Juan Marsé: con licencia para disparar sobre el pianista
El escritor dejó un libro póstumo, ‘Notas para unas memorias que nunca escribiré’, un diario en el que se da el gusto de no callar contra todo y contra todos. Ahora ve la luz
Juan Marsé se ha ido de este mundo dejando un libro póstumo, una especie de dietario con notas para unas imposibles memorias, publicado por Lumen, en el que se ha despachado a gusto contra algunos políticos, periodistas, escritores y figuras de la vida social, con el hiriente desenfado de quien se da el gusto de no callar. Vayan pasando, parece decir con el látigo de moralista ibérico en la mano a los que considera sus enemigos naturales, a la clericalla y a la carcundia, a los independentistas de corral, a las banderas bicolo...
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Juan Marsé se ha ido de este mundo dejando un libro póstumo, una especie de dietario con notas para unas imposibles memorias, publicado por Lumen, en el que se ha despachado a gusto contra algunos políticos, periodistas, escritores y figuras de la vida social, con el hiriente desenfado de quien se da el gusto de no callar. Vayan pasando, parece decir con el látigo de moralista ibérico en la mano a los que considera sus enemigos naturales, a la clericalla y a la carcundia, a los independentistas de corral, a las banderas bicolores o cuatribarradas llenas de la misma sangre en el polvo, sucias de falsos juramentos; a los famosos que desplazan más de lo que pesan, a los enfáticos y engreídos que son en el fondo tontos de baba. A unos les regala el insulto personal, a otros el comentario jocoso o despiadado. Lo mejor que te puede pasar es no aparecer en este libro, por si acaso, aunque un día compartieras con este escritor viajes, conferencias, premios y alegres sobremesas.
Juan Marsé es un narrador nato, un creador de personajes, empezando por el que se ha fabricado él de sí mismo. Anarquista irredento, anticlerical militante entre el cabreo consolidado y el humor sarcástico, un gruñón con licencia incluso para disparar sobre el pianista. Sus novelas están llenas de perdedores sacados del fondo famélico, cenagoso y represivo de una postguerra que olía a zotal. Pese a haber obtenido con su obra éxitos de críticas y de ventas, premios editoriales y el máximo reconocimiento oficial hasta el punto de obligarle a dejar las chancletas en casa para encaramarse investido con el chaqué y el collarón de la dignidad en el alto estrado de la Universidad de Alcalá para recibir el Cervantes de manos del rey, el propio Marsé se considera un perdedor desclasado, uno más entre sus personajes literarios que ve pasar la historia desde la acera con las manos en los bolsillos. De hecho, ha aceptado los honores, medallas y demás chatarra, con una sonrisa a medias de conejo y de impostor.
Es un narrador nato, un creador de personajes, empezando por el que se ha fabricado él de sí mismo
Pero en este libro, entre las invectivas cáusticas contra todo lo que desprecia, se mece el vaivén de la vida diaria de un escritor con el foco puesto en la distancia corta de sus horas domésticas. Placeres, viajes, consultas, diagnósticos, atacado por dos patologías, la renal y la cardiaca, la diálisis y el infarto. Y así pasan los días por el dietario como ruedas de molino que trituran sus sueños, las ambiciones y los descalabros. Uno no sabe qué pensar cuando lo ve lloriquear porque se siente ninguneado, olvidado, postergado en cualquier competición honorífica. Tal vez sucede que el alma de cualquier artista posee una debilidad congénita entre la ambición y la duda. Pero sus desánimos pronto encontraban un remedio de andar por casa. Aquí un whisky en el Mayestic o en la coctelería Boades con algún amigo incondicional, allí el perro que le mueve el rabo y con eso le basta para reconciliarte con el universo, aquí un análisis clínico con un pronóstico adverso, allí la playa de Calafell y el ejercicio de la natación como un descubrimiento del Mediterráneo estilo mariposa. Lo hubiera dado todo por tener el movimiento de cejas de Clark Gable y el hoyuelo en la barbilla de Kirk Douglas, pero, en cambio, la naturaleza le regaló en su tiempo un cuerpo joven con aires de Steve McQueen aunque al final su rostro quedó como el de un boxeador muy castigado.
Viene de aquellas aventuras de los tebeos que compraba en el quiosco de la esquina, de la larga seducción de los programas dobles del cine de barrio, de los primeros besos en la oscuridad con el olor a pachuli y a serrín mojado, de los descampados como una forma urbana de selva virgen llena de canes pulgosos si collar del Guinardó, del Carmelo y de Gràcia, donde en un bar predicaba su silencio junto a una ración de gallinejas ese personaje aplastado por la dictadura, que prometía volver un día a reinar. La fantasmagoría cinematográfica fue un caldo de cultivo de Juan Marsé y si no ha tenido suerte en tantas novelas suyas que han pasado a la pantalla no es por su culpa. Un rebote más con que cargar en la mochila, un motivo más para blasfemar. Una de sus dianas preferidas son los directores de sus películas, todas fracasadas según la esperanza que había puesto en esos sueños juveniles.
Hamacas en el jardín de Nava de la Asunción con su amigo Gil de Biedma, whiskys imparables con Barral y Ferrater, la fidelidad de Vila-Matas, los peluches rojos de Bocaccio, la sombra protectora de Carmen Balcells, la revista Por favor, la playa de Calafell. Uno se asoma a este dietario sin saber qué pensar de los agravios con que azota a algunos colegas. Ya se sabe que en este oficio miserable, una forma más sutil de herirte consiste en elogiar a tu enemigo, y al revés, también su escarnio despierta tu resentimiento. Alegrarse de la desgracia ajena es un áspid venenoso que anida en el corazón de artistas, poetas y literatos.