La verdad sobre la canícula, las lágrimas de San Lorenzo y las noches de verano
Cuando a mediados del siglo XIX, los astrónomos consiguieron el daguerrotipo de la estrella Vega, aquel pequeño punto luminoso en una esquina de la noche se convirtió en un acontecimiento del que tomó nota el pintor Delacroix
En estas noches de canícula, mientras la gente pide deseos por cada lágrima de San Lorenzo que se desprende del cielo, yo lo paso leyendo los diarios de Delacroix, el pintor que inmortalizó a Dante y a Virgilio embarcados rumbo a los infiernos. En una de sus entradas, Delacroix hace una curiosa observación a partir de los primeros experimentos fotográficos a los que asistió, relacionando a estos con los cuerpos celestes.
Porque en el Harvard College Observatory, durante la noche del 16 al 17 de julio de 1850, los astrónomos consiguieron el daguerrotipo de la estrella Vega, un pequeño punto en una esquina de la noche, un instante lo suficiente luminoso para convertirlo en un acontecimiento del que tomó nota Delacroix, imaginando con ello el paso del tiempo; la luz de la estrella Vega tardó veinte años en atravesar el espacio que la separaba del telescopio reflector utilizado para captar ese instante. Delacroix, de manera muy acertada, apunta en su diario que, mucho antes de que Daguerre hubiese dado al mundo su invento, “el rayo que se fijó en la placa había abandonado la esfera celeste”. De esta manera, el juego de instantes le sirve a Delacroix para reflexionar y, sin duda, para viajar en el tiempo.
Con estas cosas, no está de más recordar que la luz tiene una velocidad finita. Por ello, cuando miramos las estrellas, estamos mirando cómo eran las estrellas de nuestra galaxia en el pasado, un tiempo tan variable que puede alcanzar desde unos minutos hasta cientos de miles de años atrás. Por ejemplo, la luz del sol, nuestra estrella más cercana, tarda aproximadamente ocho minutos y veinte segundos en llegar a la Tierra; es el tiempo que lleva en recorrer la distancia que hay entre él y la Tierra, alrededor de 150 millones de kilómetros.
Con todo, lo que se conoce como lágrimas de San Lorenzo no es precisamente una “lluvia de estrellas”, ya que, se trata de partículas de polvo incandescente que tienen lugar cuando la Tierra cruza la órbita del cometa 109P/Swift-Tuttle y atraviesa la corriente de polvo que dicho cometa ha dejado tras de sí; pequeños fragmentos que brillan intensamente durante una fracción de segundo, lo suficiente para pedir un deseo.
Las noches de verano se prestan a este tipo de fantasías y supersticiones desde que la estrella Sirio ardía en la constelación del Can Mayor hacia el 21 de junio, es decir, en el solsticio de verano boreal. Esto fue hace 5.300 años. De ahí se deriva la palabra “canícula”. Pero las fechas se han ido corriendo a causa del movimiento de peonza de la Tierra, variación que experimenta en la dirección de su eje denominada “precesión”. Debido a esto, Sirio reaparece en el cielo matutino a principios de septiembre, cuando el calor ha pasado.
Lo que sucede es que seguimos llamando “canícula” a los primeros días del verano, seguimos conservando el nombre igual que seguimos viendo la luz de una estrella aunque esta se haya apagado. Bien mirado, los palabros también se relacionan con los cuerpos celestes y juegan con el paso del tiempo a la manera de Delacroix en sus diarios.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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