Votar para salir del atolladero climático
Igual que antes de comprar un televisor uno hace la tarea de leer sobre historial del aparato, saber votar implica entender cosas como la ciencia detrás de los temas del cambio climático
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Hay quienes dicen que la humanidad es una cosa no-natural, una fuerza externa maligna que actúa sobre el medio ambiente desde afuera. Eso es completamente erróneo. Los humanos somos tan naturales como un bosque, una barrera coralina o un nido de termitas, y estamos igualmente interconectados. Pero hace más de un millón y medio de años, cuando descubrimos cómo controlar el fuego, cambiamos por completo esa relación. Desde entonces, para bien y para mal, somos dependientes del combustible. Literalmente, esclavos de la energía.
Hoy hemos inyectado en la atmósfera 430 partes por millón de dióxido de carbono, según el Observatorio de Mauna Loa en Hawai. Es una cifra brutal, cortesía de la quema de carbón, petróleo y gas natural. La última vez que la Tierra tuvo esos niveles fue hace entre cinco y tres millones de años, en el Plioceno Medio, cuando no había gente, pero sí un montón de volcanes frenéticamente activos, un calor insoportable y mares hasta 20 metros más altos.
Ahora los volcanes somos nosotros. El punto es este: para que nuestra civilización continúe existiendo, tenemos que destetarnos del petróleo y el carbón. Sin perder tiempo. Eso implica crear una estrategia de transición, poniendo en práctica soluciones que incluyen implementar y combinar las fuentes renovables como el viento, el sol o las olas; desplegar tecnologías para capturar el carbono del aire; fortalecer el uso controlado y responsable de la energía nuclear, y lo opuesto, acelerar la investigación de la fusión de núcleos atómicos para producir energía sin riesgos de contaminación.
Pero sucede que nada de eso funcionará si no empujamos a los tomadores de decisiones a que lo hagan. En otras palabras, si no hacemos ruido y votamos por la gente y las ideas que nos saquen de este atolladero, nos quedaremos en el mismo atolladero. Y es que votar no es tan fácil: si lo vamos a hacer como toca, para que surta efecto, eso requiere que uno se informe de lo hay detrás del asunto. De la misma manera que antes de comprar un televisor, por ejemplo, uno hace la tarea de leer sobre historial de calidad que tiene la marca de ese aparato, saber votar implica entender cosas como la ciencia detrás de los temas del cambio climático, y las razones por las cuales los efectos del clima enloquecido tienden a golpear más fuerte en lugares económica, social y ambientalmente desprotegidos.
Es decir, mi frase favorita: información es poder. Pero información significa acudir a las fuentes acreditadas, no a cualquier traficante de influencias. Siempre que me hallo frente a una decisión tan importante como el voto, recuerdo el principio básico de mi entrenamiento como periodista: “Si tu mamá te dice que te quiere, chequéalo a ver si es cierto”. Chequea a esos políticos. Chequea esas propuestas de legislaciones. De dónde sacan sus informes.
Ahora, algo que siempre ha sido tan cierto como el amor maternal es que Colombia y la región de América Latina en general son geografías privilegiadas por poseer algunos de los recursos renovables más abundantes del planeta: los ríos hidroeléctricos de los Andes, los desiertos bañados por el sol de Atacama, los potentes vientos del Caribe. Es decir, la materia prima soñada para la transición a un interesante futuro energético. Según un reporte del Latin America Energy Outlook de 2023, la región tiene más de 36 proyectos de hidrógeno verde planificados para finales de esta década.
Solo que, tal transición energética no se trata únicamente de reemplazar combustibles. Se trata de poder en todos los sentidos. El poder de decidir quién se beneficia de la nueva economía energética. El poder de asegurar que las comunidades indígenas, afrodescendientes y rurales no vuelvan a quedar en la oscuridad mientras otros se bañan en “la luz del progreso”, para usar un cliché. Y entonces, energía limpia no siempre significa justicia limpia. Y mientras las cifras brillan en los informes, a veces ocultan una desigualdad más profunda: ¿Quién es dueño del sol? ¿Quién se beneficia del viento?
Uno espera que proyectos como Windpeshi, un poderoso parque eólico de 205 megavatios adquirido recientemente por Ecopetrol, por ejemplo, acoja, trabaje y dialogue con las autoridades del pueblo Wayúu de La Guajira, Colombia, en cuyas tierras ancestrales se desarrolla la construcción. Esa sensibilidad cultural puede traer muchos beneficios a todas las partes implicadas.
Por otro lado, siempre existe el peligro de que los vientos políticos cambien tan rápido como el girar de las hélices eólicas. Estos vientos ahora mismo son agitados por la metamorfosis de la política ambiental de Estados Unidos, cuyas decisiones repercuten en cada capital. El timonazo que se ha dado en los compromisos climáticos federales, la reducción de las contribuciones a fondos verdes globales, y el resurgimiento de la diplomacia fósil son decisiones que amenazan con desestabilizar los avances logrados en América Latina. ¿Qué pasará ahora que la presente administración en Washington vuelve a abrazar el petróleo, margina a las renovables y recorta la cooperación internacional?
Colombia y sus vecinos no pueden seguir siendo receptores pasivos de las decisiones de otra nación. El país y la región deben prepararse para un mundo donde el liderazgo climático de EE UU podría no estar garantizado, y fortalecer su propia soberanía energética. Esto comienza eligiendo líderes que no solo reaccionen ante los cambios globales, sino que forjen sistemas energéticos independientes, justos y resilientes. Y también comienza construyendo alianzas que respeten la propiedad y cultura locales, no solo las ganancias multinacionales.
Y comienza con usted, el/la votante. Que haga su tarea de investigación, que defina si el país avanza hacia un horizonte verde, o si las comunidades marginadas vuelven a ser explotadas por un combustible de otro color.
Uno habla a menudo de la transición energética en términos de ciencia, finanzas e ingeniería. Pero su componente más crítico es cívico. El derecho al voto no es solo un derecho democrático —es un derecho ambiental, social y moral. Abstenerse es todavía peor, pues es ser cómplices de los mismos patrones que han marginado a los más vulnerables durante siglos. Pienso que a fin de cuentas de lo que se trata es de restablecer nuestra relación con la naturaleza. De pensar no en términos de nosotros y ella, sino de “nosotros como parte de ella”.