Kathryn Schulz, escritora: “El mundo es muy grande, por eso es tan increíble dar con la persona ideal”
La periodista de ‘The New Yorker’ reflexiona sobre la pérdida y el encuentro en ‘Una estela salvaje’, un ensayo a partir de la concatenación de la muerte de su padre y la experiencia de enamorarse
La península de Eastern Shore, entre la bahía de Chesapeake y el océano Atlántico, es un personaje más del libro de no ficción Una estela salvaje (Gatopardo), de la periodista Kathryn Schulz. Los otros son la propia autora de una de las piezas autobiográficas recientes más interesantes de la narrativa estadounidense (de esas que llaman memoirs), así como las dos personas a las que está dedicado el ensayo. Una de ellas es su p...
La península de Eastern Shore, entre la bahía de Chesapeake y el océano Atlántico, es un personaje más del libro de no ficción Una estela salvaje (Gatopardo), de la periodista Kathryn Schulz. Los otros son la propia autora de una de las piezas autobiográficas recientes más interesantes de la narrativa estadounidense (de esas que llaman memoirs), así como las dos personas a las que está dedicado el ensayo. Una de ellas es su padre, un judío carismático, políglota y locuaz, cabeza de una “familia feliz” que falleció en 2016 a los 74 años “en paz” y rodeado del cariño de los suyos. La otra es Casey Cep, esposa de Schulz. Se conocieron 18 meses antes de la muerte de aquel, justo cuando la escritora, reportera de la revista The New Yorker y premio Pulitzer por un reportaje sobre la amenaza de un terremoto “realmente grande” en el noroeste del país, daba por hecho que el verdadero amor la esquivaría para siempre.
Ambas historias, no tan extraordinarias, se entrelazan en un díptico sobre la idea “asombrosa” del descubrimiento y el pesar por la pérdida; de un ser querido, sí, pero también de un collar, de las llaves de casa, del vuelo MH370 de Malaysia Airlines y del resto de los 200.000 objetos que de media extraviamos, cuenta el libro, a lo largo de nuestras vidas, unas vidas en las que, dicen, pasamos seis meses buscando toda clase de cosas. “Como toda narrativa de duelo es un ajuste de cuentas con la pérdida, toda historia de amor es la crónica de un encuentro”, argumenta Schulz.
A este rincón del Estado de Maryland, en la Costa Este de Estados Unidos, se mudó la autora por deseo de su esposa, que también es escritora y creció en una granja en una de las comunidades rurales de la zona. La cita para la entrevista fue en Easton, un pueblo a unos 15 minutos de la casa en la que ambas viven con su hija de poco menos de tres años, y la charla acabó sucediendo entre susurros en la biblioteca pública. Es uno de los municipios más ricos de Estados Unidos y fue durante la pandemia uno de esos lugares que vio aumentar su población gracias al teletrabajo. Es también un lugar con historia: situado bajo la línea Mason-Dixon, que marcó la frontera entre el Norte y el Sur, en la zona nacieron bajo el yugo de la esclavitud Frederick Douglass, político y escritor abolicionista, y Harriet Tubman, heroína del Ferrocarril Subterráneo. Ambos escaparon de su destino, y ambos se cuentan, según la escritora, “entre los mayores patriotas hechos a sí mismos de Estados Unidos”.
“Es una especie de milagro que como nación nos hayamos mantenido unidos”, explica Schulz. “Conocer a Casey fue para mí también conocer el Sur y darme cuenta de que el Norte sigue viéndose a sí mismo como un actor inocente y heroico. Es obvio que el pecado de la esclavitud persistió mucho más en el tiempo aquí, y que hizo falta una guerra para acabar con él es ridícula la idea de que el Norte fuera un lugar ilustrado y benévolo en el que se defendía la igualdad. El Ferrocarril Subterráneo [esa una red de casas y personas que ayudaban a los fugitivos de las plantaciones en su huida hacia la libertad] no sacaba a las personas esclavizadas del Sur profundo, sino que las conducía hasta Canadá, porque el Norte era un lugar inseguro y profundamente cómplice con el sistema de esclavitud”.
“La esclavitud persistió más tiempo en el sur de EE UU, pero es ridícula la idea de que el norte fuera benévolo”
La escritora nació hace 50 años en Shaker Heights, un suburbio de Cleveland (Ohio) a 700 kilómetros de Easton. Cep también es periodista en The New Yorker, aunque la pareja no se conoció en la redacción, sino por la ocurrencia de un amigo que pensó que podían llevarse bien. La idea de escribir Una estela salvaje, cuenta Schulz, fue en realidad la decisión de convertir en un ensayo de algo más de 200 páginas un artículo de 6.000 palabras publicado en el semanario neoyorquino tras la muerte de su padre. “Me sentí muy afortunada de poder hacerlo, él era un lector ávido de la revista, aunque creo que le habría molestado ver que solo era capaz de aterrizar en sus páginas después de morir”, dice.
Que ese material escondía un libro se lo había sugerido “un par de personas”, incluido su editor literario, pero no se convenció hasta aquella noche en la que la pareja conducía “en lo más profundo de mitad de la nada en Alabama” mientras Cep (C. en el libro) investigaba la historia de la novela que Harper Lee nunca terminó tras publicar Matar a un ruiseñor (esa pesquisa acabó en otro libro: Horas cruentas). “No es que no pensara que había algo más que decir sobre mi padre, porque podría hablar de él sin fin. Y siempre hay cosas nuevas que reflexionar sobre el duelo, pero realmente no quería pasar otros dos años de mi vida concentrada únicamente en la pena. Entonces se me ocurrió la idea de un espejo que reflejase la muerte y encontrar un amor. De pronto, la pérdida, tomada en abstracto, me pareció tan interesante como el descubrimiento: los encuentros fortuitos y los hallazgos que te cambian la vida, las revelaciones accidentales y las búsquedas intencionales”.
De aquella charla en el coche también salió la estructura del ensayo, que se divide en tres partes. La primera habla del duelo, la segunda, del enamoramiento. La última está dedicada al matrimonio y a la conjunción “y”, con su “poder” para proyectarnos “hacia el futuro”. Fue Cep quien aquella noche en Alabama pronunció la expresión Lost & Found, que es el título original del ensayo, que en inglés resulta más gráfico. Es una expresión que puede traducirse literalmente por “extraviado y encontrado” o referirse a una de esas oficinas que almacenan objetos perdidos a la espera de que sus dueños los reclamen.
El libro también va de eso, de la extrañeza de dar en el gran almacén de almas perdidas con la persona adecuada. También de creer, contra toda lógica, que algo así es posible. “Por eso la experiencia del enamoramiento resulta tan milagrosa, y el sentimiento que predomina en ella es el asombro”, considera Schulz. “El mundo es muy grande. Incluso una de sus pequeñas esquinas, Nueva York, resulta inabarcable. Por eso toparse con la persona ideal es tan increíble”.
Estrellas fugaces
A Schulz le gusta la licencia del título de la versión española (traducida por Marta Rebón). “Me parece que la persona que escogió Una estela salvaje es una lectora atenta y cuidadosa, que entendió que las estrellas fugaces son importantes en el libro. Siempre me ha interesado la relación entre nuestras pequeñas vidas y el vasto universo, y creo que ese título hace justicia a mi fascinación, así que me pareció bastante perfecto”, explica. Schulz se refiere a uno de los pasajes más interesantes del libro, que mezcla el ensayo personal con el literario y filosófico: en ese pasaje, se cuenta la historia de un niño de 11 años que ve un meteorito caer en la tierra, una “estela salvaje”, mientras vuelve a casa un domingo.
Su autora define también el libro como una especie de “antología de poesía encubierta”. “Escribir sobre el duelo y el amor no es la idea más original del mundo. Me dije: ¿Por qué no tomar prestado de los poetas, de su increíblemente larga tradición del manejo del lenguaje del dolor y del amor?”. Y así fue cómo en las páginas de Una estela salvaje acabaron los versos de Robert Frost, Jack Gilbert, Gerard Manley Hopkins o Elizabeth Bishop. “No nos engañemos, la inmensa mayoría de la gente no lee poesía, pero sí guarda cierta familiaridad con ella”, dice Schulz. “¿Sabes cuándo? Cuando van a la iglesia o a la sinagoga. Cuando se casan, o cuando asisten a un funeral. Y creo que eso se debe a que los versos son una especie de destilación de las emociones capaces de conmover a las personas, incluso a aquellas que nunca se asomarían a un libro”.
A la pregunta de si la abundante biblioteca de libros sobre el duelo le ayudó a pasar el suyo o, al menos, a escribir su ensayo, Schulz, que antes de reportera fue crítica literaria, contesta tajante: “No”. “En mi caso, me ayudó mucho más la poesía. El proceso de superar la muerte de un ser querido es muy personal, es parte de lo que lo hace complejo”, advierte. “Esa clase de recuentos no suelen conmoverme, aunque tal vez no debería decir eso, porque en realidad sí hay un libro detrás de mi libro: Una pena en observación, de C. S. Lewis”. En él, Lewis llora a su esposa, H, de la que se enamoró mayor, y murió de cáncer al poco de casarse. “[Lewis] escribió ese librito hermoso y muy inquietante en el que se sincera sobre uno de los problemas fundamentales de la religión: ¿cómo es posible que suframos tanto si existe un Dios todopoderoso y benevolente? Se enfrentó a ese problema cuando él mismo se encontró sufriendo terriblemente”.
“Ahora casi todo está mediado por la personalidad y el individuo, algo que miro con distancia y curiosidad”
La literatura sobrevuela también el trabajo de Schulz en The New Yorker. Tal vez su artículo más polémico, con el que, dice, batió el récord de “recibir correos llenos de odio” fue aquel en el que se preguntaba por qué, “dadas sus mentiras, sus inconsistencias y su miopía”, sigue Estados Unidos venerando Walden, de Henry David Thoreau, uno de los ensayos más influyentes de sus letras. La periodista dice que sabía a lo que se exponía cuando se sentó a escribirlo, y que por él también recibió felicitaciones. “Puse contentas a algunas personas”, recuerda. “Muchos profesores de inglés de secundaria me escribieron para decirme que habían tenido que enseñar este libro durante 15 años, y que en cada curso lo odiaban más. Thoreau lleva muerto mucho tiempo, no es que estuviera atacando a un joven novelista, sino a alguien que en este país tiene algo así como 200 millones de defensores. Ninguna de mis flechas iba a resultar mortal. Para ser honesta, me divertí mucho, pero digamos que no soy una figura muy bienvenida en Concord”, dice, en referencia al pueblo de Massachusetts donde el escritor del siglo XIX se retiró durante un año a una cabaña junto a un lago.
Thoreau es también uno de los tótems del ensayo personal en Estados Unidos, una tradición más robusta que nunca y que lo inunda todo en estos tiempos de redes sociales y ombliguismo sin freno. Schulz, que antes de Una estela salvaje publicó En defensa del error: Un ensayo sobre el arte de equivocarse (Siruela), desconfía de la “narrativa del yo”. “Ahora casi todo está mediado por la personalidad y el individuo, desde los libros hasta Instagram”, admite. “Lo miro con una especie de distancia, curiosidad. No es lo mío, aunque no quiero que se me malinterprete: los seres humanos me parecen increíblemente interesantes, de lo contrario, no sería periodista. Ahora bien, como lectora disfruto también poder leer una historia de no ficción en la que no aparezca el autor. No soy psicóloga, y esto no es más que una conjetura, pero me pregunto si no será que nos sentimos un poco desconectados los unos de los otros, y que leer sobre vidas ajenas es una manera de recuperar esa conexión”.
¿Y cuál fue la última cosa que perdió? “Tengo una hija de algo menos de tres años, y sigo perdiendo cosas muy a menudo, pero también olvido las cosas todo el tiempo. Suelo bromear diciendo que antes tenía memoria y ahora tengo un bebé. Debo aclarar que me parece que he salido ganando, aunque en este caso no me permita contestar a la pregunta con un ejemplo específico; no me acuerdo de ninguno”, responde con un susurro en la biblioteca pública, antes de terminar la entrevista y perderse por las carreteras de la península de Eastern Shore, uno de los personajes de su libro.
‘Una estela salvaje’. Kathryn Schulz. Traducción de Marta Rebón. Gatopardo, 2023. 272 páginas, 21,95 euros.
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