Cómo librarse de una pandemia
A través del estudio de la lucha contra el cólera en el Londres del siglo XIX, el divulgador Steven Johnson ofrece en ‘El mapa fantasma’ claves para entender lo que nos está pasando
En 1854 Londres era una suculenta y esponjosa tarta imperial sobre un infecto sumidero de bacterias y virus. “Era una metrópolis victoriana que intentaba arreglárselas con una infraestructura pública isabelina”, define el divulgador científico estadounidense Steven Johnson en El mapa fantasma (Capitán Swing), donde reconstruye con ritmo de relato (casi de trhiller) y pulso de investigación la epidemia de cólera que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo. En la vertical del exquisi...
En 1854 Londres era una suculenta y esponjosa tarta imperial sobre un infecto sumidero de bacterias y virus. “Era una metrópolis victoriana que intentaba arreglárselas con una infraestructura pública isabelina”, define el divulgador científico estadounidense Steven Johnson en El mapa fantasma (Capitán Swing), donde reconstruye con ritmo de relato (casi de trhiller) y pulso de investigación la epidemia de cólera que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo. En la vertical del exquisito puritanismo de Buckingham se desarrollaba el inframundo de carroñeros y miseria que exprimió Charles Dickens: 2,4 millones de habitantes produciendo basura, excrementos y aguas residuales que infiltraban acuíferos y terminaban en la mesa.
La ciudad reunía todas las condiciones para una catástrofe cuya proximidad nos devuelve a la actual pandemia del coronavirus. Y el Soho, atestado de pobreza y pestilencia industrial, era el escenario propicio. El mapa fantasma es una historia con cuatro protagonistas: una bacteria letal (el cólera), una urbe desbordada (Londres), un doctor anestesista (John Snow) y un afable reverendo (Henry Whitehead). La vida de los dos hombres, ambos dotados con un talento especial, se cruza en Broad Street (ahora Broadwick Street), donde eclosionó el cólera y se produjo, según el autor, “uno de los momentos que más han influido en la vida moderna”.
Londres era la ciudad más poblada del planeta y podía autodestruirse al no poder metabolizar su crecimiento, como había ocurrido con otras urbes en la historia. Pero Snow y Whitehead “resolvieron un misterio local que acabó conduciendo a una serie de soluciones globales” que harían de la vida metropolitana una realidad sostenible. “El caso de Broad Street”, destaca Johnson (Washington, 52 años), “fue sin duda un triunfo para la epidemiología, para el razonamiento científico y para el diseño de información. Pero fue un triunfo también para el urbanismo”.
El escritor, uno de los divulgadores científicos más populares en los Estados Unidos, urde el relato de aquellos sucesos de septiembre de 1854 con minuciosidad y testimonios e investigaciones de la época. Fue una aterradora batalla entre humanos y microbios que se cobró 15.000 vidas y desafió el entendimiento humano. El agua del surtidor situado frente al número 40 de Broad Steet tenía muchos adeptos, y más en aquel caluroso verano. Allí, muy cerca de donde un siglo después Mary Quant lanzaría la minifalda, empezó todo. En pocos días, el vecindario se llenó de vómitos, espasmos musculares, dolores abdominales y “deposiciones de agua de arroz”, que precedían el fin de la vida en pocas horas. A las carretas llenas de cadáveres siguieron los anuncios de remedios milagrosos y las falsas teorías sobre la epidemia, algo muy actual.
La mayoría médica y científica (con The Lancet en la proa) sostenía que el mal se propagaba por el miasma que emanaba de la insalubre Londres. Frente a ellos, Snow defendía que era un agente ingerido, pero necesitaba demostrarlo. La ayuda se la proporcionaría un hombre de Dios: el párroco Whitehead. Snow, investigador, abstemio y miembro de la Sociedad Médica de Westminster, y Whitehead, misionero al servicio de los humildes y aficionado a las tabernas, formarían una simbiosis tan extraña como decisiva contra la pandemia. Jonhson defiende que la experiencia que Whitehead aportó a la investigación se fundamentó más en su conocimiento social de la comunidad que en su fe.
Para el autor de El mapa fantasma, el religioso “era un conector clásico que conocía a todos en el vecindario, lo que le permitió rastrear mucha información, incluido el paciente cero del brote, que Snow no pudo encontrar”, señala a través del correo electrónico. “Este es un tema recurrente en la historia de la innovación: personas con habilidades muy diferentes que se unen para resolver un problema. Snow era un científico y pensador brillante, pero no estaba particularmente dotado de habilidades sociales”. El trabajo de ambos cristalizó en un mapa que compendiaba los argumentos científicos que harían comprensible la crisis sanitaria.
La epidemia de cólera de 1854 deja dos lecciones, sostiene Johnson, “muy cruciales en la era de la covid-19”. “La primera es que los brotes mortales de enfermedades pueden de hecho ser derrotados, si escuchamos a la ciencia y la salud pública, si trabajamos en colaboración para combatir estas terribles amenazas. El cólera fue uno de los asesinos más mortales en Londres cuando John Snow comenzó su investigación, pero solo doce años después se había ido de la ciudad para no volver nunca más”, alienta.
La segunda lección que nos lega es “el poder de los datos para mantenernos a salvo”. “Snow”, apoya Johnson, “nunca vio la bacteria del cólera directamente, pero desarrolló una teoría sobre cómo prevenir su propagación al observar patrones en la información que recopiló. Hoy estamos en la misma situación con el coronavirus: todavía no tenemos vacunas ni curas, pero podemos aprender a combatir el brote y aplanar la curva si tenemos una buena recopilación y análisis de datos”.
En la primera edición de The Ghost Map, publicada en 2006 en el mercado anglosajón, Johnson ya apuntaba la amenaza de una pandemia como la que sufre el mundo con el coronavirus. En 2020 suena profético. “Muchas personas me han dicho que las predicciones al final del libro parecen extrañas por lo que ha sucedido, pero, honestamente, era bastante obvio que este tipo de pandemia era una posibilidad real. Cualquiera que haya pasado algún tiempo pensando en los patrones de las enfermedades infecciosas habría dicho que era al menos probable, si no inevitable”.
Del mismo modo que la tragedia del cólera definió nuevas pautas, Johnson intuye que el coronavirus también traerá grandes cambios a escala global. “Ciertamente, cambiará muchos sistemas en los Estados Unidos y Europa. Hasta este año había una sensación general de que los brotes de enfermedades respiratorias importantes eran algo que sucedía en gran medida en Asia y rara vez representaba una amenaza aquí. Espero que hayamos aprendido la lección, y cuando surja un brote adicional, como inevitablemente ocurrirá, creo que lo tomaremos mucho más en serio desde el principio”, confía.
Con todo, presiente que “probablemente, el cambio más notable será el uso de máscaras metropolitanas en la temporada de gripe, que se volverá mucho más común en Estados Unidos y en Europa, más cerca de lo que se ve hoy en China”. “Y sospecho que habrá aumentos sostenidos en las personas que elijan trabajar desde casa, incluso después de que termine la crisis de la covid-19”, añade.
Johnson considera que “la verdadera pregunta” que hay que hacerse “es si vamos a ser golpeados por las olas crecientes de nuevas enfermedades pandémicas emergentes: la próxima podría ser mucho peor, si se parece más al virus H1N1 del brote de 1918”, la llamada gripe española. En su opinión, “deberíamos gastar muchos más recursos para protegernos de este tipo de amenazas futuras, y mucho menos en la preparación militar tradicional”. Lo dice “particularmente” por su país, “que gasta una cantidad absurda de dinero en el mantenimiento de su ejército en lugar de la en la salud pública y el control de enfermedades”.
Las pandemias, mantiene el divulgador científico, son un recordatorio de que el hombre no es el centro del universo: “A pesar de todos nuestros logros y nuestra enorme población creciente, si se mide en términos de organismos o biomasa, las bacterias aún dominan el planeta”. “Si los seres humanos desaparecieran de la noche a la mañana”, razona, “el mundo seguiría feliz sin nosotros. Pero si las bacterias desaparecieran, toda la vida en la Tierra se detendría rápidamente”. “Por supuesto”, remacha, “los virus no son lo mismo que las bacterias: las bacterias realmente hacen una gran cantidad de trabajo importante para nosotros y para la continuidad de la vida en la tierra. ¡Los virus no son tan útiles!”.