Mao Zedong en Houston: cuando la ópera hace historia
El Teatro Real estrena en España ‘Nixon en China’, la ópera de John Adams que, muy pocos años después de producirse, convirtió un acontecimiento político de primera magnitud en un espectáculo cantado conforme a las convenciones tradicionales del género
La ópera política no es ninguna invención moderna. Políticas son —cada a una a su manera, por supuesto— L’incoronazione di Poppea de Monteverdi, Giulio Cesare in Egitto de Handel, Fidelio de Beethoven, ...
La ópera política no es ninguna invención moderna. Políticas son —cada a una a su manera, por supuesto— L’incoronazione di Poppea de Monteverdi, Giulio Cesare in Egitto de Handel, Fidelio de Beethoven, Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Weill o Friedenstag de Strauss, pero también cabe aplicar el epíteto a obras encuadrables en principio en otras categorías, como Le nozze di Figaro de Mozart, Attila de Verdi, El anillo del nibelungo de Wagner, Tosca de Puccini, Palestrina de Pfitzner o Las basárides de Hans Werner Henze. Varias de las óperas del estadounidense John Adams son políticas, sin embargo, como una cualidad intrínseca, casi como su razón de ser. Es el caso de Nixon en China, que está a punto de poder verse por primera vez en nuestro país y que está protagonizada incluso por dos jefes de Estado, pero otro tanto puede predicarse de La muerte de Klinghoffer (sobre el famoso secuestro del barco Achille Lauro y el asesinato de un judío a manos de cuatro terroristas palestinos en 1985, lo que da pie en el libreto a reflexiones sobre el sempiterno conflicto árabe-israelí que incomodaron no poco a ambos bandos) o de Dr. Atomic, un título que hace referencia a uno de los padres del Proyecto Manhattan y de la primera bomba atómica, el físico Robert Oppenheimer. En ellas no se abordan hechos legendarios, o distantes en el tiempo, y tampoco vemos en escena a personajes mitológicos, literarios o a figuras del pasado, sino que se nos presentan acontecimientos cruciales del siglo XX con sus protagonistas reales, aún muy cercanos (vivos algunos en el momento del estreno y todavía hoy, más de medio siglo después del viaje de Nixon a China) y con secuelas muy directas en nuestras vidas, que coparon en su día las primeras páginas de los periódicos o que abrieron los noticiarios televisivos en todo el mundo: no es de extrañar que las dos primeras fueran bautizadas como “óperas de la CNN”.
Las tres creaciones nacieron impulsadas por el mismo triunvirato artístico: el compositor John Adams, el director de escena Peter Sellars y la libretista Alice Goodman, aunque las disensiones entre el músico y la escritora provocaron que esta última se desmarcara a medio camino de la gestación de Dr. Atomic. Estadounidenses los tres, uno de los hilos que los conectan son sus estudios universitarios en Harvard, donde también los realizó uno de los protagonistas de Nixon en China, Henry Kissinger, cuyo álter ego operístico no sale especialmente bien parado y al que Goodman le hace mencionar, no por casualidad, a su prestigiosa alma mater nada más dar comienzo su primer encuentro con Mao Zedong: el antiguo secretario de Estado será centenario dentro de poco más de un mes y John Adams le confía, de modo muy realista, el registro de bajo.
Alumna de Seamus Heaney en Harvard y casada hasta su muerte con el gran poeta británico Geoffrey Hill, Goodman no tuvo mucho margen de elección sobre el tema o el estilo literario de su primera colaboración a tres: “La ópera tiene que escribirse en pareados y se titulará Nixon en China”, le impuso su amigo Peter Sellars, el artífice inicial de la idea. Y el libreto resultante —en pareados, por supuesto, y un dechado de ingenio y eficacia dramatúrgica— se encuentra entre los mejores del género y merece ser leído por sus propios méritos al margen de la música. Contiene frases memorables: “La historia es nuestra madre y esta es la mejor manera que tenemos de honrarla”, canta Nixon en su primer encuentro con Mao, que le contesta: “La historia es una cerda asquerosa; si por casualidad escapamos de sus fauces, acaba encima de nosotros”, donde hay una referencia oculta a una frase de James Joyce en su Retrato del artista adolescente: “Irlanda es la cerda vieja que se come a su camada”. Pat Nixon, tras confesar sus orígenes humildes en su gran aria del segundo acto, exclama: “Dejad que la rutina embote el filo de la mortalidad”. Antes del viaje, Nixon ya lo había calificado de “misión histórica” y en su primer apretón de manos con Zhou Enlai junto al Espíritu del 76, el avión presidencial, le dice que “los ojos y los oídos de la historia han atrapado cada uno de los gestos” que ambos acaban de protagonizar, aunque él está pensando más en las cadenas de televisión estadounidenses que transmiten el encuentro en horario estelar, cuando “el perro y la abuela se quedan dormidos”, y en los votos que le podría reportarle el encuentro pocos meses después (“Este es un año de elecciones”, recuerda astutamente el viejo zorro Zhou, y poco después Mao le promete irónicamente su voto, porque él respalda “al hombre que está a la derecha”), de ahí que la música que le escribe el compositor sea no grandilocuente, sino adecuadamente trivial: Nixon exclama hasta doce veces la palabra “Noticias” (News), sobre una misma nota, para añadir a renglón seguido que “poseen una especie de misterio”. Piensa que el mundo está pendiente de él y lo que él está viviendo ahora es, en su país, la gran noticia de ayer.
En su primera ópera, Adams no se aparta de las reglas no escritas del género, como que todos se expresen en una lengua común (aquí, el inglés, al que Benjamin Britten había logrado otorgar, de Peter Grimes a Death in Venice, carta de naturaleza operística), por más que no sea creíble que Mao o su mujer (aunque sí sus tres secretarias, que le sirven de eco) canten en ese idioma: el Ganbei! que cierra el brindis de Zhou es la única excepción. La larga intervención de Pat Nixon en el segundo acto es lo más parecido a un aria convencional, incluida la interacción entre voz e instrumentos (oboe y trompeta, sobre todo), prácticamente disociados hasta entonces, con la significativa ausencia en la plantilla orquestal de fagotes y trompas, pero con cuatro saxofones (muy útiles cuando Adams introduce inflexiones jazzísticas) y un sampler con teclado casi omnipresente. Es en el tercer acto, al abandonar la ópera la esfera pública para ahondar en la privacidad y la psicología de sus protagonistas en el último día del viaje oficial, cuando los distintos instrumentos de la orquesta se desgajan del grupo (solos de violín, viola, violonchelo y saxo tenor incluidos) para afirmar aquí y allá su individualidad, muy cercenada hasta entonces. La música es fiel a los principales postulados estéticos del minimalismo, con su constante entrelazamiento de bloques, lo que plantea a sus intérpretes, más que dificultades puramente técnicas, el reto de contar —compases de música y silencios— durante las incesantes repeticiones: cualquier pérdida de concentración puede provocar una catástrofe. La complejidad no suele derivar tampoco de los ritmos, casi siempre nítidos y elementales, sino de las métricas superpuestas y los contratiempos sobrevenidos. Los coros, por ejemplo, son sistemáticamente homofónicos y los intervalos, nítidos y fácilmente abordables. En las partes solistas, Adams recurre en varias ocasiones al falsete en las voces masculinas, confiriéndoles con ello un dejo irónico, como cuando Nixon dice no tener casi palabras (”I’m nearly speechless”) para expresar la alegría que la ha producido pisar suelo chino, o cuando Mao se refiere malévolamente a las Boinas Verdes, las fuerzas especiales del ejército estadounidense. Las mayores acrobacias vocales quedan reservadas para Chiang Ch’ing, la mujer de Mao, una soprano coloratura que ha de encaramarse con frecuencia al Do sobreagudo (y puntualmente al Do sostenido e incluso al Re) y que tilda a sus invitados sin ambages de “hijos de puta” (motherfuckers) cuando baila con Mao en el tercer acto y pretende contrarrestar con ello el complejo de superioridad de los estadounidenses, firmemente convencidos de ser los mejores en todo, baile incluido. La última palabra se reserva significativamente, en el pasaje más emotivo e intimista de la obra, a Zhou Enlai, quizá tan “viejo y débil” (murió tan solo cuatro años después) como confesó sentirse el último Haydn, lo que parece despertar la simpatía de libretista y compositor por igual: “Fuera de esta sala, el escalofrío de la gracia se ha posado con fuerza sobre la hierba matutina”. En este punto la ópera se torna casi clásica, suavizando los rígidos procedimientos constructivos del minimalismo, dulcificándose ella misma, y se proclama hija de una tradición secular, haciendo suyos varios de sus rasgos más característicos.
John Adams, con nombre y apellido idénticos a los del segundo presidente de Estados Unidos, parecía predestinado a verse cara a cara con uno de sus más arteros sucesores, el apodado como Tricky Dick, que ganó holgadamente las elecciones de noviembre de 1972, pero al que le aguardaba aún su ascensión al calvario del Watergate. Nixon en China se estrenó en la Ópera de Houston en 1987 y su despegue fue tan fulminante como el de un cohete espacial de la NASA, porque rápidamente quisieron hacerla suya teatros de todo el mundo, poco acostumbrados a ver representadas sobre el escenario a personas de carne y hueso, fácilmente identificables por todos los espectadores. La Ópera de París acaba de desvelar el pasado 25 de marzo una nueva producción dirigida por Valentina Carrasco y es ahora cuando, en el montaje “archivístico” y enormemente veraz de John Fulljames, llega, por fin, a nuestro país dispuesta, claro, a hacer historia.
‘Nixon en China’. John Adams. Teatro Real. Madrid. Del 17 de abril al 2 de mayo.
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