El regreso de la indómita Edna St. Vincent Millay, la poeta de los locos años 20

Una nueva antología reivindica a la ganadora del premio Pulitzer en 1923, que se erigió en estandarte de la mujer moderna

La poeta Edna St. Vincent Millay en 1934 a su regreso a Estados Unidos tras una larga estancia en Europa.Bettmann (Bettmann Archive)

Edna St. Vincent Millay (Maine, 1892- Nueva York, 1950) estaba lista para vivir con intensidad los locos años veinte y lo advirtió en uno de sus versos más célebres. “Mi vela arde por ambos cabos”, arranca el cuarteto ‘Primer fruto’, publicado el mismo año en que se inauguraba la década, y tres antes de que Millay se alzara con el Premio Pulitzer de Poesía en 1923. Fue la tercera mujer en conseguirlo, pero para muchos era como si fuera la primera por su gran popularidad, y porque ella representaba algo radicalmente distinto.

A un ritmo tan frenético como el del foxtrot esta menuda pelir...

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Edna St. Vincent Millay (Maine, 1892- Nueva York, 1950) estaba lista para vivir con intensidad los locos años veinte y lo advirtió en uno de sus versos más célebres. “Mi vela arde por ambos cabos”, arranca el cuarteto ‘Primer fruto’, publicado el mismo año en que se inauguraba la década, y tres antes de que Millay se alzara con el Premio Pulitzer de Poesía en 1923. Fue la tercera mujer en conseguirlo, pero para muchos era como si fuera la primera por su gran popularidad, y porque ella representaba algo radicalmente distinto.

Liberada y talentosa, dramática y frívola, osada y fiestera, se alzó como la voz de su generación

A un ritmo tan frenético como el del foxtrot esta menuda pelirroja, liberada y talentosa, dramática y frívola, osada y fiestera, se alzó como la voz de su generación. Musa y princesa coronada en la verdadera bohemia del Greenwich Village neoyorquino, entre su larga lista de amantes y pretendientes de ambos sexos figuran desde Djuna Barnes hasta el poeta nicaragüense discípulo de Rubén Darío, Salomón de la Selva. Otro de sus muchos enamorados y gran protector —a pesar de que Millay rechazó su proposición de matrimonio—, el crítico Edmund Wilson, ya advertía en 1926 que la poeta podía “morir de éxito”. Él la ayudó a marchar a Europa proponiéndole que siguiera escribiendo desde allí para Vanity Fair.

Millay, contemporánea de Robert Frost, fue ampliamente leída y respetada, todo un fenómeno de masas cuyos dramáticos y apasionados recitales fascinaban al público. Pero ésta dotada sonetista quedó durante unas cuantas décadas relegada, como si fuera una hermana postiza de esa modernidad más abstracta y conmovedoramente despegada de T. S. Eliot y los suyos. En sus versos Millay no temía ser exuberante, desafiante y también indiferente, como las caprichosas heroínas de Scott Fitzgerald: “Amor terminaré por olvidarte”, escribe. “Si me encandilas con tu mejor mentira, / responderé con la promesa más hermosa”.

La recuperación de Millay empezó en EE UU en 1992 al celebrarse el centenario de su nacimiento, y no se ha detenido desde entonces. Ahora, la edición bilingüe Edna St. Vincent Millay. Antología poética, publicada por Lumen en una edición compilada y traducida por Ana Mata Buil, se suma al volumen Un palacio en la arena, reunido y traducido por Andrés Catalán en Harpo Libros hace dos años, y a otra selección en catalán de Marcel Riera que salió en Quaderns Crema.

En sus versos no temía ser exuberante, desafiante y también indiferente, como las caprichosas heroínas de Scott Fitzgerald

Como apunta Buil en las notas del prólogo, la reivindicación de Millay ha rescatado su contribución al feminismo de principios del siglo XX y ha puesto en valor su “modernismo sentimental”, subrayando la relación de sus versos con los de sus coetáneos. “Su poesía era muy personal, directa y poco complicada; en ocasiones se implicó en causas sociales y políticas de tendencia progresista; llevaba una vida de mujer libre que no escondía”, escribe Bui.

El frecuente uso de la primera persona llevó a muchos a pensar que sus versos eran confesiones. “Si hablamos sin tapujos, como ahora se me antoja, / ¿qué puedo ser salvo ramera y monja?”, reza su poema ‘La mujer que cantaba en la linde del bosque’. Su agitada vida contribuyó a que su biografía pesara más que su obra. La imagen de “poeta desatada, bisexual y aventurera, y adicta a la morfina” acabó por ocultar sus versos y la capacidad que tenía “de trasladar, a través de lo mundano, el dolor de una ruptura a un soneto”, como apunta la ensayista Kate Bolick.

La poeta venía de una familia de valientes mujeres. Su madre, a quien ella menciona en sus versos y que siempre alimentó sus inquietudes artísticas, se divorció del frívolo Henry Millay y sacó adelante a sus tres hijas, trabajando como enfermera. Edna llevaba por segundo nombre el del hospital donde nació, y aunque sus primeras incursiones en el arte iban dirigidas a la música acabó volcada en la literatura. Publicó sus primeros poemas en 1906 en revista juveniles y logró formarse en las universidades de Vassar y Barnard. Con su primer libro en 1917 arrancó su fulminante ascenso. Además de poesía escribió teatro y una serie de relatos sobre la bohemia del West Village que publicó con el pseudónimo Nancy Boyd.

Tras sus años en Europa, de vuelta en EE UU se casó con Eugen Jan Boissevain, un holandés heredero de un magnate de la prensa y viudo de una feminista, con quien se trasladó al campo y siempre mantuvo una relación abierta. En un accidente de tráfico la poeta se despeñó por un barranco y eso le dejó secuelas, dolores y la adicción a la morfina. Cuando Hitler avanzaba con sus tropas, abandonó el pacifismo y escribió versos propagandísticos.

Nancy Mitford señala en su biografía de Millay que ella encarnó el estandarte de la moderna New Woman (nueva mujer). Despojada de cualquier corsé, apuraba con descaro la vida. Calificada de “moderna entre los modernos”, no han faltado quienes la señalan como una posmoderna avant la lettre que usaba la representación y el espectáculo, defendía sin tapujos la bisexualidad, y coqueteaba con el travestismo, usando a veces su segundo nombre, Vincent.

Como escribió en el cuarteto 'Primer Fruto’ su vela, esa que ardía por ambos cabos, no duraría la noche entera pero convengamos con Millay: “¡Qué luz tan preciosa da!”.

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