesta cuando llegaba el momento justo de hacerlo, con un desparpajo y una libertad mucho mayores que el día anterior. Una rapsodia húngara de Liszt y tres danzas húngaras de Brahms (una de ellas, la cuarta, cantada en parte por la orquesta) aportaron el material para el laboratorio experimental. Los Aires bohemios de Sarasate sirvieron, por su parte, para que se luciera un violinista procedente de la tradición popular romaní, József Lendvay, que tocó su virtuosística parte solista con generosísimas dosis de vibrato y frecuentes portamentos que nada molestaron. Y el final de fiesta fueron los dos últimos movimientos del Cuarteto con piano op. 25, también de Brahms, que se cierra con un efervescente Rondo alla zingarese, cuyo título ya lo dice todo sobre su estilo y sus influencias. Lo interesante es que Arnold Schönberg, el primero en predicar a los cuatro vientos la modernidad de Brahms, es el autor de la orquestación, que resalta precisamente tanto la influencia zíngara del último movimiento como las características dislocaciones rítmicas de la música del alemán. Fischer echó aquí el resto, aunque el concierto en su conjunto, simpático pero discontinuo, no pudo hacer sombra a la intensa y extraordinaria Sinfonía Fausto escuchada el día anterior. Tampoco hay que olvidar, en fin, el mensaje político soterrado: Fischer homenajea a su país, con todos sus pueblos y todas sus razas, no a la Hungría a la carta y reduccionista que propugna Viktor Orbán.
Concluido el programa oficial, volvió al escenario el cuarteto zíngaro y ofreció una nueva improvisación para que el pueblo tuviera la última palabra. Los miembros de la orquesta, como ya habían hecho antes, escuchaban a sus compatriotas al tiempo que marcaban el ritmo con los pies, sonreían y transmitían idéntica felicidad que cuando tocaban ellos mismos. En línea con el lema de este año, ¿fue una locura rehacer el programa del Festival de Lucerna en el último momento, cuando se sabía que la actualización de las restricciones obligadas por la situación sanitaria permitirían una edición mucho más sustantiva que la raquítica del año pasado? Por lo escuchado en estos últimos cuatro días, rotundamente no. La presencia de Herbert Blomstedt y la Filarmónica de Viena, por un lado, y la de la Orquesta del Festival de Budapest y su factótum, Iván Fischer, por otro, han deparado un sinfín de sorpresas y emociones, además de mostrarnos dos modalidades muy diferentes, casi antitéticas, de grandeza orquestal y directorial. Aun con las preceptivas mascarillas, que aquí siguen siendo obligatorias en interiores, como en España, no era difícil adivinar las sonrisas de muchos de los espectadores al final de los cuatro conciertos. Pero a todos les faltaba tiempo para quitárselas a fin de poder sentir de nuevo el aire húmedo y —al menos sábado y domingo— cálido que se respiraba a la orilla del Lago de los Cuatro Cantones.