Columna

Generación del 27, celos, confusión e inquina

Juan Ramón Jiménez tenía un orgullo literario fuera de toda medida

El poeta Rafael Alberti y la escritora María Teresa León, en una imagen tomada en torno a 1931. EFE (EL PAÍS)

La Gaceta Literaria inició su publicación el 1 de enero de 1927 y se extinguió en mayo de 1932. Durante cinco años aglutinó a todos los escritores de la época en plena confusión ideológica. La dirigía Ernesto Giménez Caballero, vestido con mono azul eléctrico de tipógrafo vanguardista o de gris humo con cremalleras de plata, como inspector de alcantarillas. Según cuenta su director: “Algunos llegaron allí saludando con el brazo en alto y la mano abierta, como Alberti y César Arconada, y salieron con el puño cerrado. Creo que Albert...

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La Gaceta Literaria inició su publicación el 1 de enero de 1927 y se extinguió en mayo de 1932. Durante cinco años aglutinó a todos los escritores de la época en plena confusión ideológica. La dirigía Ernesto Giménez Caballero, vestido con mono azul eléctrico de tipógrafo vanguardista o de gris humo con cremalleras de plata, como inspector de alcantarillas. Según cuenta su director: “Algunos llegaron allí saludando con el brazo en alto y la mano abierta, como Alberti y César Arconada, y salieron con el puño cerrado. Creo que Alberti se hizo comunista por lo mismo que yo me hice fascista: por una mujer. María Teresa León se llevó a Alberti a las estepas rusas”.

Dice Rafael Alberti: “Yo me tiré a la calle el año 1926 con los estudiantes, sin saber absolutamente nada, ni qué era la República, ni qué quería decir fascismo, ni qué podía ser el comunismo, nada de nada, pero comprendí que mi sitio estaba allí. Si he levantado alguna vez el brazo es porque estaría borracho. Mis amigos poetas se hacían catedráticos o recibían dinero de casa, pero yo andaba con la salud destruida, tenía varias chapas en el pulmón y ninguna en el bolsillo, con cierto sabor metálico de sangre en la lengua luchando a muerte por sacar la cabeza”.

Me contó un día Pedro Sainz Rodríguez: “No sé si sabe usted que yo, por los años treinta, dirigí la CIAP, una editora que implantó por primera vez el sistema de abrir una cuenta de crédito a los escritores. En aquel tiempo, si se quería ayudar indirectamente a un escritor, se le daba un cargo, aunque fuera ficticio; por ejemplo, Manuel Bueno fue nombrado nodriza de la inclusa y así afanaba un dinero extra. En mi editorial, el escritor cobraba solo por escribir, con la modalidad de unas cantidades entregadas a cuenta. Allí conocí a Alberti y le publiqué su libro Sobre los ángeles; elegí los tipos, el papel, la composición. Entonces, a Alberti, yo le llamaba Villasandino, porque era muy pedigüeño, siempre estaba pidiendo anticipos. Y yo me acordaba del poeta del cancionero de Baena: ‘Señores, para el camino, dad al de Villasandino’. Cuando veía entrar a Alberti por la puerta ya sabía que venía a pedir. ‘Ya está aquí Villasandino”.

Es el mismo Rafael Alberti que asistió a aquella ceremonia de rebeldía juvenil con un grupo de amigos de la Generación del 27 y echó con ellos una meada llena de furor gongorino contra una pared de la Real Academia de la Lengua. “Ya sé que Alberti lo va contando por ahí, pero yo no lo recuerdo”, dice Dámaso Alonso, quien al regresar del exilio le propuso ser académico: “Mira, no quiero ser académico”, respondió Alberti, “porque no tengo ni siquiera el bachillerato y, además, un día me meé en aquellas paredes. ¿Qué iba a hacer ahí dentro?”.

Dámaso Alonso vivía por aquel tiempo en la calle de Rodríguez San Pedro, en la misma casa que Gabriel Miró. “Un día, nosotros supimos que lo iban a elegir para la Real Academia. Rafael Alberti estaba en mi casa y yo le propuse que bajáramos a felicitar a don Gabriel por su inminente nombramiento. Lo encontramos muy alegre. Recuerdo que se puso a bailar de puntillas una jota chasqueando los dedos en el aire. Luego no entró. Resulta que una orden religiosa, bueno, sí, sí, creo que fueron los jesuitas, se opuso a su ingreso en la Academia, alegando que había tratado mal a las figuras de la Pasión”.

“Al que más traté fue a Juan Ramón Jiménez”, añade Dámaso Alonso. “Le tuve gran admiración, pero luego sucedieron ciertas cosas. En fin, que aquel era un hombre muy raro. Primero te recibía bastante bien. A los poetas jóvenes los acogía con simpatía, pero cuando uno destacaba un poco y empezaba a tomar fama, enseguida lo apartaba de su amistad. Era muy mordaz. Por ejemplo, decía que al ir a sentarse un día en casa de Antonio Machado se encontró con que había un huevo frito en la silla. O cuando descubrió una vez escribiendo a Ricardo León en su alcoba en una mesa con tapete verde, frente a una copa de Anís del Mono y con los calzoncillos largos atados en los tobillos. A mí me tomó una inquina terrible. Él solía escribir esos insultos en unas hojas que mandaba imprimir y luego enviaba por correo a los amigos e interesados. Es curioso que nunca se habla de aquellas octavillas mordaces de Juan Ramón Jiménez, pero debe de haber gente que las conozca. Tenía un orgullo literario fuera de toda medida. Jorge Guillén le pidió una vez su colaboración para la revista Cuatro Vientos con la promesa de que su firma iría la primera. Luego sucedió que el número salió encabezado por un artículo de Unamuno. Juan Ramón mandó a Guillén un telegrama con estas palabras: ‘Retiradas mi colaboración y amistad stop’. En fin, no niego la importancia de Juan Ramón Jiménez. Tiene poemas muy buenos, pero también los tiene detestables”.

Entonces, como ahora, la Generación del 27 atravesó la confusión ideológica, la pasión, los celos, el amor y la inquina.

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