Las convidadas invisibles, historia de tres poetas silenciadas

La venezolana Ida Gramcko (1924-1994), la chilena Stella Díaz Varín (1926-2006) y la peruana Yolanda Westphalen (1925-2011) ejemplifican el olvido al que se ha sometido la vida, obra y trayectoria de muchas autoras latinoamericanas

La venezolana Ida Gramcko, la chilena Stella Díaz Varín y la peruana Yolanda Westphalen.

Mucho se ha hablado de la necesidad de revisitar aquello que se dio en llamar el boom latinoamericano, que, por una parte, se ha terminado asimilando como un fenómeno incompleto (debido a la llamativa ausencia de representación femenina. Rosario Castellanos, María Luisa Bombal, Nélida Piñón o Clarice Lispector —por citar solo a algunas de las excluidas entonces— dan buena muestra de ello) y que, por otra, ha mostrado sus costuras, más como un fenómeno mercadotécnico (otra forma de “vender” América Latina) que como un movimient...

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Mucho se ha hablado de la necesidad de revisitar aquello que se dio en llamar el boom latinoamericano, que, por una parte, se ha terminado asimilando como un fenómeno incompleto (debido a la llamativa ausencia de representación femenina. Rosario Castellanos, María Luisa Bombal, Nélida Piñón o Clarice Lispector —por citar solo a algunas de las excluidas entonces— dan buena muestra de ello) y que, por otra, ha mostrado sus costuras, más como un fenómeno mercadotécnico (otra forma de “vender” América Latina) que como un movimiento exclusivamente literario. Sin embargo, la historia en ocasiones “imparte justicia” y, hoy en día, narradoras como Samanta Schewblin, Guadalupe Nettel, Margarita García Robayo, Vera Giaconi o Mónica Ojeda no solo están rompiendo con las propuestas estéticas asimiladas como puramente latinoamericanas (hasta ahora en su mayoría masculinas) sino que han abierto una nueva puerta de comunicación con el mundo y, en cierta medida, están llevando a cabo un ejercicio de disolución de las fronteras —físicas y mentales—.

Con todo, en la actual tesitura, aún sigue presente un escalón que parece insalvable: el hecho de que se siga considerando a la poesía un género de segunda. En este sentido no son pocas las poetas nacidas en los años veinte que, como en una línea paralela, hubiesen debido brillar con la misma luminosidad con que lo hicieron, y aún lo hacen, figuras tan conocidas como Eugenio Montejo, Nicanor Parra, Pablo Neruda, César Vallejo, Drummond de Andrade o Lezama Lima. Silenciar de forma deliberada una gran parte del imaginario femenino aumenta nuestra deuda con la historia. Lo dejó dicho Machado cuando nos advertía de que solo existe la desesperanza cuando aparecen los tres símbolos de la nada: el silencio, la muerte y el olvido. La venezolana Ida Gramcko (1924-1994), la chilena Stella Díaz Varín (1926-2006) o la peruana Yolanda Westphalen (1925-2011) ejemplifican el olvido al que se han sometido, no solo sus vidas, sino sus obras y sus trayectorias profesionales.

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Fe en el destino

“Vivía escribiendo, encerrada dentro de un cuarto —escribe Elizabeth Shön en su Relato sentimental sobre Ida Gramcko—. Le pregunté qué escribía y me dijo que eran poemas, y que los escribía desde siempre. ¿Cómo que desde siempre, Ida? Su mamá me contó entonces que cuando ella tenía cuatro o tres años y medio, empezaba a llamarla, le decía que corriera para dictarle una cosa, «una cosa que tengo aquí arriba en la cabeza». Eso era un poema”. Además de su sensibilidad precoz, Gramcko fue una de las primeras reporteras de periodismo policial en El Nacional y, en torno a 1948 —encomendada por el presidente Rómulo Gallegos—, ejercerá labores diplomáticas como encargada cultural en la Unión Soviética. Nueve años después sufre un doloroso episodio de psicosis que se alargó más de lo esperable pero del que sigue manando una gran obra. No en vano, su propuesta podría emparentarse con la de Rilke, Santa Teresa de Ávila o William Blake. “No eres lo que se piensa —leemos en Poemas de una psicótica—. Eres lo que se ama. No eres conocimiento sino solo estupor. No eres el perfil sino el asombro. No eres la piedra sino lo inaudito. No eres la razón sino el amor”.

Voluntad de paso

“Quise estudiar en la universidad pero el jefe de la familia, que era mi hermano mayor, dijo que estudiar era una tontería, que la mujer debía estar en casa, casarse, tener hijos y mantener su hogar. […] Fue la primera vez que lloré, me acuerdo, sola, con un llanto que exprimía todo mi ser, porque al instante sentí mi vida completamente fracasada”, contaba Westphalen en 2006 para Gaceta Cultural del Perú. Y no se conformó a pesar de que, para ello, tuvo que pagar ciertos peajes (ser esposa y madre era más una imposición que una cuestión de libre albedrío). Terminó doctorándose en literatura en la Universidad Mayor de San Marcos, en 1976, con la tesis Interpretación y análisis de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo. La emotividad de lo cotidiano, lo que habitualmente pasa desapercibido y que podría resultarnos incluso baladí a ciertos ojos poco experimentados, funda una obra en sintonía con lo que Chantal Maillard refiere: “¿Qué fue de aquella inocencia en la que la percepción, lo percibido y quien percibe era uno y lo mismo?” Westphalen escribe en Palabra fugitiva: “Desde tu infancia quieta llega a sepultarse / en la brisa / tu primera sonrisa. / Héme aquí sola / entre la niebla que presagia un viento interminable”.

Nihilismo rabioso

Hija de un padre relojero anarquista y de una madre descendiente de una familia francesa de alto abolengo, Stella Díaz Varín “La colorina” es una poeta controvertida que supo desenredarse de etiquetas generacionales para regalarle a su sociedad una voz comprometida con su firma. Y, aunque llegó a Santiago en el 47 para estudiar medicina y especializarse en psiquiatría —propósito que abandonó—, terminó por integrarse activamente en la Alianza de Intelectuales. Sin embargo, al tiempo, ese mismo grupo la expulsó alegando traición. Porque, si algo derramaba Díaz Varín era personalidad y voz propia. Al igual que Gramcko, su relación con la poesía es prematura, con un especial ensalce de la figura de su padre, que falleció cuando ella solo tenía siete años, razón por la cual, más tarde, advertimos su interés por las abandonadas, las viudas, las mujeres que han de desenvolverse en solitario. “De ella, la tentadora de la muerte durante ocho siglos, / la que en sus manos tiene dos trigales y en sus sienes de niña / una rama florecida de lágrimas, / de ella la novio que tendió sus velos por sobre los abismos / de ella la vencedora, la cercana / de esa mujer soy hija”.

“El poeta se aferra a las palabras como a un vientre”, nos dejó escrito Gramcko en Poemas de una psicótica. Pero las tres representan esta idea. ¿De qué otra manera podrían haberse emancipado de su tiempo si no fuese por esa férrea convicción en el oficio que las ha hecho, no solo universales, sino voces perennes en la historia? Desde el olvido de sus obras, desde un canon que, a sabiendas, omite su memoria, estas tres poetas siguen hablándonos en presente.

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