Muere Larry Flynt, el magnate del porno de EE UU
El dueño de la revista ‘Hustler’ fue un adalid de la libertad de expresión que consagra la primera enmienda de la Constitución
“Muere el pornógrafo y campeón a su manera de la primera enmienda”, titulaba este miércoles el diario The Washington Post la noticia de la muerte de Larry Flynt, el último rey del porno de EE UU y adalid de la libertad de expresión, hasta el punto de intentar desenmascarar a políticos hipócritas. La noticia era la más leída de la edición digital del diario a los pocos minutos de publicarse, lo que demuestra el tirón de un personaje tan provocador como poliédrico.
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“Muere el pornógrafo y campeón a su manera de la primera enmienda”, titulaba este miércoles el diario The Washington Post la noticia de la muerte de Larry Flynt, el último rey del porno de EE UU y adalid de la libertad de expresión, hasta el punto de intentar desenmascarar a políticos hipócritas. La noticia era la más leída de la edición digital del diario a los pocos minutos de publicarse, lo que demuestra el tirón de un personaje tan provocador como poliédrico.
Flynt, que ha fallecido por causas que no se han hecho públicas a los 78 años en su domicilio de Los Ángeles, construyó un emporio alrededor de una revista llamada Hustler, grotesca y obscena, como corresponde a un medio que cargaba las tintas de lo explícito, en contraste con el estilo más sofisticado de su rival Hugh Hefner, artífice de Playboy, si bien ambos compartieron siempre la defensa de la revolución sexual y las libertades personales. Su actividad como editor le deparó demandas, acusaciones, entradas en la cárcel por desacato e incluso ser amordazado por alguna que otra salida de tono ante un tribunal. Desde 1978 se movía en una silla de ruedas tuneada, chapada en oro y revestida de terciopelo, después de que Joseph Paul Franklin, un asesino en serie con 20 muertos a sus espaldas, le disparara a bocajarro pero sin llegar a rematarle. El verdugo murió antes que su víctima.
Al borde siempre de la controversia, cuando no metido en ella hasta el corvejón, el magnate del porno se queda sin conocer el resultado del segundo impeachment contra Donald Trump, una de sus bestias pardas favoritas. En el otoño de 2017 Flynt ofreció diez millones de dólares por información para destituir al republicano. Una década antes, había prometido una más discreta recompensa a quien se hubiera acostado con un político de EE UU y estuviera dispuesto a contarlo: un millón de dólares por sacar del armario, a rastras, a los hipócritas. Siempre en el filo de la navaja entre la defensa de la libertad de expresión y la ofensa, Flynt no dejó títere con cabeza, desenmascarando incluso a un congresista republicano ferozmente antiabortista, Bob Barr, que había participado como acusación en el impeachment contra el demócrata Bill Clinton, y del que reveló que en su día había pagado un aborto a su segunda esposa.
En torno a Hustler, Flynt levantó un emporio valorado en cien millones de dólares al que añadió otras publicaciones más convencionales, clubes privados, un casino en un suburbio de Los Ángeles del que estaba especialmente orgulloso, una tienda virtual de juguetes eróticos y otros negocios menores. Un logro empresarial considerable para un hombre corriente, desertor de la miseria de Kentucky, que gracias a la inteligencia de un buscavidas, el instinto callejero para los negocios y la fuerza cuando agotaba el resto de recursos, convirtió una red de bares de mala muerte de Ohio en el imperio que le encumbró a la fama. Y vaya si triunfó, si por triunfo puede considerarse que Hollywood se fije en uno y lo eleve a los altares del celuloide.
El escándalo de Larry Flynt, protagonizada por Woody Harrelson y dirigida por el checo Milos Forman, encumbró aún más al magnate del porno, con gran triunfo de taquilla y el subsiguiente escándalo, no solo por la viscosa materia del guion -la provocación como sinónimo de libertad de expresión-, sino también al censurarse el cartel del filme en EE UU: Woody Harrelson, desnudo y crucificado, con un calzón con las barras y estrellas de la bandera estadounidense. Ese mismo póster provocó la ira de asociaciones integristas católicas en Francia. La consideración de la mujer por parte de Flynt también fue objeto de polémica, en la cinta y en la vida real.
El martirio autoinducido de Flynt, en sus numerosos encontronazos con la justicia, le convirtió en un personaje de la cultura popular. Porque la autenticidad era otra de sus señas: nunca pretendió trascender, como sí hicieron revistas rivales como Playboy y Penthouse, más artísticas si es que la pornografía puede considerarse tal. Hustler, que llegó a vender más de dos millones de ejemplares a fines de los años setenta, ofrecía una realidad sexual explícita; desnudez frontal para obreros. “Me di cuenta de que para tener una gran parte del mercado lo que querían los hombres era sexo puro y duro”, dijo una vez en una entrevista. Y acertó, en una época que aún no se había ajustado del todo el corsé de la corrección política. Las imágenes de supuestas violaciones en grupo, mujeres atadas, esclavas, bestializadas o mutiladas -una portada muy famosa presentaba un cuerpo femenino siendo introducido en una picadora de carne- quedan para la historia de los horrores o del pasmo, de un país enfrentado a sus fantasías y a sus demonios.
Como todo personaje bien trazado, la carrera de Flynt no se detuvo en la pornografía, ni siquiera en la defensa de la libertad de expresión. También fue detractor de la pena de muerte, defensor del matrimonio gay, martillo de todos cuantos apoyaron la invasión de Irak en 2003, empezando por los políticos, y mecenas de asociaciones contra el abuso infantil y la violencia juvenil, además de financiador de investigaciones sobre la médula espinal.