Aniversario del ‘Apolo 11′: ¿Qué ha cambiado en la exploración espacial desde la llegada a la Luna?
Las imágenes que hoy envían rutinariamente los telescopios como el ‘Hubble’ o el ‘James Webb’ habrían parecido propias de la ciencia ficción a los astrónomos que siguieron el primer vuelo a la Luna
Una de las preguntas que aparece con más frecuencia en los foros negacionistas es: ¿Por qué en más de medio siglo, tras el supuesto alunizaje de Armstrong y Aldrin, no se ha vuelto a repetir esa hazaña?
La pregunta ignora el hecho de que sí que se volvió. Cinco veces más (...
Una de las preguntas que aparece con más frecuencia en los foros negacionistas es: ¿Por qué en más de medio siglo, tras el supuesto alunizaje de Armstrong y Aldrin, no se ha vuelto a repetir esa hazaña?
La pregunta ignora el hecho de que sí que se volvió. Cinco veces más (y una, la 13, que fracasó). El próximo diciembre se cumplirá medio siglo de la última expedición. Desde entonces, es cierto que nadie más ha pisado la Luna, pero los avances en la exploración espacial han sido tantos y tan espectaculares que tienden a distorsionar la perspectiva de cómo era la tecnología de la época.
En julio de 1969, el único cuerpo celeste cuya superficie se había cartografiado en detalle era la Luna. De Marte se tenía solo una veintena de fotografías en blanco y negro y de muy baja resolución, transmitidas por una sonda automática cuatro años atrás. De hecho, a los pocos días del primer alunizaje llegaron al planeta rojo otros dos vehículos de sobrevuelo, que enviaron unas docenas de fotos de mejor calidad, pero que tampoco mostraron ninguno de los espectaculares accidentes, como volcanes, barrancos o ríos secos, que hoy nos resultan familiares.
Nada se sabía de la geografía de Venus, de Mercurio y mucho menos de los planetas exteriores. De Júpiter, por ejemplo, se conocía una docena de satélites, simples puntitos brillantes en los grandes telescopios; hoy pasan de ochenta, la mayor parte ampliamente explorados. Como tenemos también planisferios de todos los planetas, algunos cometas y numerosos asteroides.
La astronomía de entonces estaba empezando a sufrir una revolución. Solo hacía cinco años que se había identificado el primer y lejanísimo quasar, pero su naturaleza seguía siendo un misterio. Un cohete sonda en un vuelo de rutina había detectado también en la constelación de Cygnus unas emisiones de rayos X que sugerían la presencia de un objeto imposible al que, medio en broma, se bautizó como “agujero negro”.
Aún más reciente era otra rareza del zoo cósmico: los restos de una estrella que giraba sobre sí misma una vez por segundo emitiendo chorros de radiación como los haces de un faro. Se la denominaría “pulsar” y pocos años después le valdría el Premio Nobel no a su descubridora, Jocelyn Bell, sino a su director de tesis.
Nadie sospechaba la expansión inflacionaria del universo, ni la existencia de materia o energía oscuras. El mayor telescopio era el venerable Hale de Monte Palomar, que había causado sensación al distribuir las primeras fotos de galaxias y nebulosas… ¡en color! Las imágenes que hoy envían rutinariamente los telescopios como el Hubble o el recién estrenado James Webb hubiesen parecido ciencia ficción a los astrónomos que siguieron el primer vuelo a la Luna.
El primer paso de Armstrong en la Luna se retransmitió en directo a todo el mundo gracias a que ya existían los primeros satélites de comunicaciones geoestacionarios. También había satélites meteorológicos, pero solo de cobertura local; el Meteosat no volaría hasta ocho años después. Los pocos satélites de ayuda a la navegación, reservados para uso militar. El GPS libre estaba todavía muy en el futuro.
Muchas de las estructuras que se construyeron entonces para soportar el programa lunar quedaron obsoletas. La icónica sala de control de Houston languideció durante años; hoy, restaurada hasta el último detalle, es una pieza de museo para disfrute de los turistas; como lo son los tres únicos ejemplares que quedan del Saturn 5, que estuvieron semiabandonados al aire libre durante decenios. Hizo falta un colosal esfuerzo para recuperarlos y limpiarles el óxido acumulado.
En cambio, otras instalaciones siguen prestando servicio. La red de antenas de espacio profundo, por ejemplo, rastrea casi todas las sondas espaciales de la NASA y diversas agencias a distancias casi inconcebibles. El récord lo tiene el Voyager 2, que, tras visitar Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, se encuentra ahora a casi 20.000 millones de kilómetros (unas 36 horas luz).
El edificio de montaje y control de lanzamiento del centro Kennedy sigue utilizándose tras haber servido durante el centenar de lanzamientos del transbordador espacial. De las dos plataformas construidas para el Saturn 5, una, la histórica 39ª desde donde despegó el Apolo 11, está arrendada a Space X; allí despegan los cohetes Falcon de Elon Musk. La otra sigue reservada a la NASA para su nuevo cohete lunar, el SLS que quizás vuele el próximo agosto.
Si se fue a la Luna hace cincuenta y pico años, ¿no podría resucitarse ahora el Saturn 5, el único cohete que nunca sufrió un fallo serio? Probablemente no. No porque hayan desaparecido sus planos (la NASA los sigue conservando en sus archivos), sino porque la tecnología ha cambiado. Ya no existen las herramientas que se utilizaron para construirlo, los componentes individuales, los fabricantes de ciertas piezas críticas y tampoco la mano de obra especializada que, por ejemplo, construyó de forma artesanal los cinco motores gigantes de la primera etapa, soldando uno a uno los cientos de tubos que formaban cada tobera. Hoy sus sucesores se imprimen en 3D.
Tampoco tendría sentido revivir hoy las cápsulas que llevaron astronautas a la Luna. La tecnología ha progresado de forma espectacular, sobre todo en lo que respecta a la ciencia de materiales y, sobre todo, a los equipos de cálculo. En ese sentido, es significativo que los grandes ordenadores de Houston que calculaban las trayectorias podrían compararse a un modesto portátil de hoy. Y el que llevaba a bordo el módulo lunar no tenía mucha más capacidad que un reloj calculador de pulsera.
Es cierto que los vuelos tripulados han quedado restringidos a la órbita baja. Al abandonar su programa lunar, la Unión Soviética concentró sus esfuerzos en los laboratorios orbitales con enorme éxito. Sus Salyut y Mir allanaron el camino a lo que hoy es la Estación Espacial Internacional.
Por otra parte, el acceso al espacio se ha generalizado. En 1969, apenas media docena de países había construido su propio satélite y solo tres (la URSS, Estados Unidos y Francia) tenían capacidad real para lanzarlo. China, hoy una superpotencia en ese campo, no pondría el suyo en órbita hasta 1970. En cambio, en la actualidad existen más de setenta agencias nacionales desde Suecia al Turkmenistán, además de numerosas organizaciones privadas dedicadas a la exploración especial.
Tanto la India como Israel han enviado sondas de aterrizaje a la Luna (sin éxito, todo sea dicho); China y los Emiratos, a Marte; Japón ha obtenido muestras de un par de asteroides; la Unión Europea ha mandado naves a explorar un cometa y también a las frígidas llanuras de Titán. Y los lanzamientos ya no son monopolio de las grandes potencias: Hace pocos días la propia NASA recurrió a una empresa neozelandesa para lanzar hacia la Luna un pequeño artilugio que permita ensayar la órbita en donde algún día girará la futura estación Gateway, parada intermedia en los futuros viajes tripulados con destino a nuestro satélite.
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