En el Marítim

Cada mesa del bar Marítim es un mundo, o al menos un pequeño escenario, la representación de alguno de los estadios de la vida. No hay mesa en la que no haya estado sentada. A la derecha, en una de las mesas más cercanas a la playa hay tres yonkis, son atractivos como lo es (al menos para mí, al menos todavía, de momento) todo lo frágil y decadente, todo lo que está a punto de desaparecer. Son las diez de la mañana y beben cerveza. Uno de los jóvenes sale repentinamente de su sopor y abre una boca sin dientes que me da un susto. En la mesa de al lado hay uno de los habituales de Cadaq...

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Cada mesa del bar Marítim es un mundo, o al menos un pequeño escenario, la representación de alguno de los estadios de la vida. No hay mesa en la que no haya estado sentada. A la derecha, en una de las mesas más cercanas a la playa hay tres yonkis, son atractivos como lo es (al menos para mí, al menos todavía, de momento) todo lo frágil y decadente, todo lo que está a punto de desaparecer. Son las diez de la mañana y beben cerveza. Uno de los jóvenes sale repentinamente de su sopor y abre una boca sin dientes que me da un susto. En la mesa de al lado hay uno de los habituales de Cadaqués (nos hemos visto millones de veces, nos conocemos sin habernos dirigido jamás la palabra, nos parecemos como se parecen las personas que frecuentan un mismo lugar a lo largo de los años) con un niño precioso encima de las rodillas y una pareja mayor encantadora que deben de ser los abuelos. Una niña, vestida con un kimono de flores que la brisa agita y un sombrero rosa, juega encima de una barca varada en la playa. La gente lee periódicos de papel. Podría pasarme todo el día aquí, pienso. Pero entonces llega un señor sin camiseta (no muy joven, no muy delgado), y se enciende un purito. Y aparece una pareja de modernos, barba y manga larga, él, cara de adorar a Frida Kahlo, ella, con un bebé rechoncho y rosado que parece un cerdito, y, el padre se pone a bostezar sin taparse la boca. Mientras, la yonki que hace un rato me había parecido atractiva, saca un cortauñas y empieza a cortarse las uñas de los pies. Pienso que tal vez haya llegado el momento de irse a perder el tiempo a otro sitio. Pero me quedo media hora más, por curiosidad, por pereza. Y entonces veo que el tío asqueroso sin camiseta tiene la mirada más triste del mundo. Y que el bebé de los modernos en realidad es muy mono y que los padres (aunque seguro que son unos fanáticos del reciclaje) tampoco están mal. Para el cortauñas en el bar no logro encontrar explicación. En fin, que si esperamos lo suficiente, todos (incluso los que nos tapamos la boca para bostezar) nos condenamos y nos redimimos varias veces al día. Acabo el café y pido una cerveza.

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