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El modelo ‘antiBukele’ funciona en Costa Rica

El país centroamericano es pionero en justicia restaurativa, que sustituye la cárcel por procesos de reparación. El 96% de los participantes no reincide

Erenia Cerdas Otárola (38 años), Berta Robles (nombre ficticio) y Cindy Torres Ortiz (33 años).Carlos Herrera

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Tal vez fue probar la marihuana y la cocaína a los 12 años. Puede que fueran los abusos de su madre y el hambre que pasaron sus cuatro hermanos desde pequeños o los golpes de su exmarido. Erenia Cerdas no consigue identificar el primer paso de su vida que se torció. Lo que tiene claro es que engancharse al crack cuando apenas tenía 21 le arrebató las riendas de su vida. Todo lo que vino después pasó en automático. Incluso aceptar llevar unas maderas a la cárcel de Cocorí, en el centro de Costa Rica, sin saber que iban cargadas de hierba. Esto, sin embargo, es lo mejor que le pudo haber pasado.

Para entonces vivía en la calle y pedía dinero para consumir. Había pasado por 16 centros de rehabilitación y hacía ya 10 años que le habían quitado la custodia de sus tres hijos, dos gemelos que hoy hoy tienen 19 años y un tercero, de 17. “Mi vida fueron centros y drogas, centros y drogas”, reconoce a pies de las ruinas de Cartago, una imponente iglesia que quedó a medio hacer tras el terremoto Santa Mónica hace más de un siglo. A finales de noviembre de 2021, un amigo llamó a Cerdas y le pidió el favor de llevar a la prisión “algunas mercancías para las artesanías” que hacían los presos. A esta mujer de 38 años no le importó ayudarle. Al llegar, una oficial metió un punzón en las maderas y cayeron varios paquetitos con marihuana.

Minutos después de que la detuvieran, sonaron todas las alarmas y una balacera: habían pillado un cargamento mucho mayor. “Me usaron de gancho [cabeza de turco] para que pasara otro”, narra aún decepcionada.

La sospecha de que había sido engañada, su condición de habitante de calle y la adicción fueron claves para que la abogada de oficio pidiera que el caso de Cerdas no se llevara por justicia ordinaria. Un delito como este antes de 2013 le habría costado entre ocho y diez años de cárcel. Sin embargo, desde entonces, existe una suerte de asterisco en el código penal, conocido como 77 bis, que rebaja la pena de tres a ocho años cuando la partícipe del delito es una mujer en condiciones de vulnerabilidad, tiene personas bajo su cuidado o es anciana.

Erenia Cerdas Otárola, de 38 años, el 19 de octubre.Carlos Herrera

Esta rebaja permite al juez la opción de derivar el caso a cualquier medida alternativa a la prisión; la más transgresora es la justicia restaurativa, que evita que la acusada ponga un pie en la cárcel y le da un espacio para hablar tanto a las víctimas como a los victimarios. Rita Porras, psicóloga clínica de la Unidad de Proyectos de Prevención del Instituto Costarricense de Drogas, comenta que para las personas usuarias es muy positivo saber que existe en el aparato judicial un procedimiento que permite “segundas oportunidades” para reparar el daño causado a las personas y la comunidad. “A fin de cuentas, la situación de estas mujeres es fruto de un vacío del Estado”, explica Zhuyem Molina, jueza, exdefensora pública en Costa Rica y una de las redactoras de la ley de justicia restaurativa. “La respuesta del Estado no puede ser castigarlas por haber sido pobres”.

La justicia restaurativa es una mirada diferente desde la raíz. Si bien la justicia punitiva se basa en el castigo y el aislamiento, esta opción en el modelo costarricense plantea hablar de conflictos, no de delitos, y de reparación, no de condena. Así, la ley de justicia restaurativa aprobada en 2018 y apoyada año tras año sin importar los cambios de Gobiernos, establece un plan de varias sesiones entre el juez, el fiscal, psicólogos, trabajadores sociales, víctima (o sociedad civil que represente a la parte ofendida) y el ofensor. Los requisitos son tres: que sea el primer delito cometido, con una pena menor de tres años -excluyendo los casos de violencia contra la mujer- y que todas las partes quieran resolverlo de esta manera. En un mes, según estipula la norma, se tiene que llegar a un acuerdo sobre cómo puede ser reparado el daño.

En el caso de Cerdas, la resolución consistió en estar internada en un centro de desintoxicación siete meses y atender durante dos años un grupo de apoyo para exadictos y servicio a la comunidad. “Yo elegí la Fundación Génesis, que es cristocéntrica, porque salí de este hueco solo gracias a la mano de Dios”, dice. Ahora mismo lidera un equipo para los recién llegados y ha vuelto a vivir con el menor de sus hijos. “Siempre quise cambiar mi vida y dejar las drogas. Lo intenté 16 veces, pero no sabía cómo hacerlo. No tenía a nadie que me ayudara”, explica.

Esta medida es, además, una apuesta clara a incorporar la perspectiva de género en los tribunales. En América Latina, entre el 50 y el 70% de las mujeres presas están en cárcel por delitos de microtráfico. “Cuando conoces la radiografía de quienes están dentro, te das cuenta de que el daño a la sociedad es mucho mayor si las encierras, porque son cabezas de hogar, madres solteras, mujeres vulnerables... Y los círculos de criminalidad suelen repetirse en sus familias si se pasa hambre”, explica Coletta Youngers, asesora principal en la ONG americana de derechos humanos WOLA. “No son personas peligrosas que tengas que alejar de la sociedad”.

Cerdas frente a las ruinas de Cartago, al sureste de San José (Costa Rica).Carlos Herrera

“Esto no es mano blanda ni impunidad”

Pero los sectores más conservadores no lo ven de la misma forma. La apuesta por alternativas a la cárcel son diametralmente opuestas a los discursos de presidentes vecinos como el salvadoreño Nayib Bukele, quien ha basado toda su política de seguridad en encerrar a cualquier sospechoso de estar vinculado a las pandillas, hasta tener la mayor tasa de encarcelamiento del mundo. Su discurso se ha levantado como la panacea y ha servido de inspiración para otros sectores en Ecuador, Honduras o Colombia, hasta calar en la sociedad que vincula seguridad con políticas de “mano dura”.

Celia Medrano, reconocida defensora de los derechos humanos, recuerda los intentos de llevar una ley como la costarricense a El Salvador en el caso de mujeres que eran forzadas a introducir droga por pandilleros, en 2014: “Hicimos un trabajo enorme, pero nunca logramos hacer que el Ministerio Público entendiese la diferencia entre una mujer que lo hace bajo la extorsión y la que no. Nunca conseguimos un enfoque diferencial. Hoy en día, plantear algo así es absolutamente impensable ya que la lógica del país es la contraria a la de ‘eres libre hasta que se demuestre lo contrario”. “Hay muchos detractores aún. También en Costa Rica”, lamenta Teodoro Bermúdez, fiscal que trabaja con esta modalidad desde 2014. “Algunos piensan que esto es alcahuetería. A lo nuevo siempre se le tiene miedo”.

Jovanna Calderón Altamirano, jefa de la Oficina Rectora de Justicia Restaurativa del Poder Judicial de Costa Rica, coincide y considera que las críticas al proceso restaurativo vienen desde el desconocimiento del modelo y de este creciente “populismo punitivo”: “La gente cree que estos procesos son muy permisivos y que buscan beneficiar al imputado. Y no es así, esto no es mano blanda ni impunidad. Se trata de procesos con mucho control y seguimiento y de una responsabilidad activa para reparar el daño causado”.

Solo en 2022 se cerraron 2.379 casos por justicia restaurativa, con un 98% de satisfacción de todas las partes. “No es un modelo abolicionista ni quiere terminar con la prisionalización”, añade. Pero matiza: “Se puede abordar cualquier tipo de conflicto por justicia restaurativa con el personal cualificado, los recursos necesarios y siempre que exista voluntad en ambas partes”. Incluidos, según Calderón, los delitos de violencia de género, que fueron excluidos del primer proyecto de ley por la presión del movimiento feminista. “La sociedad costarricense no tenía la madurez suficiente para entender que esta es una ley muy vanguardista”.

Una ley que, además, está teniendo grandes resultados, ya que solo el 4% de los imputados volvieron a reincidir en delitos durante los dos años de monitoreo que realiza el Poder Judicial. En Colombia, el porcentaje de los presos que vuelven a la cárcel por un nuevo delito es del 36%. En Chile, del 52,9% y en México ronda el 60% en delitos de robo. Estos procesos de abordaje psicosociales son, además, mucho más rápidos (entre uno y tres meses) y un 86% más económicos que los casos ordinarios, según el Poder Judicial.

Cindy Torres Ortiz.Carlos Herrera

Cindy Torres Ortiz, 33 años, es parte de ese 96% de reinsertados de Costa Rica. No se le pasa por la cabeza volver a introducir droga a la cárcel ni volver con el exnovio que, desde prisión, la obligaba a que lo hiciera semanalmente durante un año. “Yo estaba muy enamorada, él tomaba las decisiones y yo solo aceptaba. No era un negocio para mí, no me dejaba trabajar para otra persona. Era su empleada”, explica esta madre de tres hijos. “Cuando me pillaron, sentí alivio. Quería que se acabara”, reconoce. Ahora Torres lleva prácticamente cinco años sin consumir y se graduó de bachiller.

“Seguir pensando que la cárcel es la solución a todos nuestros problemas es un desastre para América Latina”, dice Luis Andrés Fajardo, vicedefensor de Colombia. En las dos últimas décadas, la población carcelaria en América Latina y el Caribe se ha disparado un 120%, mientras que en el resto del mundo sólo ha aumentado un 24%. Aquí, además, una de cada tres personas encarcelada no tiene aún sentencia. “Lo interesante del proceso es el rol activo del victimario y que se pregunta qué quiere la víctima”, explica Fajardo.

Esa fue la pregunta que tenían en mente los primeros precursores de esta modalidad del derecho penal, que surgió a mediados de los 70 en Canadá, con una fuerte mirada a cómo resuelven conflictos las comunidades indígenas: sin castigo y con el horizonte puesto en la reinserción. La justicia restaurativa también fue clave en los procesos de paz de Sudáfrica, Irlanda del Norte y España.

“Yo no tuve esa oportunidad y estoy pagando las consecuencias”

La historia de Berta Robles (nombre ficticio) no permitió segundas oportunidades. Esta nicaragüense de ojos y cabello azabache recibe a América Futura en una sala de la Cárcel Vilma Curling Rivera a finales de octubre con las manos sudorosas y la mirada esquiva. Está sentada en una silla de plástico a pocos metros de la celda en la que duerme con otras 25 mujeres desde hace cuatro años. Respira hondo y trata de rebobinar.

Berta Robles en una sala del penal en el que cumple actualmente una condena.Carlos Herrera

Lleva más de 20 años viviendo sin papeles en Costa Rica y haciendo malabares para pagar los gastos de sus cinco hijos desde que se divorció. Se dedicó a la prostitución, pero los 16 dólares por cliente que recibía no alcanzaban ni para el arriendo. “No quería seguir en ese lugar”, cuenta. Por eso, cuando una colega le habló de lo “fácil” que era meter droga en la cárcel, accedió. Las manos sudorosas la delataron frente a las guardias de seguridad. “Yo no estaba hecha para eso, se dieron cuenta enseguida”, lamenta.

La primera vez que la pillaron, le dieron la opción de irse en libertad con unas medidas alternativas, diferentes a los procesos restaurativos. No hubo círculo de palabra ni búsqueda de reparación, sino conmutación de pena por servicio a la comunidad. La deuda que le dejó la decomisión de la droga la obligó a intentarlo una vez más. La última. En abril de 2019 la condenaron a seis años de cárcel. “Yo no tuve otra oportunidad. Estoy pagando las consecuencias”, dice Robles antes de un largo silencio. Ni consejos sobre noviazgo, ni graduaciones, ni cumpleaños de sus hijos. Dice que se lo ha perdido todo. El día a día pasa lento. Estudia, trabaja, va a todas las actividades que le proponen y pasa el tiempo justo con las demás compañeras de celda. “Solo quiero salir de aquí, la cárcel no es el mejor lugar para cambiar”.

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