La ciudad vaccea de los 100.000 muertos que agoniza
Cuarenta años de investigación permiten recuperar una mínima parte del enorme asentamiento céltico de Padilla de Duero que, con un casco urbano tres veces mayor que Numancia, se enfrenta a graves problemas de financiación
En la plaza mayor de Padilla de Duero —un pequeño pueblo vallisoletano de apenas 40 habitantes— se levanta una modesta y antigua nave agrícola acondicionada con salas, laboratorio y almacenes, donde se guarda un espectacular tesoro: más de 30.000 piezas de cerámica y metal que atestiguan la vida desarrollada durante cuatro siglos (del siglo V a. C. al I a. C.) en Pintia, una ciudad prerromana de 125 hectáreas, con un casco urbano de 27, tres veces mayor que ...
En la plaza mayor de Padilla de Duero —un pequeño pueblo vallisoletano de apenas 40 habitantes— se levanta una modesta y antigua nave agrícola acondicionada con salas, laboratorio y almacenes, donde se guarda un espectacular tesoro: más de 30.000 piezas de cerámica y metal que atestiguan la vida desarrollada durante cuatro siglos (del siglo V a. C. al I a. C.) en Pintia, una ciudad prerromana de 125 hectáreas, con un casco urbano de 27, tres veces mayor que Numancia (ocho hectáreas). Allí también se encontraron tres tesorillos de oro que se depositaron en el Museo de Valladolid en los años ochenta del siglo pasado. Todo fue fabricado por los vacceos, una cultura céltica que no pudo resistir las acometidas de las legiones romanas en el siglo I a. C., y eso que Pintia era un asentamiento protegido con muralla y triple foso exterior, además de la barrera natural del Duero.
Las cuatro décadas de investigación de la zona —se calcula que hay un millón de metros cúbicos de material arqueológico— se han plasmado en el estudio Pintia y los vacceos a cuarenta años vistas (1979-2019) desde la Universidad de Valladolid. Un repaso que viene a demostrar la falta de fondos para encarar la investigación de este inmenso yacimiento. Las espectaculares restauraciones de parte de las piezas —fíbulas o hebillas de hace 2.400 años parecen recién fabricadas— responden más al fruto de un trabajo desinteresado que a un plan con apoyo institucional. El presupuesto anual de la excavación es de unos 80.000 euros, aportados en su mayor parte por las bodegas Vega Sicilia, la Denominación de Origen de Ribera de Duero, la Universidad de Valladolid, la Diputación de Valladolid y el Gobierno de Castilla y León. Carlos Sanz, profesor de Prehistoria de la Universidad de Valladolid y director del Proyecto Pintia, lo explica: “No es suficiente. En el laboratorio necesitaríamos tres personas fijas, y solo tenemos estudiantes y expertos que trabajan de forma desinteresada en verano. No podemos avanzar mucho más”.
Hoy en día, la antigua ciudad vaccea es una zona arqueológica visitable que deja entrever parte de un cementerio de seis hectáreas en las que fueron inhumadas más de 100.000 personas en los cuatro siglos que este pueblo ocupó el asentamiento. Ya en 1867, el alcalde de Padilla fue el primero en preguntarse a qué correspondía que aflorasen tal cantidad de huesos en los campos. Los vecinos los machacaban —lo que ellos denominaban “huesos de mina”— para convertirlos en abono. Una comisión científica en 1870 determinó que eran de “época celtíbera o romana”.
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Sin embargo, no fue hasta 1979 cuando la Universidad de Valladolid acometió los primeros sondeos de urgencia. En 1984, durante la concentración parcelaria, los tractores entraron en esta enorme planicie propicia para los viñedos que dan fama a la comarca. Pronto enormes piedras comenzaron a emerger: eran las estelas con las que sellaban las tumbas los vacceos.
En febrero de 1990, fueron expoliados un número impreciso de enterramientos pero se localizaron 1.012 hoyos practicados por los saqueadores, que usaron para transportar los restos cinco furgonetas. Nunca se recuperaron los objetos, aunque algunos aparecieron en una casa de subastas de Múnich (Alemania), la misma que vendió una veintena de cascos celtíberos expoliados en Aranda de Moncayo (Zaragoza) en los años ochenta, de los cuales se han devuelto siete a España recientemente.
La ciudad llegó a albergar entre 5.000 y 7.000 personas en su máximo apogeo. Para evitar posibles incendios, su industria se levantó al otro lado del río, en lo que se conoce como Carraleceña. Los vacceos hacían asombrosas cerámicas. Sus piezas —a mano o a torno— no superaban los pocos milímetros de grosor, como si fuesen de porcelana. Elaboraban copas, urnas, sonajeros, juguetes, canicas que adornaban con óxidos de hierro y manganeso. Pero también fabricaban cuchillos, arreos para los caballos, vainas de puñal, pinzas de depilar, navajas de afeitar, tijeras o joyas con torques, brazaletes espiraliformes, zarcillos… Cada uno de los fallecidos era enterrado con su ajuar. Una joven de 14 años, por ejemplo, fue inhumada con 114 objetos: de juguetes a recipientes para los óleos. En cambio, cuando eran guerreros muertos en combate, sus cuerpos no eran incinerados, sino entregados a los buitres para que sus almas volasen hacia las divinidades. Incluso se ha hallado una daga damasquinada en plata y cobre del tipo Monte Bernorio. Se han abierto, de momento, solo 320 tumbas (en 2.000 metros cuadrados de superficie).
Las murallas de Pintia tenían una longitud de unos 1,2 kilómetros. Se alzaban a unos siete metros de altura. Eran de adobe pero forradas con sillares y defendidas por tres fosos de agua —padilla en castellano antiguo significaba ciénaga, ya que la zona era pantanosa— y rellenados con maderas en punta y espinos contra los enemigos. Los investigadores han encontrado restos de algunos de los troncos.
Pintia se organizaba en manzanas regulares, con viales rectilíneos. La estructura de las viviendas se hacía en madera, pero las paredes se levantaban en adobe. Las casas contaban con tres ambientes y ocupaban unos 30 metros cuadrados, aunque también las había de 100 metros, “lo que expresa las diferencias sociales existentes, algo que se nota en los diferentes enterramientos de la necrópolis con las características personales de cada fallecido”, señala Elvira Rodríguez, arqueóloga del proyecto.
De hecho, el hallazgo de la tumba número 84 permitió recuperar un recipiente crateriforme para el vino, junto con el cuarto trasero de un lechón y dos saleritos zoomorfos. “Eso expresa la honda raigambre de algunas costumbres en la Ribera vallisoletana que se mantienen hoy en día”, bromea Carlos Sanz. Será por eso que las bodegas de la zona ponen más dinero para las excavaciones que las administraciones competentes.
En memoria de los célticos
La ciudad vaccea —ocupada posteriormente por romanos y visigodos— se mantuvo habitada hasta la invasión musulmana de 711, momento en que fue destruida. Los restos incinerados de los célticos que se han extraído se introducirán en unos envases herméticos para colocarlos en un columbario construido junto a la necrópolis. En el lugar exacto que ocupaban originalmente sus restos se plantan cipreses. “Volverán así a la tierra que les pertenece. Porque no morimos del todo mientras alguien nos mantiene en su recuerdo”, dice Carlos Sanz, algo que los vecinos han aprendido porque colocan pequeñas placas cerámicas en el cementerio vacceo rememorando a sus seres queridos. Incluso un escritor ha pedido ser enterrado allí. El equipo arqueológico apoya estos actos porque “implica más a la población y no daña en absoluto el yacimiento”. “Nos parece un gesto bellísimo”, señala Sanz.
La riqueza arqueológica de los vacceos no basta, sin embargo, para revitalizar el pueblo. El único bar de Padilla acaba de cerrar porque su dueño se ha jubilado. No hay nadie dispuesto a reabrirlo, ya que faltan visitantes que lo hagan rentable. El viento, mientras se realizaba este reportaje, tiró uno de los pocos carteles que anunciaba la ciudad vaccea. “Pues a ver cómo lo arreglo, porque no tenemos otro”, dice Sanz, el estudioso que ha comprado parcelas para evitar su saqueo, que luego cede a los agricultores.