Nada de nada
El entusiasmo de los primeros días se ha esfumado. Normal. Lo de siempre
Llevo desde mitad de la década de los ochenta cubriendo estos acontecimientos puntuales y trascendentes (de lo segundo están convencidos los organizadores, la gente que concursa y muchos de los cronistas) llamados festivales de cine. Si yo hubiera descubierto el cine con una ingente cantidad de las películas que se proyectan en ellos, lo más probable es que lo hubiera detestado, solo habría poseído el efecto de los somníferos, por aburrido, por incomprensible, por pretencioso, por malo. Son títulos de imposible o desastroso estreno en las salas comerciales, aunque hayan recibido la oda de jugl...
Llevo desde mitad de la década de los ochenta cubriendo estos acontecimientos puntuales y trascendentes (de lo segundo están convencidos los organizadores, la gente que concursa y muchos de los cronistas) llamados festivales de cine. Si yo hubiera descubierto el cine con una ingente cantidad de las películas que se proyectan en ellos, lo más probable es que lo hubiera detestado, solo habría poseído el efecto de los somníferos, por aburrido, por incomprensible, por pretencioso, por malo. Son títulos de imposible o desastroso estreno en las salas comerciales, aunque hayan recibido la oda de juglares tan necios, impostados y absurdos como esas películas. O lo que sean. La carrera de estas empieza y termina en los festivales. O tal vez tengan alguna oportunidad en las plataformas de Internet con afanes vanguardistas. Adquiridas a precio de saldo. Bueno, que las disfruten aquellos profundos espíritus que odian lo convencional.
Esta eterna y desolada certidumbre me la provocan las cuatro últimas películas que he padecido. El entusiasmo de los primeros días se ha esfumado. Normal. Lo de siempre. Después de algunos platos sabrosos, llega nadeando la nada. Me ocurre con la grotesca, experimental (hay un plano fijo de 10 minutos retratando el impávido rostro de una mujer tirada en la hierba) y georgiana Beginning. También la lituana En la oscuridad, tedioso ejercicio sicológico y costumbrista, ambientado en la Lituania de la posguerra, con los partisanos enfrentándose a los afanes depredadores de Stalin. Y con la japonesa Any Crybabies Around?, crónica involuntariamente dadaísta de los pesares de un fulano al que destierran, por ir borracho y desnudo, de su tradicional profesión de asustaniños, y su mujer le abandona para hacerse posteriormente chica de alterne. Y dices: ¿pero qué es esto? El remate me lo otorga la argentina Nosotros nunca moriremos, que narra el viaje al pueblo de una mujer y su hijo pequeño para recoger el cadáver del mayor, un bombero que no se sabe si la ha palmado de un infarto o por sobredosis de medicamentos. Les acompaño en el sentimiento, paro es imposible que sienta el menor interés por su plomiza historia.
Como no soy completamente estúpido ni insensible, sé reconocer el talento en algunas muestras de cinematografías exóticas, con mundos y estilos narrativos en los que me cuesta mucho entrar y en los que los críticos occidentales aseguran sentirse en su salsa, o descubriendo continuamente maravillas que a mí se me escapan. Puedo quedar deslumbrado y conmovido por la película iraní Nader y Simin: una separación, y muy inquieto ante la coreana Parásitos, pero habitualmente me cuesta mucho conectar con mundos, personajes y situaciones que me resultan muy lejanos. ¿Y qué me gusta? Pues lo que considero bueno, lo que me hace sentir, soñar, temblar, comprender, divertirme, aventurarme, amar. Y, por supuesto, todo lo que me aburre o me parece inentendible, lo considero malo. ¿Es un criterio maniqueo y facilón? Seguro que sí, pero soy muy viejo y conservador para inventarme otro, para fingir, para comulgar con ruedas de molino.