“Trato de practicar una orfandad luminosa, que no sea siniestra”

Sergi Pamiès lanza en 'El arte de llevar gabardina' (Anagrama) un eco desgarrado de todas las voces que tiene en su cabeza

El periodista y escritor Sergi Pàmies, en el Hotel de las Letras en Madrid.Jaime Villanueva

Mientras lees a Sergi Pàmies (París, 59 años), escuchas a sus padres, Teresa Pàmies, Gregorio López Raimundo, exiliados comunistas. Y escuchas a Manuel Vázquez Montalbán, su maestro, o a Jorge Semprún. “En el periodo más convulso de mi adolescencia”, cuenta en su último libro, “fantaseé con la posibilidad de ser hijo de Jorge Semprún”. El libro es El arte de llevar gabardina (Anagrama). Un eco desgarrado de todas las voces que tiene en su cabeza. Ese capítulo sobre Semprún marca su historia como una cicatriz.

Pregunta. Es un libro de buen humor y sana melancolí...

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Mientras lees a Sergi Pàmies (París, 59 años), escuchas a sus padres, Teresa Pàmies, Gregorio López Raimundo, exiliados comunistas. Y escuchas a Manuel Vázquez Montalbán, su maestro, o a Jorge Semprún. “En el periodo más convulso de mi adolescencia”, cuenta en su último libro, “fantaseé con la posibilidad de ser hijo de Jorge Semprún”. El libro es El arte de llevar gabardina (Anagrama). Un eco desgarrado de todas las voces que tiene en su cabeza. Ese capítulo sobre Semprún marca su historia como una cicatriz.

Pregunta. Es un libro de buen humor y sana melancolía.

Respuesta. En los dos o tres últimos libros me preparaba para el final del amor y para la desaparición de mis padres. Ahora ya no es duelo, es asunción del legado. El libro va de esas ausencias.

P. En algún momento usted es el padre y la madre que tuvo.

R. Sí, claro. No renuncio a la ficción, me agarro a esa libertad para hacer biografía. Vila-Matas dice: “Cuanto más autobiográfico es, más ficción hace”. Hasta este libro no he tenido todos los elementos para hacerlo con libertad.

P. Su madre, Teresa Pàmies, escritora, decía que cualquier cosa es susceptible de ser literatura.

R. Siempre escribió de lo que le pasaba sabiendo que lo malo y lo bueno acabarían asomando.

P. Dice que había fracasado más que todos sus hijos juntos...

R. Tuvo una vida muy intensa. A los 17 asume una militancia política en plena guerra, vive el exilio, tiene aventuras sentimentales potentes, hijos en distintos países y circunstancias. Esa intensidad ha influido en que yo haya procurado que mi vida y la de mis hijos sea extraordinariamente normal. Todo lo que no nos pasó a nosotros, cuatro hermanos nacidos en países y circunstancias distintas. A mí me tocó lo mejor, París, 1960. El mejor exilio.

P. Relativiza los dramas.

R. Eso viene de un encargo que me hizo Álex Martínez Roig para EPS. Un número sobre el exilio les había quedado “triste y dramático”, y él sabía que yo había tenido “un exilio fabuloso”. He tenido el privilegio de desdramatizar el exilio. Sé que no es políticamente correcto...

P. Escribe como su madre, sin otro propósito que el de recordar.

R. Mi madre siempre escribió para salvar el mundo. Tenía unos ideales y escribía como desde un púlpito. Para bien o mal, yo no tengo ese púlpito.

P. ¿Cómo fantaseó con la posibilidad de ser hijo de Semprún?

R. Yo tenía 16 años cuando publica su Autobiografía de Federico Sánchez. Mi padre llevaba unos meses viviendo en casa después de años de clandestinidad y yo estaba en esa fase adolescente de negación y asesinato del padre.

P. Solo para herirlo…

R. Sí, los Pàmies nunca somos demasiado peligrosos… Esa circunstancia nunca la había revisado ni literaria ni personalmente. En su libro Semprún es muy duro, incluso cruel, con mi padre, que fue la última persona que estuvo con Semprún la noche antes de que lo expulsaran del PCE. Estuvo encargado de comerle el coco para ver si conseguía que no se convirtieran en unos cabezas de chorlito, como decía Dolores Ibarruri. En esa discusión mi padre representa la sinrazón organizada del partido, y Semprún y Claudín representan la brillantez para imaginar una realidad más libre. Cuarenta años después yo no habría hecho bien mi trabajo si no hubiera aprovechado para hacer un cuento sobre esto. Es el menos triste del libro. Así como cuando rememoro el amor o la enfermedad de mis padres sí hay un elemento de dolor, en este capítulo no lo hay. Casi te diría que me fustigo por lo imbécil que era de adolescente. En mi casa mi madre era pro Semprún, era su amiga personal y creo que de algún modo lo utilizaba como material inflamable matrimonial. Y yo era un chaval creído, imbécil y arrogante, que se arrogaba el derecho a decirle a su padre, con el que vivía con normalidad por primera vez, lo que tenía que hacer y si era o no un buen comunista.

P. Escribe: “Sin rencor, pues, me fui distanciando de Semprún al mismo tiempo que iniciaba una lenta pero perseverante recuperación de mi padre”.

R. Como fue muy lento no me di cuenta de que me lo iba encontrando. Creo que una de las cosas buenas que tuvo la legalización del PCE y aquellos años que ahora atacan de la Transición es que por fin pudimos vivir durante cierto tiempo de un modo normal. Y lo normal es que, si no hay algún motivo inconfesable, con tu padre estés bien. Es lo que ocurrió. Nos hicimos personas normales.

P. ¿Y ahora cómo es?

R. Yo ahora soy huérfano, trato de practicar una orfandad luminosa, no me gusta que sea siniestra ni rencorosa. Estoy aprendiendo a gestionar ese legado sin traicionarlos a ellos ni a mí.

P. ¿A qué huele la infancia?

R. A los churros que hacía mi madre una vez al año para acordarse de que era española. Era el único momento en el que mi madre exiliada podía comunicarse con sus vecinos. Un olor de un día al año, ese es el olor de mi infancia.

P. ¿Cómo diríamos que es ahora su nombre completo?

R. Oficialmente, Sergi Pàmies i Beltrán. Y en algún recóndito rincón del Registro Civil consta que soy hijo de Gregorio López Raimundo y que por unas horas me llamé Sergio López Pamies. Pero yo ya tenía 20 años; mantener esa anormalidad en los apellidos me parece una forma de preservar la cicatriz de la historia.

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