Los ‘chalecos amarillos’ exigen al sector cultural que les ayude

El mundo de las artes se resiste a dar su respaldo porque el 42% de los que protestan admite apoyar a Marine Le Pen

Manifestación de 'chalecos amarillos' en París el pasado día 13. MICHEL EULER (GTRES)

La crisis social que Francia ha vivido este otoño es también, o sobre todo, una crisis cultural. La protagonizan segmentos de la población que residen en geografías distintas, que tienen hábitos de consumo diferentes y que cuentan con un acceso a la educación a varias velocidades. Quienes se sienten víctimas de esa segregación invisible, aunque con efectos muy claros en la vida diaria, ya no solo protestan en las rotondas. Han trasladado su lucha al sector cultural, como demuestran dos escenas presenciadas en los últimos días.

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La crisis social que Francia ha vivido este otoño es también, o sobre todo, una crisis cultural. La protagonizan segmentos de la población que residen en geografías distintas, que tienen hábitos de consumo diferentes y que cuentan con un acceso a la educación a varias velocidades. Quienes se sienten víctimas de esa segregación invisible, aunque con efectos muy claros en la vida diaria, ya no solo protestan en las rotondas. Han trasladado su lucha al sector cultural, como demuestran dos escenas presenciadas en los últimos días.

La primera tuvo lugar el viernes pasado en las afueras de Besançon, en el deprimido extremo este del país, donde un grupo de chalecos amarillos se enfrentó al actor Franck Dubosc en el exterior de la sala donde iba a representar su nuevo espectáculo cómico. Acudieron a pedirle “un gesto de los artistas”: la creación de “un fondo común” que les ayude a sufragar las multas recibidas por miembros del movimiento durante las protestas de las últimas semanas. “Queremos un compromiso”, le exigieron. Dubosc había apoyado a los chalecos amarillos en un primer momento, antes de tomar distancia frente a la deriva violenta de su movilización. El actor les escuchó con una sonrisa y dijo tener conciencia de la gravedad de su situación, pese a ser “un privilegiado”. Pero luego no se mojó. “Es difícil dar dinero a todo el mundo”, respondió. “Nuestro oficio no es la política. Yo soy un payaso”.

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El domingo por la noche, un segundo suceso tuvo lugar en París, donde entre 200 y 300 inmigrantes sin papeles intentaron acceder a la sede de la Comédie Française, el gran teatro público fundado en 1680 en el centro de la capital, durante la representación de una obra de Victor Hugo. Si se presentaron a ese templo de la alta cultura fue para pedirle al administrador del teatro, Éric Ruf, que les ayudara a regularizar su situación. “Que contacte con su ministerio de tutela para obtener una cita con Christophe Castaner, el ministro de Interior. Nuestro objetivo: papeles y viviendas para todos y todas los ocupantes”, expresaba el comunicado difundido por el colectivo que organizó la protesta, La Chapelle Debout, así llamado por el barrio del norte de París donde se concentran muchos migrantes. La policía antidisturbios no tardó en desalojarlos con gases lacrimógenos.

¿Por qué piden cuentas los excluidos al sector cultural? Tal vez porque no entienden el silencio de un colectivo que, en el pasado, nunca dudó en defender a los desfavorecidos. La diferencia, esta vez, es que los manifestantes no pertenecen necesariamente a su misma familia política (el 42% de los chalecos amarillos apoyan al Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, según un sondeo Elabe publicado a comienzos de este mes). “Estoy impactada por el silencio y la cautela de los artistas e intelectuales, que desconfían de ellos y los menosprecian”, expresó la escritora Annie Ernaux, autora de libros como Los años o el reciente Memoria de chica, al semanario Télérama. “Lo que les desconcierta es que este movimiento de reivindicación no surge de la población parisina, cultivada, enterada y politizada, con convicciones de izquierda”, añadió Ernaux, una de las pocas que defendió al movimiento desde la primera semana.

Los chalecos amarillos han contado con escasos apoyos en el mundo de la cultura, exceptuando a una minoría de ídolos populares, como la actriz Brigitte Bardot, conocida por sus filias ultraderechistas, pero también el cantante Michel Polnareff o el músico Jean-Michel Jarre. En el otro extremo del espectro, han contado con la ayuda de algunos escritores en la órbita de Pierre Bourdieu, cuyas tesis sobre la desigualdad social siguen empapando el clima intelectual de la Francia de hoy.

El principal es Édouard Louis, el jovencísimo escritor convertido en fenómeno internacional gracias al relato autobiográfico Para acabar con Eddy Bellegueule, que se ha significado repetidamente por los chalecos amarillos, frente a la incomprensión y las críticas de muchos. “Crecí en una familia de siete y teníamos que vivir con 700 euros al mes. Cinco niños y dos adultos. Tal vez debes venir de ese mundo para reconocerlo”, dijo a The New Yorker. “A la hora de votar, gente como mi padre y mi madre dudaban entre la extrema derecha y la izquierda. Nunca por los partidos de derecha clásica, porque eran el símbolo de la burguesía dominante”. En ese espacio entre campos ideológicos opuestos se sitúa esta insurrección.

Otra voz de apoyo ha sido la del director Stéphane Brizé, responsable de películas como La ley del mercado o la reciente En guerre, que vaticinó el conflicto entre clases sociales que se ha acabado produciendo. “Yo vengo de ese mundo, al que se obliga a callarse y a contentarse con lo que tiene. Es decir, con las migas del neoliberalismo. Ese mundo está diciendo hoy, en la calle, que ya no puede más”, explica Brizé.

La pregunta es si el propio sistema cultural francés, con una oferta polarizada entre un elitismo extremo y el mero entretenimiento con poca altura de miras, no es corresponsable de esta fractura. Francia se gasta 14.000 millones anuales en la promoción de la cultura, si sumamos el presupuesto del Gobierno francés y el de las administraciones locales, pero gran parte de la población se siente totalmente desconectada de esa cultura institucional.

En la Francia de los ochenta, las políticas de mediación cultural popularizaron el término de publics empêchés (“público impedido”) para designar a quienes no tenían acceso a ella: los enfermos y pacientes hospitalizados, las personas con discapacidad o los presos, entre otros grupos. Hoy la etiqueta también se usa para designar a los excluidos por esa oferta oficial. “Que esos dos mundos culturales se ignoran es algo que sabemos desde hace lustros, pero con los chalecos amarillos esa brecha ha salido a la luz”, rezaba hace unos días un editorial de Le Monde.

Emmanuel Macron se guarda un as en la manga: el nuevo pase cultural que regalará 500 euros a cada joven francés de 18 años para que se los gaste en productos o actividades culturales. La iniciativa, que tiene un presupuesto anual de más de 400 millones de euros, se empezará a experimentar en febrero de 2019 en cinco departamentos franceses. Aunque muchos ya dudan de su efectividad: la medida está inspirada en la que puso en marcha Matteo Renzi en Italia con abundantes problemas, como el mercado negro que originó o el hecho de que un 40% del medio millón de jóvenes que tenían derecho a él ni siquiera lo fueron a recoger. La crisis social que Francia ha vivido es también, o sobre todo, una crisis europea.

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