Zonas de intercambio

20.00 h: El mar, el mar

Me permito robarle el título a mi admirada Iris Murdoch. Ignacio Padilla se pasó gran parte de su infancia escuchando la misma pregunta, repetida una y mil veces, hasta convertirse en un germen, en una semilla de la que luego nacerían sus historias. Su padre le planteaba: ¿En qué momento América Latina le dio la espalda al mar? A partir de ahí, el escritor narra, y nos habla de cómo la naturaleza devasta, de cómo destroza, se traga a los hombres, que se convierten en víctimas, en ciegos observadores de su propio infortunio. Habla de nuestra propensión a la...

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20.00 h: El mar, el mar

Me permito robarle el título a mi admirada Iris Murdoch. Ignacio Padilla se pasó gran parte de su infancia escuchando la misma pregunta, repetida una y mil veces, hasta convertirse en un germen, en una semilla de la que luego nacerían sus historias. Su padre le planteaba: ¿En qué momento América Latina le dio la espalda al mar? A partir de ahí, el escritor narra, y nos habla de cómo la naturaleza devasta, de cómo destroza, se traga a los hombres, que se convierten en víctimas, en ciegos observadores de su propio infortunio. Habla de nuestra propensión a las quijotadas, de la afición que tenemos a concebir grandes utopías, que irremisiblemente se vienen abajo.

En la cafetería hemos charlado acerca de la irracional atracción por el fracaso y de cómo el mar se ha convertido en el enemigo a batir. Gabriela Wiener, que presenta esta tarde el libro La isla de las tribus perdidas, apostilla: El agua del mar es un líquido imbebible, que da y quita la vida. El mar que rodea Latinoamérica hace sentir a sus habitantes inseguros, incluso tierra adentro. En el altiplano, en las cumbres y en las selvas se escucha el rumor del mar, un ruido de fondo que marca destinos y marca la historia. Padilla añade: "Escribo para saber lo que pienso". Una conversación deliciosa, pausada, riquísima. Un verdadero lujo.

[Pero hay también prolegómenos, antecedentes de hecho: justo antes de acceder a la sala de paredes doradas y alfombras mullidas, se produce un encuentro entre Ignacio Padilla y Jorge Volpi. El momento es emotivo. Sabemos que Jorge e Ignacio son grandes amigos desde hace años. Empezaron juntos. Y Padilla, que todavía está mareado por el jet lag, me cuenta que tras muchos viajes interoceánicos ha descubierto que intentar curar los efectos del desfase horario es como intentar curar un ataque de hipo: no hay remedio que funcione.]

Poco después, me dirigiré al siguiente encuentro: partida a tres bandas entre Neuman, Simonetti y Faciolince. Pero antes, en el anfiteatro Gabriela Mistral, el protagonista es el cine, y las charlas se centran en la relación de los directores presentes en la sala con la naturaleza. Todo parece casar: el frondoso jardín de la Casa de América, el mar al que damos la espalda, animales futuros pero posibles dibujados por las paredes de las salas, y un paisaje que se fusiona con la manera de pensar y de sentir de creadores en un momento en que todo puede ocurrir. La noche se cierne sobre Madrid, y es una noche verdadera. Madrid sólo lo es verdaderamente en otoño. Aunque aquí, entre estos jardines, bosques urbanos, Madrid es también un montón de ciudades distintas, y sentimos el rumor de sus voces en nuestros oídos, que no acaban de acostumbrarse a tanta maravilla.

19.00h: Escribir para saber

Me doy cuenta de que paso tantas horas en esta cafetería de la Casa de América, que me he convertido yo misma en una informadora (secreta) más (¿en parte del paisaje?). Los asistentes quieren saber cómo funciona el magnífico wi-fi que se puede emplear a todas horas sin códigos, sin contraseñas. Mientras no hay conferencias, los presentes deambulan de espacio en espacio, observan y son observados, consultan el programa y, de vez en cuando, miran por encima del hombro (el mío) hacia la pequeña pantalla del ordenador, como si intentaran descifrar qué hay escrito en ella. Ayer, Edgardo Zunini decía que no hay letra más perfecta y hermosa que la Helvética Bold, con sus curvas y sus zonas impecables de luz y sombra, ni letra más despreciada por los diseñadores que la Comic Sans. Yo siempre escribo con una diminuta Times New Roman, en el diminuto espacio de un diminuto netbook, por lo que no creo que se pueda leer mucho a distancia.

Permitida esta pequeña licencia de reflexión personal, una nueva isla entre olas y tsunamis de información, digitalizada o no, me dirijo a la Sala Bolívar, donde está a punto de comenzar la presentación del libro de Ignacio Padilla La isla de las tribus perdidas. Se ha notado durante todo el día la expectación y el interés por los escritores y cineastas que se van a dar cita aquí esta tarde. Expectación e interés indisimulados, porque la nómina es jugosa. Andrés Neuman (flamante y reciente chico Granta, brindemos por ello), Pablo Simonetti, Héctor Abad Faciolince, el propio Ignacio Padilla y su presentadora, la escritora y periodista peruana Gabriela Wiener, de quien hace poco leímos sus Sexografías, ejemplar regalo del editor José Pons, que hoy no está, pero que bien podría. En la antesala, esto es, sumergida entre las mesas de la cafetería, mi particular campamento de otoño, charlo un rato, que se me hace muy corto, con Ignacio Padilla. Y la experiencia es deliciosa. Con este "ensayo escrito por un contador de historias", etiqueta que Padilla le pone a su propia obra, el mexicano ha obtenido el Premio Iberoamericano de Ensayo Debate-Casa de América en abril de este año. "Sólo puedo escribir sobre cosas que me han estado obsesionando durante largo tiempo." Así debe ser.

17,00h: Animales futuribles

En este otoño que no termina de arrancar (que fluctúa entre fríos nocturnos y canículas vespertinas) apetece dar un paseo corto por los alrededores de la Casa, por las calles a menudo vacías, y por las pequeñas islas cuadradas con portales de cinco metros de alto y conserjes vigilantes, cercadas de grandes avenidas de existencia arrebatada, en las que la vida pasa en un parpadeo y no da tiempo casi ni a mirar, entre andamios verticales y cafés extintos. Cruzo arterias de sangre vieja que se interrumpen, de acera en acera, por frenéticos semáforos que, bajo la perspectiva de los que vamos a pie, pero también de los que van motorizados o en bicicleta, duran muy poco abiertos. Por Madrid se pasa a la carrera, rozando el asfalto, ya se sabe. Desemboco, una vez más, en el jardín, en la cafetería apacible. Tiempo de descanso.

En las salas de exposiciones Diego Rivera y Frida Khalo, sumergidas en un Bestiario 3.0 (reminiscencias de versiones anteriores, generaciones de ordenadores, inteligencia artificial), los sonidos son quedos. Sólo se escuchan las voces asombradas de los visitantes que se mezclan con las de los artistas, y la perspectiva visual que se va abriendo a medida que uno se acerca establece fuertes contrastes de luz y sombra, causando un efecto casi tenebrista.

Tras dos tramos de escalera, al doblar la esquina, se abre un corto pasillo que va a desembocar a una de las salas. En ella, en ciertos puntos, potentes haces de luz proyectan sobre las paredes páginas de cómic, ilustraciones, cosas de colores. 2010 es el Año Mundial de la Biodiversidad, y el propósito de "Bestiario 3.0" es brillante y directo: nos proponen ver cómo trabajan a nuestro lado cerca de diez dibujantes que comparten un mismo hilo conductor en la trama, y que se disponen a crear un bestiario de los animales futuribles, aquellos que pueden llegar a existir en el planeta tras su adaptación al nuevo medio y las mutaciones que ésta conlleva. No se trata de representar lo que se extingue, o ya se ha extinguido, sino lo que podría llegar a existir en una Tierra para nosotros irreconocible.

Sentados en sillas, subidos a escaleras, inclinados en perspectivas verticales hacia el suelo, los dibujantes parecen existir, de repente, sólo para sus personajes. Siempre resulta sorprendente, y casi misterioso, ver cómo nace la inspiración de los demás; cómo se crea, a fin de cuentas. Dos de esos creadores, Miguel Brieva y Juanjo Sáez, (admirada, recuerdo que tengo todos sus libros, los hojeo, los leo), hablan mientras trabajan, y me explican que para el fin de semana ha de estar acabada la historia que se proponen tejer entre todos. Un libro visual con contenido compartido pero cuyas páginas, plagadas de viñetas y color, serán, además de únicas, gigantes.

Al salir, me escondo de las corrientes de visitantes y llamo a Ana Pellicer, especialista del departamento de Tribuna Americana, y, además de comentar con entusiasmo lo que se está haciendo aquí, hablamos de lo que empezará mañana en el Jardín Botánico. La semana va a ser antológica, me dice, porque, mientras en la Casa de América continuará el Festival, la Fundación Internacional y para Iberoamérica de Administración y Políticas Públicas (FIIAPP) organiza los días 7 y 8 el I Encuentro "Ágora, América Latina. 100 voces diferentes, un compromiso común" (www.agoraamericalatina.org), y en él se van a reunir cerca de cien personalidades procedentes de dieciocho países de América Latina para intercambiar ideas y posibles fórmulas para luchar contra la desigualdad social. Porque, como se apuntaba ayer en una de las ponencias, muchas veces, casi siempre, los proyectos no surgen después de horas y horas de sesudos planteamientos, sino del intercambio de opiniones en los pasillos y en las salas en que se reúnen los pensadores, los científicos, los intelectuales...

Las propuestas son inspiradoras. Esta tarde, en la Casa hay mucho cine y mucha literatura. Seguimos.

16.00h: La ciudad narrativa

El día de hoy en realidad comenzó ayer. Ahora, mientras dejo a un lado el frondoso jardín de la Casa de América (la palabra frondoso es la que mejor define la histeria de la vegetación), vuelvo a asombrarme, como tantas otras veces, del impresionante cambio que se produce con dar un solo paso y salir del Paseo de Recoletos para acceder al jardín del Palacio de Linares, que se cierra sobre sí mismo, que es una isla entre el tráfico salvaje y que estos días acoge espectáculos de cuentacuentos. Es el paso que hay que dar para escapar del ruido absoluto y pasar a la calma y el verde; para dejar a un lado las prisas y las carreras, y recorrer un pasillo que conduce a los espacios en que se produce la creación y la explicación de cómo se concibe esa creación. Dan ganas de respirar.

Son varios los encuentros a los que quería asistir. Ayer por la mañana se inauguraba el festival y en el ambiente se notaba aún cierta inquietud por la tarde. También cierta emoción, y un apasionado deseo por ayudar. Los vigilantes, tan solemnes a distancia, tan callados, me indican con todo detalle y señalando con un dedo en qué dirección se celebra cada acto. Subiendo unas escaleras, me topo en la segunda planta con la preparación de la exposición Bestiario 3.0, y con algunos de los mejores ilustradores del momento que están dibujando sobre las paredes. Y su aventura no ha hecho más que empezar.

Bajo luego directamente al anfiteatro Gabriela Mistral, donde ya ha empezado la primera de las tres ponencias programadas para la tarde. (Ivan Thays, al que conocí en Perú hace unos diez años, envuelto en esa opaca luz limeña, espesa como el chocolate, que todo lo inviste de una pátina de melancolía, no ha podido subir al avión. Por la sala se rumorean distintas historias que necesitan confirmación. Hay versiones contradictorias, y no se sabe si se ha puesto enfermo o si se ha lesionado una pierna. Hoy averiguo que se trata de lo segundo.) En cualquier caso, en el auditorio subterráneo se diserta sobre Comunicación 1000.0. Al leer la palabra ponencia, puede que la cabeza se nos dispare hacia la imagen de una mesa alargada en que dos conferenciantes y un presentador monologan sobre el tema propuesto. Pero todo es dinamismo en la Casa de América, que se despliega limpia bajo el cielo de Madrid, y el formato es similar al de los discursos televisados en que los políticos se sitúan tras un atril, siempre de pie. En un espacio de tiempo delimitado y controlado por un reloj que no vemos, en este caso veinte minutos clavados, los ponentes exponen sus ideas.

Y lo que nos tienen que contar Juan Freire (España) y Edgardo Zunini (Uruguay) va mucho más allá del aquí y ahora, aunque sea aquí y ahora el espacio y el tiempo en que ellos viven y trabajan. Sucede con frecuencia que uno no se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor, de cómo las cosas marchan a toda velocidad, de cómo cada día forma parte de la Historia, hasta que llega alguien con una mente preclara que, por azar o por pura profesionalidad, se alza sobre el atril de la información, y hace eso: informarnos de lo que hay. En este caso, Freire y Zunini, en dos magníficas intervenciones, llevaron a los asistentes a un escenario que nos hablaba de otras narrativas y otras realidades (para eso están estos encuentros), de las posibilidades de los nuevos medios y las nuevas herramientas tecnológicas, y del intercambio y la puesta en común de conocimientos; actividades que antes, resultaban, al menos, mucho más lentas y costosas.

Como anécdota a recordar acerca de cómo cambian las cosas, me quedo con la que cuenta Edgardo Zunini. Nos relata que antes los niños llamaba al timbre de la casa de un amigo y le preguntaban a la madre: "¿Puede bajar Juan a jugar?". Hoy, en cambio, los niños llaman y preguntan: "¿Podemos subir a jugar con Juan?" Consolas, videojuegos... La vida en la nube. La nueva revolución.

El madrileño Palacio de Linares, sede de la Casa América y del Festival VivAmérica, en una fotografía de archivo.RAÚL CANCIO
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