Espacios abiertos para jinetes en la tormenta
Llevo dos días viendo westerns, ese género del Oeste que muchos espectadores consideran indispensable para quedarse fritos en el sofá después de comer
Léo Ferré asegura que el silencio nunca telefonea. Como certidumbre poética es original, pero afortunadamente, en estos tiempos terroríficos, el teléfono es un transmisor de vida, compañía, miedo, solidaridad, rellena huecos emocionales, te recuerda que ningún ser humano es un isla, aunque mucha gente sola se sienta como Robinson Crusoe y sepa que nunca encontrará las huellas en la arena de Viernes mientras que impere el aislamiento, y si este se acaba es probable que la mayoría de los perros sin collar sigan más perdidos y solitarios que la una. Gracias al teléfono, también puede estallar la ...
Léo Ferré asegura que el silencio nunca telefonea. Como certidumbre poética es original, pero afortunadamente, en estos tiempos terroríficos, el teléfono es un transmisor de vida, compañía, miedo, solidaridad, rellena huecos emocionales, te recuerda que ningún ser humano es un isla, aunque mucha gente sola se sienta como Robinson Crusoe y sepa que nunca encontrará las huellas en la arena de Viernes mientras que impere el aislamiento, y si este se acaba es probable que la mayoría de los perros sin collar sigan más perdidos y solitarios que la una. Gracias al teléfono, también puede estallar la bendita risa, lo más terapéutico.
En mi caso, careciendo de esos instrumentos tecnológicos que te conectan permanentemente con el universo, te saturan con información puntual y machacona sobre el temible y devastado estado de las cosas, y habiendo poseído uno excesiva capacidad de adicción a todo tipo de vicios, me niego al enfermizo y perpetuo enganche con las noticias que sin prisas y sin pausas vomitan las televisiones.
Prefiero ver ficciones terroríficas como Los pájaros y Psicosis a que me bombardeen sin tregua desde la tele sobre lo que está ocurriendo en el mundo real. O sea, información la justa o la mínima sobre la imparable evolución del monstruo. Con salir a aplaudir emocionado a la terraza a las ocho de la tarde a los guerreros forzados y admirables que están combatiendo al mal, otorgando grandeza al concepto de la profesionalidad, me siento lo suficientemente confortado. Otra parte del tiempo la dedico a seguir las instrucciones de aquel sabio poema que decía: “Guarda con celo tus mejores recuerdos y si llegas a viejo, que te sirvan”. También está a punto de saltar la lágrima con el SMS que me envía una vieja amiga a mi casi agonizante Nokia. Es un poema de Mario Benedetti. Dice así: “No te rindas, por favor, no cedas. Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento. Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque cada día es un comienzo nuevo. Porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no estás solo. Porque yo te quiero”.
Y hablando de sueños, qué placer tan impagable cerrar los ojos y poder dormir durante infinitas horas. Hasta el momento, mis eternos somníferos siguen funcionando. Pero gente querida me cuenta a través del teléfono que están recibiendo la pegajosa, siniestra e intolerable visita del insomnio, algo que puede quebrar la resistencia más heroica. Y me cuesta demasiado esfuerzo concentrarme en la lectura. Y el equipo de música no funciona. Pero lo que no me falla, como siempre, es la revisión de películas que adoro. Constato que gran parte de ellas no figuran en las listas de los críticos sobre las mejores de la historia del cine. No me he engañado jamás en mis gustos. Como para hacerlo ahora, ante la amenaza del Apocalipsis.
Llevo dos días viendo westerns, ese género del Oeste que muchos espectadores consideran indispensable para quedarse fritos en el sofá después de comer. Supongo que tengo necesidad de espacios abiertos, de grandes horizontes, de jinetes en el amanecer o en la tormenta, de conversaciones nocturnas al lado de la hoguera en la que se dicen cosas que siempre se acallaban, historias épicas o de supervivencia, lirismo transparente o subterráneo. Vuelvo, cómo no, al plano final de Centauros del desierto, con ese Wayne tostándose bajo el sol del desierto, mudo y cercano en su gesto a la desolación, sin ya nada que hacer ni que sentir después de haber pasado gran parte de su obsesiva existencia buscando a la niña que raptaron los apaches, sabiendo que ya nada le espera, viendo cómo se cierra la última puerta y que, como el viejo caballero del que hablaba Allan Poe, ha terminado su inútil búsqueda del Dorado. O escuchando en La balada de Cable Hogue esta conversación entre el resistente Hogue y el taimado reverendo Joshua Douglas Sloan , después que la maravillosa puta Hildy se haya largado al amanecer hacia el Este para encontrar un marido rico. Dice Cable: “Por muchas mujeres que hayas conocido en tu vida, alguna vez llega una que te toca en lo más hondo”. El reverendo le responde: “Bueno, no es grave, Cable, supongo que se pasa con la muerte”.
Y acabo el día con este diálogo entre Lancaster y Palance en Los profesionales. Heridos ambos, antiguos amigos y ahora rivales, en medio de un desfiladero: “Cuando la revolución acaba, entierran a los muertos y los políticos empiezan a conjurar. Solo ha sido otra causa perdida. La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una causa pura, pero todos los amores tienen un enemigo temible: el tiempo. La revolución nunca fue una diosa, nunca fue virgen, siempre fue una puta. Pero sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos marchamos porque nos desengañamos, regresamos porque nos sentimos perdidos, morimos porque es inevitable”.