Amnesia y perdón

La política española de los últimos años: un concurso de señores que aparcan frente a su bar favorito y llaman a la policía para denunciar que se lo han robado

MIGUEL ÁNGEL CAMPRUBÍ

Lo mejor del verano es la primavera, del mismo modo que lo mejor de agosto es julio y de julio, junio. Lo mejor de septiembre, sin duda, es agosto. Eso no quiere decir que cualquier tiempo pasado sea mejor, sino que las expectativas siempre se nos van de las manos.

Elisardo Bastiaga, por ejemplo. Cada día con él era mejor, o sea peor. La policía llamó a su casa con estrépito la mañana del martes. Fue a abrir su padre, un señor alto cargo retirado de la Xunta de Galicia, de donde nunca termina por retirarse nadie del todo. Resulta que había aparecido el coche cuya denuncia por robo trami...

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Lo mejor del verano es la primavera, del mismo modo que lo mejor de agosto es julio y de julio, junio. Lo mejor de septiembre, sin duda, es agosto. Eso no quiere decir que cualquier tiempo pasado sea mejor, sino que las expectativas siempre se nos van de las manos.

Elisardo Bastiaga, por ejemplo. Cada día con él era mejor, o sea peor. La policía llamó a su casa con estrépito la mañana del martes. Fue a abrir su padre, un señor alto cargo retirado de la Xunta de Galicia, de donde nunca termina por retirarse nadie del todo. Resulta que había aparecido el coche cuya denuncia por robo tramitaron los Bastiaga un día de plagas. Con tan buena suerte que el coche estaba intacto, pese a estar las puertas sin bloquear; tampoco apareció revuelto ni con más señales sospechosas que la de estar aparcado enfrente del bar favorito de Elisardo y de oler a copas de ginebra con tónica y un puntito, apenas un matiz, de lima. Eso dijo el agente después bautizado, cuando Bastiaga y yo nos quedamos a solas, como patrullero Mancuso.

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Los dos Bastiagas, el padre y el hijo, fueron a hacer un “reconocimiento facial” del coche, eso dijo pomposamente Elisardo. Nuestro Mancuso trataba el caso como si fuese el asesinato de Laura Palmer. El coche que un borracho, Bastiaga, no recordaba haber usado una noche, y del que su padre había denunciado el robo, llevó a comisaría a media plantilla de la Policia Local. Querían ver, presumo, la reacción de mi amigo al ver el cuerpo del falso delito. Como si a él no se le diesen bien las falsedades.

—Es un robo raro —dijo Mancuso poniéndole comillas a la fonética de ‘raro’, algo que yo no había visto en mi vida, pero lo consiguió. —No se ha forzado nada, nadie ha revuelto nada, no se lo han llevado, huele un poco a alcohol. Es el robo más extraño de la historia: lo han sacado de un lugar infame y lo han dejado en el mejor sitio del pueblo, un perfecto aparcamiento en batería en el centro que, sin duda, ha tenido que ser ejecutado por un experto. En comisaría estamos realmente emocionados. Los bateristas son nuestros más preciados ídolos; vamos a encontrar al ladrón aunque sólo sea para que nos firme un autógrafo.

Bastiaga, que como buen asesor socialista no hablaba nunca de política, me relacionó en privado su amnesia con su trabajo: en política, después de hacer ciertas cosas, es imprescindible olvidarlas y achacárselas a otro, o denunciarlas directamente. Así ha funcionado, dijo, la política española de los últimos años: un concurso de señores que aparcan frente a su bar favorito y llaman a la policía para denunciar que se lo han robado. Le di la razón, claro, pero después le pregunté qué le había parecido la jugada a su padre, que eso también es mucho de la política moderna: qué opinión tiene de la trampa el electorado.

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