La granja escuela Huerto Alegre: un viaje de las aulas a la naturaleza que cumple 40 años
El proyecto granadino fue uno de los pioneros de España en ofrecer educación ambiental a jóvenes y formar a docentes y educadores
A principios de los ochenta del siglo pasado, la educación en España consistía fundamentalmente en pasar de septiembre a junio entre las cuatro paredes de la clase. Poco o nada se salía del aula. En 1982, ocho estudiantes universitarios de procedencia diversa se encontraron en Granada con la intención de poner en marcha un proyecto educativo fuera de esas aulas y relacionado con la naturaleza. Una locura entonces. Meses después se ponía en marcha la granja escuela Huerto Alegre, “una confluencia de ilusiones”, como lo define Mari Luz Díaz, miembro de aquel equipo fundador. Huerto Alegre nació ...
A principios de los ochenta del siglo pasado, la educación en España consistía fundamentalmente en pasar de septiembre a junio entre las cuatro paredes de la clase. Poco o nada se salía del aula. En 1982, ocho estudiantes universitarios de procedencia diversa se encontraron en Granada con la intención de poner en marcha un proyecto educativo fuera de esas aulas y relacionado con la naturaleza. Una locura entonces. Meses después se ponía en marcha la granja escuela Huerto Alegre, “una confluencia de ilusiones”, como lo define Mari Luz Díaz, miembro de aquel equipo fundador. Huerto Alegre nació con la idea de “combinar educación y medio ambiente, generar autoempleo, permitirnos vivir en el campo, ofrecer actividades fuera del aula y facilitar que niños y niñas estudiaran juntos, algo que no ocurría entonces”, explica Díaz. Aquella aventura de educación ambiental cumple ahora 40 años como proyecto consolidado y como referencia en el sector, un ámbito que ha evolucionado mucho desde entonces y al que, por otro lado, tampoco le faltan dificultades y obstáculos.
Mari Luz Díaz y Roser Buscarons son las dos únicas fundadoras de Huerto Alegre que siguen en el proyecto ahora. Ambas recuerdan cómo empezó todo. “Había sobre todo una necesidad de vuelta a la naturaleza y de contacto con el campo, pero no se percibían los problemas medioambientales como se ven hoy”. Les pareció un buen momento para crear un proyecto basado en la ecología, “una ciencia que ofrece una mirada sistémica a la naturaleza, que atiende a la interacción entre todos sus elementos”. Los primeros pasos fueron crear una cooperativa y buscar una finca. Encontraron un terreno de cinco hectáreas y un cortijo a medio destruir en Albuñuelas, a 40 kilómetros de la capital.
Estudiantes de carreras variadas —Administración de Empresas, Psicología, Derecho, Ingeniería Agrícola, etc.—, recuerda Buscarons, “pusimos cada uno 200.000 pesetas (1.200 euros) y una fundación cordobesa y Cáritas nos dieron 300.000 cada uno”. Completaron la inversión con una hipoteca, compraron el terreno y se instalaron allí a pesar de las pésimas condiciones del edificio. Vivían allí mientras restauraban el cortijo con sus manos y sus escasos conocimientos de construcción. Hacían, recuerda Díaz, lo que un amigo llamaba “arquitectura osada”. Por el día construían y por las noches, dice Buscarons, “trabajábamos en el programa educativo”. Un aprendizaje que completaron con visitas frecuentes a La Limpia, en Guadalajara, la primera granja escuela que se fundó en España, en 1979. Al fin, en los primeros meses de 1983 llegaron los primeros niños y niñas.
Los primeros pasos no fueron fáciles. Iban por los colegios ofreciendo su producto, de difícil venta entonces y con unos vendedores de poco más de 20 años a los que no se tomaban en serio. El primer grupo de jóvenes llegó del Patronato de Escuelas Infantiles Municipales de Granada, un “experimento renovador, casi revolucionario en aquella época”, cuenta ahora a EL PAÍS Pablo García Túnez, su director entonces. “Para alguien que lo viera sin mirar más allá, atendiendo solo a lo que veían sus ojos, el paisaje era para echarse las manos a la cabeza: unos chicos en un cortijo viejo, hecho pedazos. Pero cuando hablé con ellos y noté su actitud, su entusiasmo y su ilusión, me di cuenta de que aquello iba a llegar lejos y de que merecía la pena apoyarlos. Era una iniciativa nueva, con el aire de libertad y progresismo que necesitábamos y que se veía como un complemento extraordinario a la educación de entonces”, recuerda García Túnez.
Huerto Alegre se define hoy como un Centro de Innovación Educativa. Se define y así lo consideran en el sector educativo. Hace años que dejó de ser un centro de talleres o educación solo para jóvenes para incorporar la formación a docentes e incluso a otros sectores. Este mes, Mari Luz Díaz ha dirigido un seminario de economía verde y sostenibilidad a socios de diversas cooperativas. Las granjas escuela, recuerdan ambas, “han evolucionado mucho. Antes ofrecíamos talleres más manuales y de contacto con los animales y la huerta. Ahora, el planteamiento es más vivencial, incluso más investigador, pero de menos contenido. Y, por supuesto, el proyecto educativo es más maduro e incluye las preocupaciones de hoy: energías renovables, cambio climático, biodiversidad, etc.”
Afortunadamente, el esfuerzo de este proyecto —que durante cinco años se basó exclusivamente en el trabajo exclusivo y sin cobrar de los fundadores y que hoy requiere de una plantilla de 22 personas— y el de la educación ambiental en general no ha sido en balde. “Los primeros niños no eran respetuosos con los animales, con las gallinas y los perros. Ahora es impensable que los maltraten. También ha cambiado la actitud hacia el medio ambiente y lo vemos, por ejemplo, en el abandono de residuos en el campo, que ya no es tan frecuente”, comenta Díaz.
Miguel Sevilla Garrido es uno de esos chicos que pasó por el centro hace tres décadas. Hoy, con 43 años y convertido en profesor, coordina el proyecto Ecoescuela de su centro. “Mi visita a Huerto Alegre ha determinado mi vida profesional y mi relación con el medio ambiente”, comenta. Y recuerda su experiencia como “chulísima”. “Además, fue la primera vez que dormía fuera de casa con amigos, y recuerdo que me agarré a una oveja que me arrastró ladera abajo”.
Además, los agentes a cargo de la educación ambiental se han multiplicado. Existen redes potentes de educadores con conciencia medioambiental, como la Red Andaluza de Ecoescuelas, asesorada y dinamizada por Huerto Alegre, que ejerce la secretaría ejecutiva, y otras redes similares en Cataluña o el País Vasco, por ejemplo. “También han aparecido las Aulas de naturaleza”, explican Buscarons y Díaz, “y experiencias de arte y naturaleza, huertos urbanos o los jardines botánicos. También empresas que, por otro lado, pueden funcionar con mucho menos equipamientos que las granjas escuela”. Se refiere a empresas de senderismo y ciencia ciudadana que no requieren una infraestructura pesada. Esta proliferación a Díaz le parece bien. “Cuanta más educación ambiental, mejor, porque nos jugamos nuestro futuro en ello”.
Huerto Alegre, y las demás granjas escuelas —ha habido muchos cierres en Galicia y Madrid en los últimos años, recuerda Díaz—, tienen unos costes importantes y una cierta indefinición legal. “Dependemos de varias administraciones. Por los animales, somos centro zoológico, en lo que respecta a la residencia, dependemos de Turismo, y en la economía, ni siquiera tenemos un epígrafe fiscal propio”, explica Roser Buscarons. Aun así, sobreviven y siguen como referentes, incluso internacionales. El día que atienden al EL PAÍS acaban de despedir a un grupo de Milán que ha venido a estudiar su modelo. La visita es ahora muy diferente de aquella primera que hizo Pablo García Túnez. Un trabajo duro, afectado por la crisis del 92, la del 2008 y la pandemia “pero aquí seguimos”, agrega Buscarons. En cualquier caso, dicen ambas, “el camino ha merecido la pena y volveríamos a empezar”.
El paisaje como asignatura
Las granjas escuela tienen su antecedente en una experiencia en Suiza en 1876. En España, la Institución Libre de Enseñanza (ILE) de Francisco Giner de los Ríos tiene la culpa de algo tan cotidiano hoy día como las excursiones escolares, que eran profundamente innovadoras a finales del XIX. Según explica el investigador Ángel Liceras Ruiz, de la Universidad de Granada, “conocer el paisaje a través de un contacto directo y físico con el medio fue uno de los principios que llevó a Giner y la ILE a considerar las excursiones como una de las principales estrategias metodológicas de su propuesta educativa”. Y ello, porque obligaban a la observación directa y a la curiosidad. “Giner estimulaba a sus estudiantes a pensar, a reflexionar y a sentir, porque conocimiento sin sentimiento no es educación se preconizaba”. En Granada, Berta Wilhelmi puso en pie en 1889 la primera colonia escolar. Se trató de un mes de agosto en Almuñécar para niños y niñas pobres, muy pobres, de la capital con el objetivo, en realidad, de darles comida y aseo al menos durante esos días.
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