Opinión

‘La colmena’, una obra contra el sistema

Aprovechando aquella fría ignorancia de la posguerra coló varias obras despiadadas contra el orden establecido

Era una tarde de otoño finisecular recién llegado y don Camilo nos recibió en su casa de Puerta de Hierro tras una de esas siestas de pijama y orinal. Delgado y ya con el traje de recibir –chaqueta azul con botones dorados- entró después de que su sirvienta con cofia y delantal anunciara la visita: “Señor marqués…”.

A raíz del Nobel, Cela había recibido ya su título de Iria Flavia, el pueblo donde nació, cercano a Padrón, donde está enterrado. Una de las cosas que más sorprendían en quien a través de su escritura había hecho tabla rasa con el género humano es que marcara esas distancias...

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Era una tarde de otoño finisecular recién llegado y don Camilo nos recibió en su casa de Puerta de Hierro tras una de esas siestas de pijama y orinal. Delgado y ya con el traje de recibir –chaqueta azul con botones dorados- entró después de que su sirvienta con cofia y delantal anunciara la visita: “Señor marqués…”.

A raíz del Nobel, Cela había recibido ya su título de Iria Flavia, el pueblo donde nació, cercano a Padrón, donde está enterrado. Una de las cosas que más sorprendían en quien a través de su escritura había hecho tabla rasa con el género humano es que marcara esas distancias aristocráticas durante la bienvenida.

Luego, cara a cara, sentados en su escritorio, por donde se adivinaba una tibia luz de atardecer mundano entre los diccionarios, los tratados, sus obras en varias ediciones, lenguas y unas tablas de multiplicar, Cela se transmutaba en un hombre sereno, afable, alejado de aquel monstruo que a veces se sentía en la obligación de dar rienda suelta a su propio esperpento.

Puede que la fragilidad le hubiese reblandecido antes de la merienda, pero al Cela todopoderoso, que daba y quitaba premios, que mangoneaba y sentenciaba sin complejos en la España finisecular que él literariamente había abrasado con un sol que quemaba y protegía del frío al tiempo, podía mostrarse un ser cercano y frágil. Un ser franco, sin temer mostrarse débil, al reconocer que, tras la parafernalia de su triunfo mundial, le daba terror retomar una obra como ‘Madera de boj’ –esperada a lo largo de 10 años- y felizmente culminada antes de morir.

Entonces se aparecía sin solución de continuidad el muchacho que pasó abruptamente de los lomos de Dick Turpin a las tinieblas de Nietzsche, el niño que fue republicano -“concretamente hora y media”-, hasta que nada más confesárselo a su padre el día de la proclamación, le soltó una bofetada, que le obligó a reconsiderar su postura. El escritor desnudo, inquieto por conocer reacciones ajenas a su entorno de las primeras lecturas, la sombra de quien fue en los tiempos de una España compleja, una especie de isla que aprovechando aquella fría ignorancia de la posguerra coló varias obras despiadadas contra el sistema como lo es La colmena.

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