Cine y genocidio: de los campos nazis a la pantalla en negro
En ‘El cine después de Auschwitz’, Jaime Pena desentraña las tendencias cinematográficas surgidas del problemático debate sobre las formas de representación fílmica de matanzas y exterminios
“Por suerte, yo tenía que filmar; otros estaban obligados a ver”, decía Samuel Fuller recordando aquel 9 de mayo de 1945 de su primer rodaje. Con una cámara de 16 milímetros que le había enviado su madre, y por orden de su capitán, el soldado Fuller registró imágenes de dos docenas de cadáveres y a algunos de ciudadanos de Sokolov, cuya población negaba conocimiento de lo que pasaba en el vecino campo de concentración de Falkenau, obligados por el ejército norteamericano a trasladar los cuerpos para darles sepultura.
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“Por suerte, yo tenía que filmar; otros estaban obligados a ver”, decía Samuel Fuller recordando aquel 9 de mayo de 1945 de su primer rodaje. Con una cámara de 16 milímetros que le había enviado su madre, y por orden de su capitán, el soldado Fuller registró imágenes de dos docenas de cadáveres y a algunos de ciudadanos de Sokolov, cuya población negaba conocimiento de lo que pasaba en el vecino campo de concentración de Falkenau, obligados por el ejército norteamericano a trasladar los cuerpos para darles sepultura.
De ese horror nazi que documentaron Fuller o George Stevens, de las escasas imágenes existentes del Holocausto, y de todas las que no existen, y de aquel cuestionamiento de Adorno de la posibilidad de la poesía —y por extensión del arte— después de Auschwitz, arrancan algunos de los debates estéticos más sustanciosos del resto del siglo XX, y tal vez incluso del XXI. El historiador y crítico Antoine de Baecque sentenció que de esas imágenes de los campos nació el cine moderno. En El cine después de Auschwitz (Cátedra), Jaime Pena suscribe esa afirmación como punto de partida y va más allá, desbrozando una ruta que arranca en los campos y culmina en lo que el autor llama “el cine de la ausencia”, aquel que trata de filmar el vacío, para empezar, pero no solo, el que dejan los millones de víctimas del nazismo; y de rellenar ese hueco, o al menos, dejar constancia de él. De corregir, en la medida de lo posible, esa carestía de imágenes.
Pena, crítico en Caimán Cuadernos de Cine y jefe de programación de la Filmoteca de Galicia, da puntillosa cuenta de la vigorosa pugna filosófica que ha veteado las siete décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial en torno a la puesta en pantalla del Holocausto, a los límites de lo filmable y lo representable. La monumental Shoah (1985) es, claro, el epicentro de dicho recorrido, culminación y a su vez arranque de tantos caminos y controversias. Con ella, Claude Lanzmann fijó un modelo de abordaje de la barbarie nazi a partir de la renuncia explícita y militante —aunque, como deja claro el libro, rico en ese tipo de suculentos matices, forzada en primera instancia por la ausencia de material documental— al uso de imágenes de archivo y su sustitución por las filmaciones en “estricto presente” de los lugares de los hechos y las voces de los testigos reverberando sobre las mismas.
El modelo influiría incluso en el abordaje documental de otros genocidios, como se constata en S-21, la máquina roja de matar (2003), La imagen ausente (2013) y el resto de películas que el camboyano Rithy Panh ha dedicado a la barbarie perpetrada en su país por los jemeres rojos, o en The act of killing (2012) y La mirada del silencio (2014), el díptico de Joshua Oppenheimer sobre las matanzas perpetradas por el régimen de Suharto en Indonesia. Y sería canonizado por el propio Lanzmann, que tras el estreno de su película radicalizaría su discurso y no dudaría en desautorizar cualquier acercamiento fílmico al exterminio nazi que no se ciñera a sus postulados. El libro de Pena constituye un suculento y escrupuloso recuento de esas polémicas, del famoso travelling en el que el personaje de Emmanuelle Riva se suicida en un campo en Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960), tachado de “abyecto” por Jacques Rivette por lo que suponía de estetización del horror y la muerte, a las filípicas del propio Lanzmann contra La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) por dramatizar el Holocausto y crear imágenes para ilustrarlo, es decir, a su juicio, para “trivializarlo”, o sus desencuentros con Jorge Semprún, Jean-Luc Godard o Georges Didi-Huberman.
Pero el libro, elocuentemente subtitulado Representaciones de la ausencia en el cine moderno y contemporáneo, no se limita a escrutar esa saga del cine sobre el Holocausto, sino que abre una segunda ruta, centrada en la ficción e iniciada por Michelangelo Antonioni en La aventura (1960): y que comparte con aquella la búsqueda de una forma de filmar, o cuanto menos plasmar, como si fuera un objeto, la ausencia, esa misma que pesa como una losa en las películas sobre la solución final nazi, pero que también puede irrumpir y llenarlo todo con su vacío en muchos otros ámbitos. Una búsqueda sisífica, porque nada hay más infilmable que lo que ya no está, que el hueco que dejan los cuerpos cuando se han ido.
En La aventura, una desaparición sin explicación deja huérfanos, incluso de sentido, al resto de personajes y también al espectador. Pena da cuenta de la deriva que se desliza de los escenarios vaciados de personajes de Antonioni al vaciado de los géneros, de la estructura, del relato y, en última instancia, hasta de la imagen, para culminar en la pantalla en negro que acapara todo el metraje de Branca de neve (João César Monteiro, 2000), objeto de una áspera polémica porque esa película sin rodaje había recibido ayudas públicas. Es, en todo caso, una tendencia fílmica que alcanza su cénit en el cambio de milenio, caracterizada por la presencia de planos larguísimos, ritmos pausados y gesto minimalista; un cine del fuera de campo, donde a menudo es más importante lo que no se ve, lo que permanece oculto, que aquello que se nos muestra. Un cine en busca de lo esencial, en el que el enigma se confunde a veces con la falta de sentido y donde conviven lo fascinante y lo irritante, con frecuencia fuera del alcance de un público que le da la espalda. Un cine, por eso mismo, “sin espectadores” en palabras de Pena, y que en algunos casos se ha quedado incluso casi sin apoyos entre la crítica.
El libro traza con claridad las líneas maestras de esa genealogía tan heterogénea como en el fondo coherente, siempre al margen de caminos trillados, que abarca de Resnais a Chantal Akerman, de Antonioni a Jarmusch, de Philippe Garrel a Gus Van Sant, de Tarkovski a Jarmusch, de Monte Hellman a Tsai Ming-liang... El cine de la ausencia, ese que arrancó del shock del descubrimiento de los campos, se ha ido haciendo progresivamente arisco con el espectador, a menudo en manos de cineastas ensimismados que no creen precisamente en la elocuencia como virtud. Sucede que el analista no puede permitirse, como el artista, el lujo de lo críptico. Y afortunadamente, Pena sí se esfuerza, con éxito, por hacerse entender. Su libro es una navaja suiza utilísima para desbrozar el camino y abrirse paso hasta en las frondosidades de una pantalla en negro.
El cine después de Auschwitz. Representaciones de la ausencia en el cine moderno y contemporáneo
Editorial: Cátedra
Formato: Tapa blanda, 368 páginas