Cuando los cómics eran más peligrosos que el nazismo

Un ensayo analiza la persecución a los tebeos en EE UU a mediados del siglo XX

Una página del cómic de 1952 'Teen-Age Dope Slaves'.

A mediados de los cuarenta, los tebeos de 32 páginas con grapa, conocidos como comic-books, eran la forma de entretenimiento más popular en Estados Unidos. Sus ventas rondaban entre los 80 y 100 millones de copias semanales y lo habitual era que cada ejemplar pasase por seis o 10 lectores. Llegaban a más público que el cine, la radio o ese nuevo medio: la televisión.

Las buenas ventas permitieron desarrollar una floreciente industria que empleaba a más de un millar de profesionales. También fue notable la amplísima variedad de temas: hazañas bélicas, crímenes truculentos, narra...

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A mediados de los cuarenta, los tebeos de 32 páginas con grapa, conocidos como comic-books, eran la forma de entretenimiento más popular en Estados Unidos. Sus ventas rondaban entre los 80 y 100 millones de copias semanales y lo habitual era que cada ejemplar pasase por seis o 10 lectores. Llegaban a más público que el cine, la radio o ese nuevo medio: la televisión.

Las buenas ventas permitieron desarrollar una floreciente industria que empleaba a más de un millar de profesionales. También fue notable la amplísima variedad de temas: hazañas bélicas, crímenes truculentos, narraciones gore, amor adolescente con toques de erotismo, historias de la mafia, venganzas por despecho, aventuras exóticas, sin olvidar el abuso de drogas. Un catálogo que pronto llamó la atención de los salvadores de la moral.

La persecución a la industria de los cómics y sus consecuencias han sido investigadas por David Hajdu, profesor de la Universidad de Columbia, en La plaga de los cómics, publicado por Es Pop en dos ediciones: una convencional y otra en la que se incluye un volumen con más de cuatrocientas cubiertas de tebeos. “Es difícil comprender la cultura estadounidense. Por un lado, promueve la libertad creativa. Por otro, la ataca en nombre de la virtud puritana. La polémica sobre los cómics a mediados del siglo XX es un buen ejemplo”, explica el autor.

Hogueras públicas

El psiquiatra estadounidense Fredric Wertham llegó a afirmar en su ensayo La seducción de los inocentes que, “comparado con la industria del cómic, Hitler era un principiante”. Sin embargo, los métodos de Wertham y sus seguidores no se diferenciaban demasiado a los empleados por el Tercer Reich. Como explica Hajdu, “algunos grupos religiosos organizaron protestas públicas en las que se recogían cómics que posteriormente eran quemados en hogueras. Igual que los nazis y, además, en el mismo periodo histórico”.

Además de amedrentar a la población y a los dibujantes, los grupos religiosos promovieron la creación de leyes que restringían la compraventa de cómics independientemente de la edad de los destinatarios. Hacia 1950 en EE UU había más de medio centenar de normas que limitaban la venta de esos títulos. Unas leyes que no solo afectaban a los tebeos de contenido más escabroso y violento, sino también a los de superhéroes, por considerar que contenían “valores estéticos y culturales contrarios a los de la cultura dominante porque sus protagonistas eran indisciplinados, inadaptados y marginados”, relata Hajdu.

Para resistir el embate, el mundo del cómic decidió organizarse. A diferencia de lo que había hecho Random House, que apeló a la libertad de expresión y creación para defender la publicación del Ulises de Joyce, los empresarios del tebeo optaron por la autorregulación. “Fundaron la Comics Code Authority (CCA) creyendo que una autocensura sería menos destructiva. Sin embargo, fue probablemente más restrictiva que la que hubiera impuesto el Gobierno”, analiza el investigador.

La CCA estuvo vigente hasta finales del siglo XX aunque, para entonces, su influencia era muy residual. Nada comparado con su época dorada, en la que muchos distribuidores se negaban a aceptar todo cómic que no contase con su sello impreso en la portada. De hecho, fue ese detalle el que hizo que surgiera en los años sesenta el cómic underground, cuyos autores nunca hubieran recibido el sello de aprobación. Como aclara Hajdu, “para ellos, el código era básicamente un manual de instrucciones: lo utilizaban para hacer totalmente lo contrario de lo que decía”.

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