Naves espaciales: de las fantasías de Hollywood a los trucos reales para visitar mundos lejanos
Escapar de la gravedad de la Tierra no es fácil, pero sí lo es viajar entre planetas y dejarse llevar por el espacio gracias a soluciones basadas en física básica
Para hacernos una idea de la dificultad de mandar una nave al espacio, podemos recurrir a datos de vehículos de nuestro día a día. Un coche normal lleva unos 50 litros de gasolina para hacer unos 600 kilómetros a velocidades máximas de 120 kilómetros por hora. Un avión Airbus A350 usa unas 90 toneladas de combustible para recorrer 15.000 kilómetros a velocidades de hasta 1.000 kilómetros por hora. Es decir, para recorrer una distancia 25 veces mayor, un avión emplea 1.800 veces más combustible, siendo capaz de viajar ocho veces más rápido que un coche. Conclusión: la cantidad de combustible necesaria para alcanzar velocidades cada vez más altas se incrementa exponencialmente.
Para lanzar una nave al espacio hemos de recurrir al famoso tiro parabólico que aprendemos en el colegio, pero haciendo que suba desde el lanzamiento y luego no baje. La velocidad necesaria para insertar un artilugio en una órbita baja alrededor de la Tierra es de 28.800 kilómetros por hora. Pero si el objetivo es escapar completamente de la Tierra, la velocidad necesaria aumenta a casi 40.000 kilómetros por hora. Esto es, 40 veces más rápido que un A350. El combustible necesario, incluso con un motor mucho más potente que el del avión, es tremendamente grande.
Cuando la carrera espacial aún no era más que un sueño, a finales del siglo XIX, Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky lo describió con ecuaciones. Estudió la limitación física de un artilugio, con un motor simple, para alcanzar una velocidad suficientemente alta como para escapar de la atracción gravitatoria terrestre y orbitar alrededor de la Tierra. Este físico ruso determinó que cuanto mayor sea lo que queremos poner en órbita, más tiempo le costará al motor acelerar el sistema. Y si el motor tiene que estar activo más tiempo, entonces necesita más combustible, que lo hace más pesado, y entonces el motor tiene que operar aún más tiempo. Además, si queremos lanzar no solo ese motor y su combustible, sino también una carga útil para alguna otra cosa (como visitar la Luna), habrá una parte de la masa del cohete que no ayuda nada a ganar velocidad, solo lo dificulta.
En definitiva, Tsiolkovsky escribió la llamada ecuación de los cohetes, que nos dice que el problema de acelerar un cohete para que escape de la Tierra, o al menos orbite alrededor de ella, llega a un callejón sin salida fácilmente, ya que el combustible necesario escala exponencialmente con respecto a la velocidad que se quiera ganar.
Con estos conceptos de física e ingeniería en mente, la exploración espacial tuvo que sacarse de la manga varios trucos para ser viable. El primero lo aportó el propio Tsiolkovsky, quien no se quedó en escribir la ecuación del cohete, sino que además buscó la solución para que nuestros sueños de viajar más allá de nuestro planeta se pudieran hacer realidad. Y desarrolló la teoría que hoy conocemos como cohete multietapa: un cohete que va soltando lastre en varias etapas, cada una de ellas propulsada por un motor diferente.
Pongamos el ejemplo del cohete Ariane 5, que hace dos semanas puso en órbita la nave interplanetaria Juice. En el lanzamiento, un primer motor extremadamente potente ayudado por otros dos propulsores de combustible sólido aceleraron el cohete y su carga útil hasta los 9.000 kilómetros por hora en unos dos minutos. En ese momento, a una altura de unos 60 kilómetros, soltó los dos propulsores que, exhaustos y ya inservibles (no se reutilizan), solo aportaban masa muerta. Al librarse de esa masa, y con una atmósfera mucho más tenue que no frena demasiado el cohete, el Ariane 5 pudo seguir acelerando y llegar hasta los 25.000 kilómetros por hora, a una altitud de unos 150 kilómetros.
Y entonces se puso en marcha una segunda etapa, que durante más de 15 minutos aceleró el cohete hasta los más de 32.000 kilómetros por hora. Salir de la Tierra a base de etapas de propulsión, primer truco físico para resolver el principal problema de la exploración espacial desde la superficie terrestre. Bastante diferente a lo que se ve en las películas como Independence Day o en series como V, con una nave elevándose tranquilamente sobre el suelo para llegar a la nodriza que está en órbita. Estamos muy lejos de una propulsión así.
El problema de los límites de masa (y, por tanto, del combustible) también se deja notar en otro truco de la exploración espacial. Lo ideó en primer lugar un ucranio, Yuri Kondratyuk, que hace poco más de un siglo dio bastantes más ideas para la exploración espacial.
El asunto está relacionado con una falsa idea que nos han contado en muchas películas. En la realidad, las naves que han ido a la Luna, o las sondas que han ido a otros planetas como Marte o Júpiter, no van con sus motores encendidos continuamente. Solo los encienden en momentos muy precisos y durante unos segundos (como mucho, durante unos minutos) en viajes que duran años. Una nave en el espacio exterior no es un coche, no se mueve por el impulso de un motor, sino que el campo gravitatorio en el que se encuentra inmerso hace la mayor parte del trabajo. No se puede estar años con un motor encendido recorriendo centenares o miles de millones de kilómetros. Pero si te dejas llevar por la gravedad, irás donde ella te diga, así que necesitamos algún truco para ir a nuestro destino preferido.
Imaginémonos yendo en un coche a velocidad más o menos constante y tomando una curva. Si aceleramos mucho dentro de la curva, lo más probable es que salgamos despedidos. Esto es lo que hacen las sondas espaciales que pretenden viajar a planetas o satélites lejanos. Una vez que se encuentran en una órbita estable alrededor del Sol, pueden llegar cercan de un objeto masivo como el planeta Venus. Al acercarse, el espacio-tiempo se curva (debido a la gravedad del planeta) y la trayectoria de la sonda se modifica, ganando además velocidad. Y si en el momento adecuado enciende sus motores, como el coche que acelera en la curva, la sonda fácilmente entrará en otra órbita mucho más abierta y veloz, que la llevará a los confines del sistema solar.
Una leyenda espacial con la que nos engañan en películas: las naves que viajan a otros planetas no van con sus motores encendidos continuamente. No es un coche; el campo gravitatorio hace la mayor parte del trabajo
El truco no solo funciona encendiendo motores. Una sonda espacial puede obtener un empujón gravitatorio sin más. Imaginen al explorador planetario Juice orbitando alrededor del Sol en una órbita cerrada, una elipse o una casi circunferencia como la órbita de la Tierra. Si no hubiera nada más, ahí se quedaría. Pero si hacemos nuestros cálculos bien y sincronizamos la trayectoria de la nave con la de un planeta, le dará un acelerón extra a la sonda. El planeta seguirá su curso sin enterarse, pero de manera efectiva le habrá dado a la sonda algo de energía, una insignificancia para el astro. Sin embargo, para nuestra nave el resultado será que gane velocidad y pase a una órbita más abierta, incluso con una velocidad superior a la de escape del sistema solar. ¡Que se lo cuenten a la Voyager!
Juice jugará a estos empujones gravitatorios durante seis años. El problema estará después en frenar la sonda espacial si queremos que se pare a explorar un planeta lejano: ahí se puede jugar al gato y al ratón y acercarse al astro por el lado contrario, de manera que su gravedad frene la sonda y la haga caer a una órbita menos energética. Con una ignición de los propulsores limitada, incluso podemos entrar en órbita alrededor del planeta, algo que ya hemos hecho en misiones como Galileo, Cassini o Juno. Es lo que Juice hará con Júpiter primero y luego con Ganimedes, su luna más grande.
En una misión como la de Juice, vemos cómo problemas derivados de nuestras limitaciones tecnológicas son solucionados con conocimientos de ciencia básica, casi de colegio, porque involucran (al menos, en una primera aproximación) cosas tan sencillas como la gravitación universal y la conservación del momento lineal. ¡Y nos permiten visitar mundos lejanos!
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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