Gardel, Evita, Maradona, tres formas de locura
¿Qué es un héroe? Un ser nacido en la pobreza quien en un momento de la historia encarna la pasión de un pueblo y muere derrotado
La Junta Militar argentina había sido derrotada por las urnas, pero la humillación que había causado la victoria inglesa en la guerra de las Malvinas era aún muy evidente en las calles de Buenos Aires aquella calurosa mañana de verano austral, 10 de diciembre de 1983, en que se celebraba la vuelta a la democracia. Mientras desde el balcón del Cabildo el nuevo presidente, Raúl Alfonsín, abría con una bella alocución el...
La Junta Militar argentina había sido derrotada por las urnas, pero la humillación que había causado la victoria inglesa en la guerra de las Malvinas era aún muy evidente en las calles de Buenos Aires aquella calurosa mañana de verano austral, 10 de diciembre de 1983, en que se celebraba la vuelta a la democracia. Mientras desde el balcón del Cabildo el nuevo presidente, Raúl Alfonsín, abría con una bella alocución el nuevo camino hacia la libertad, en el cementerio de la Chacarita, alrededor del panteón de Carlos Gardel, había un grupo de devotos, unos de pie, otros de rodillas, algunos con un ramo de flores en la mano, rezando.
Desde el fondo de la ciudad llegaba el fragor de la fiesta hasta el camposanto, envuelto, como es lógico, en un silencio sepulcral. En su mausoleo tiene Gardel la propia escultura en bronce, en la que aparece con una mano abierta sobre la hebilla del cinturón. Sus adoradores suelen cumplir el rito de colocarle un cigarrillo encendido entre los dedos y pedirle un deseo mientras el humo se eleva hasta su rostro sonriente y se consume. Entre aquel grupo de fanáticos había un gordito de rodillas sumido, al parecer, en profunda oración. De pronto, entre dos señoras surgió una pelea a grandes voces a causa de un ramo de flores que pugnaban por dejar al mismo tiempo a los pies de Gardel. El gordito elevó los ojos al cielo y exclamó: “Cada vez vienen más locos acá. Y con este lío no hay forma de que Carlitos atienda mi plegaria”.
Alguien dijo que ese día se conmemoraba también el aniversario del nacimiento de Gardel, pese a que nadie sabe todavía hoy con certeza dónde ni cuándo había nacido, si era francés de Toulouse, uruguayo de Tacuarembó o argentino del barrio del Abasto de Buenos Aires, donde había vivido de niño. Solo se sabe con seguridad que Gardel fue hijo natural nacido en la pobreza y que murió el 24 de junio de 1935, en un accidente de avión en el aeropuerto de Medellín y aun en este caso no cesaron las leyendas. Un médico que le había practicado la autopsia reveló que su cuerpo solo pudo ser reconocido porque en su corazón abrasado se le había incrustado una navaja plateada que llevaba esta inscripción: “Soy de Carlos Gardel”.
A esa misma hora, los cafés y restaurantes frente a la tapia del cementerio de la Recoleta estaban llenos de gente guapa, vástagos de la oligarquía patricia, que no participaba de la alegría popular. Allí se hablaba solo del milagro de un gol que había metido Maradona. En el cementerio de la Recoleta reposa Evita Perón sus vanos sueños. El capataz de este recinto era un árabe porteño de ojos claros que decía: “Aquí dentro tengo a la señora. Existen rumores de que Isabelita Perón y su compadre el brujo López Rega llegaron una noche al panteón y realizaron una macumba. Isabelita durmió una noche sobre el cadáver de Evita para que le fuera trasferido su espíritu. Pero el rito no funcionó”.
Un collar de diamantes en cada tobillo
Había nacido pobre y también ilegítima, como cualquier tango, pero cuando Evita Perón vino a Madrid el 7 de junio de 1947 llevaba una capa de marabú, un collar de diamantes de un millón de dólares en cada tobillo y una diadema de esmeraldas en la frente, en la que a su vez también resplandecía el cristal de la leucemia. A su lado, la mujer de Franco parecía una secretaria adusta en traje sastre de domingo. La segunda vez que Evita llegó a España ya fue como cadáver embalsamado, que después de ser secuestrado y de dar vueltas por el mundo, Perón lo guardaba en un armario en su residencia de Puerta de Hierro y al que Pilar Franco, la hermana del dictador, e Isabelita Perón vestían con los trajes que se llevaban cada temporada en El Corte Inglés.
Cuando el cadáver maltrecho y varias veces restaurado de Evita Perón fue repatriado en julio de 1974 a Argentina y su espectro se había apoderado del inconsciente colectivo, Diego Armando Maradona era un chaval descamisado de 14 años, que ya había logrado domar el balón en un descampado de Villa Fiorito. De forma milagrosa, el azar estaba sometido a su pierna izquierda, pero el destino quiso que en la vida de aquel chaval la miseria y la gloria hicieran síntesis un día. Fue durante el mundial de fútbol en México de 1986 cuando esta doble carga entró en contacto y se produjo la explosión.
La victoria, a medias tramposa y heroica, como venganza sobre Inglaterra, por un lado convirtió a Maradona en un dios y por otro lo condenó a adquirir el resto de su vida la forma de un pelele obeso batido por todos los vientos. Diego, no eres dios, baja a la tierra, le decían los loqueros, pero al final de la sesión le pedían de rodillas un autógrafo. En el olimpo no hay moral. A los dioses se les permite cualquier degradación. ¿Qué es un héroe? Un ser nacido en la pobreza, de origen incierto, quien en un momento de la historia encarna la pasión de un pueblo y muere derrotado, como Gardel, Evita, Maradona.