El recuerdo tan vivo del olvido que seremos

Héctor Abad Gómez era un buen hombre. Y anda hoy tan desprestigiada la bondad en el cine que merece la pena resaltarlo

Héctor Abad Faciolince, con la mano en la barbilla, junto al cadáver de su padre, Héctor Abad Gómez, asesinado en Medellín el 25 de agosto de 1987.

Héctor Abad Gómez era un buen hombre. Y anda hoy tan desprestigiada la bondad en el cine que merece la pena resaltarlo. En estos tiempos parece toda una audacia elegir ese tema para rodar una película. Más en América Latina. Y no digamos si se trata de México o Colombia. Cuando, encima, la acción se desarrolla en el Medellín de los años más crudos del narco, entre el estruendo metálico de las motos de los sicarios y las ametralladoras, ...

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Héctor Abad Gómez era un buen hombre. Y anda hoy tan desprestigiada la bondad en el cine que merece la pena resaltarlo. En estos tiempos parece toda una audacia elegir ese tema para rodar una película. Más en América Latina. Y no digamos si se trata de México o Colombia. Cuando, encima, la acción se desarrolla en el Medellín de los años más crudos del narco, entre el estruendo metálico de las motos de los sicarios y las ametralladoras, el hecho de que Fernando Trueba haya sacado adelante una historia como la de este epidemiólogo puede calificarse de milagro.

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Además, a Héctor Abad Gómez todavía se le reza. Y la mayor oración que se ha entonado sobre él se la cantó su hijo, Héctor Abad Faciolince, con el libro del mismo título en que se basa la película, protagonizada por Javier Cámara. Durante décadas, esa obra magistral no deja de calar generación tras generación y se ha convertido en un contrapunto fundamental a lo que la maravillosa Colombia da de sí en las pantallas o ahora en las plataformas.

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El olvido que seremos (Alfaguara) es en todo el mundo de habla hispana un libro sagrado. Una certera excepción sobre la bondad, el idealismo más práctico, sobre la inconveniente conveniencia de alzar la voz a riesgo de que te arranquen la vida. Por eso, llevarlo a la pantalla parecía un reto tan obligado como extemporáneo, tan necesario como envenenado. ¿Quién se podía atrever a dar cuerpo, imagen, voz, aliento, gesto y testimonio a una leyenda así? Trueba lo ha filmado. Cámara lo ha encarnado y un plantel efervescente de intérpretes colombianos lo han sacado adelante de manera brillante aunque a nuestros ojos, aún extrañe, porque resulta prácticamente exótico ante los espectadores mostrar la cara del bien y reivindicarlo.

Hecha la prueba, a ver si cunde el ejemplo y dejamos de avivar el morbo por el lado oscuro y sangriento de un continente preñado de luz, dispuesto a mostrar a cada paso vitalidad, empuje, ingenio, creatividad en mayor medida al sambenito que se les ha plantado encima y que distorsiona realidades que no solo tienen que ver con la violencia, el abuso o la muerte sin apenas precio.

Todo lo contrario, en El olvido que seremos se celebra el don impagable de la vida, la alegría de estar juntos, de compartir, de educar en valores. Este médico es el Atticus Finch del sur, un hombre recto, valiente, entregado. Su memoria vertida en palabras por su hijo se convirtió en una de las obras maestras de la literatura del padre. La imagen que cobra ahora con la película de Trueba y el cuerpo y la voz que Javier Cámara ennoblece su presencia en nosotros e impide que ese título premonitorio cobre su propia verdad. Lo impugna y el olvido se torna a través de todo ello recuerdo. El maleficio de la memoria queda del revés y se desmiente porque este doctor vive, respira y ejerce como ejemplo de lo que todo debería ser.

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