Las dos felices paradojas de Domingo Villar

Reconocido autor de novela negra, el gallego publica un volumen de cuentos con linograbados, una sencilla exaltación de la belleza, el humor y la vida

Linograbado que ilustra una de las páginas del cuento 'Don Andrés el guapo'.Carlos BAONZA

Domingo Villar escondía dos paradojas que sus lectores de novela negra no conocían. Autor de éxitos del policial como La playa de los ahogados, que narran con precisión la parte más oscura del ser humano, el autor gallego (Vigo, 50 años) traza en Algunos cuentos completos (Siruela) un canto a la vida y la amistad. “Tanto los cuentos como los linograbados son sencillos y comparten numerosos elementos...

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Domingo Villar escondía dos paradojas que sus lectores de novela negra no conocían. Autor de éxitos del policial como La playa de los ahogados, que narran con precisión la parte más oscura del ser humano, el autor gallego (Vigo, 50 años) traza en Algunos cuentos completos (Siruela) un canto a la vida y la amistad. “Tanto los cuentos como los linograbados son sencillos y comparten numerosos elementos comunes: la ironía, el viaje, la superstición, el mar… Los relatos que componen Algunos cuentos completos fueron escritos para ser leídos a mis amigos, sin otra ambición que encontrar la sorpresa y la sonrisa, pero los grabados de Carlos Baonza les han permitido tomar un vuelo más alto. Es un libro tan bonito que, cuando llevé el primer ejemplar a casa, uno de mis hijos se resistía a leerlo por miedo a que se estropease. Esperemos que no cunda el (mal) ejemplo”, comenta Villar por correo electrónico.

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Pero, además, las tramas complejas de sus novelas o las más de 700 páginas de El último barco son, según él, un imposible. Su terreno es el espacio corto, la aparente sencillez. “Es cierto que no soy capaz de escribir nada demasiado extenso. En mis novelas, los capítulos están hilvanados por la trama, y la investigación policial actúa como acelerador de la historia. Así, de relato en relato, me descubro firmando novelas cuya extensión global creo que no sería capaz de afrontar porque me abandonarían las fuerzas. El impulso que me lleva a escribir siempre tiene el fin de subir un peldaño y no toda la escalera”, asegura a modo de explicación, de coartada que da sentido a este salto mortal narrativo.

Les ofrecemos uno de los cuentos como anticipo.

carlos baonza


Aquel misionero acababa de salir del noviciado y poco tenía que ver con el resto de los padrecitos de la congregación. Era alto, con los ojos claros y la piel morena... Tan apuesto que, ya en la primera misa que celebró, las feligresas, impresionadas, lo bautizaron como don Andrés el Guapo. El eco de la belleza del cura comenzó a extenderse de ranchería en ranchería, y cada domingo eran más las mujeres que respondían a la llamada de las campanas. Por todas las laderas llegaban jóvenes emperiquitadas como para una fiesta, con los labios y los ojos pintados, atraídas por la hermosura de don Andrés.

Carlos Baonza

Al cabo de un mes eran tantas las admiradoras que no cabían en la iglesia. Se decía que todas las mujeres de la sierra estaban allí. Incluso las que no eran creyentes ni entendían más que el náhuatl se sentaban sonrientes en el primer banco a mirar al Guapo. El bueno de don Andrés Taboada no sabía qué hacer para que todo aquel mujerío, en vez de ir a ver al cantante, fuera a escuchar sus canciones. Decidió dejarse crecer la barba y fue peor: los suspiros eran tan profundos que lo descentraban, y más de una vez perdió el hilo en la homilía.

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Una mañana, al concluir la eucaristía, en vista de la muchedumbre que lo esperaba fuera del templo, buscó cobijo en el confesionario. Tenía más intención de hacer un receso que de absolver a nadie, aunque cuando quiso darse cuenta la fila para la confesión salía por la puerta de la iglesia.

Aquel domingo estuvo hasta el anochecer administrando la penitencia a las mujeres. Los domingos siguientes también. Como el asunto era estar con él, a medida que las chicas se quedaron sin pecados comenzaron a inventárselos y, ya metidas en harina, trataban de enamorarlo relatándole los pormenores de sus hazañas pecadoras. Por más que el Guapo las instase a abreviar, ellas se lo largaban todo. Incluso en una ocasión se oyó a una muchacha implorar: “No me absuelva todavía, don Andrés, que lo mejor viene ahorita”.

Carlos Baonza

El sacerdote resistía con dificultad aquellas confidencias, pero quienes no las soportaban eran los hombres de la sierra. Una de aquellas tardes de domingo, cuatro maridos celosos fueron en busca del Guapo y, en el mismo confesionario, lo pasaron por las navajas. Si no le desfiguraron el rostro fue porque una joven se lo impidió a costa de recibir ella misma un corte profundo en el cuello. La muchacha se salvó por poco. El Guapo murió allí.

Cuando dejaron de llorar, las mujeres llevaron el cadáver del cura a un taxidermista. Pretendían exponerlo disecado entre San Ignacio y la Virgen de Guadalupe, pero el obispo se negó a colocarlo allí con el pretexto de que las iglesias de su diócesis solo acogían imágenes de santos, y al padre Taboada, por mucha insinuación que hubiese resistido, aún estaba por ver si Roma lo canonizaba. Esta es la historia de don Andrés el Guapo tal como nos la contó la anciana aquella noche en la cantina. Yo no sé si es verdad. Ahora, la cicatriz en la garganta la tenía. La vimos todos. Eso pueden creerlo porque es así.

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