¿Qué más queda por ver en el arte?
En este laberinto sin salida en que se mueve la estética, parece que todo es lícito, siempre que el impulso primordial consista en causar sorpresa o escándalo
A lo largo de la historia del arte la representación de la figura humana ha sido el principal motivo de inspiración de los artistas, desde la pintura rupestre, pasando por Fidias, hasta llegar a Picasso y así sucesivamente. Pero a partir de los años cincuenta del siglo pasado el cuerpo humano de carne y hueso ha sido incluido por las últimas vanguardias en sus performances e instalaciones como objeto encontrado a la manera de Duchamp. En este laberinto sin salida en que se mueve la estética, parece que todo es lícito, siempre que el impulso primordial del arte consista en causar sorpres...
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A lo largo de la historia del arte la representación de la figura humana ha sido el principal motivo de inspiración de los artistas, desde la pintura rupestre, pasando por Fidias, hasta llegar a Picasso y así sucesivamente. Pero a partir de los años cincuenta del siglo pasado el cuerpo humano de carne y hueso ha sido incluido por las últimas vanguardias en sus performances e instalaciones como objeto encontrado a la manera de Duchamp. En este laberinto sin salida en que se mueve la estética, parece que todo es lícito, siempre que el impulso primordial del arte consista en causar sorpresa o escándalo, pero a su vez para un espectador moderno todo le está permitido, salvo sorprenderse y escandalizarse por nada. Esta es la dialéctica. Empapar con pintura azul los cuerpos de jóvenes desnudas, como hacía Yves Klein, y usarlos como brochas humanas, restregándolas por el suelo y las paredes de la galería, o crear una serie de cajas de cristal que contengan los propios excrementos del artista recubiertos de oro, como hizo Terence Koh; ante estas locuras inanes ¿quién será hoy tan cateto que se sorprenda?
Hay que controlar la cara que uno pone al entrar en una galería de última vanguardia o en una feria de arte contemporáneo
La vanguardia se quema las propias pestañas cada mañana. Hoy ya queda absolutamente antiguo el que Marina Abramovic comenzara a rendirse culto a sí misma masturbándose y defecando en público y representando su propio entierro. En la primavera de 2010 estableció una performance en el vestíbulo del MoMA que consistía en que la artista estaba sentada en una silla de madera en la que se había comprometido a permanecer todo el día, sin hablar, sin pestañear siquiera y por supuesto sin ir al baño. Frente a ella había otra silla dispuesta para que los espectadores pudieran sentarse uno a uno por riguroso turno para contemplar de cerca en silencio a la artista. Algunos estaban solo un par de minutos, pero otros aguantaban más de siete horas, ante la protesta de cuantos esperaban impacientes en una cola que daba la vuelta a la manzana. Quienes se sentaban frente a la artista juraban que habían experimentado una paz interior inenarrable. Algunos incluso lloraban. La performance fue el suceso artístico en Nueva York. Hoy quedaría muy paleto sentarse en esa silla, puesto que este espectáculo es superado diariamente por millones de chavales con sus memes y videojuegos cuya imaginación exhibicionista va mucho más allá de toda sorpresa. A cualquier escándalo lo quema otro escándalo tres minutos después, cuyo impacto se mide por el número de seguidores, siempre desmesurado.
¿Qué más queda por ver en el arte? Contaba Eduardo Arroyo que, recién llegado a París, en 1958, todavía con el pelo de la dehesa ibérico-leonesa, entró por casualidad en una galería, situada en el número 8 de la calle Miromesnil, donde se inauguraba una exposición surrealista organizada por el grupo de André Breton. Y allí pudo contemplar aquel nuevo ritual que en arte se llamaría happening. En medio de la galería había un enorme recipiente, en el que permanecía tumbada, desnuda, con los ojos cerrados, una joven modelo de carne y hueso. Aparecía casi sepultada por exquisitos manjares, entre los que había dos magníficos bogavantes entre sus piernas y el pubis. Los asistentes fueron invitados por el galerista a devorar aquellas viandas y unos los hicieron de forma concupiscente y otros como si se tratara de un acto de excelsa belleza. Al final de aquel banquete surrealista, sin más comentarios el público cogió el paraguas y el sombrero, volvió cada uno a su casa bajo la lluvia y la modelo durmiente se levantó y se fue a la ducha para quitarse de encima la mayonesa. Esta performance ya es un plato anodino en algunos restaurantes de Tokio y viene en la carta a un precio asequible. A Eduardo Arroyo no le sirvió de ejemplo el espectáculo. Con el tiempo fue un pintor en cuyo estudio cada lápiz ocupaba el lugar adecuado bajo un orden absoluto y él mismo pintaba sin quitarse los gemelos de oro de los puños de sus camisas, siendo este hecho mucho más surrealista que untar la salsa romesco en los senos de aquella modelo desnuda.
Hay que controlar la cara que uno pone al entrar en una galería de última vanguardia o en una feria de arte contemporáneo donde al preguntar por el precio de un cuadro y encontrarlo desorbitado un marchante sofisticado podría decirte que solo es el dinero el que convierte cualquier objeto en una obra de arte. Una coleccionista millonaria, caprichosa y pasada de raya en un estand de la feria de Miami oyó de boca de aquel marchante esnob esta sentencia estética y llena de curiosidad, después de analizarlo como un objeto de arriba abajo, le preguntó: “¿Y su cuerpo cuánto vale?”. El marchante le contestó: “Si nos metemos los dos en el cuarto de baño y hacemos el amor, nada. Pero si ahora nos desnudamos en esta galería y copulamos en público podemos pedir por esa performance un precio desorbitado”. En cambio, semejante sofisticación se convierte hoy en un espectáculo basura de televisión y los espectadores lo pueden contemplar gratis espatarrados en el sofá devorando hamburguesas.