Lecciones de medio siglo de oficio para conservar el futuro
Con motivo de su retiro de la organización ambiental WWF Colombia, donde fue director de conservación por más de dos décadas, Luis Germán Naranjo reflexiona sobre lo que significa dar la batalla por proteger el planeta
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Hace poco más de cincuenta años, en los albores del movimiento ambientalista mundial, sus proponentes estaban convencidos de que iban a salvar el planeta de la contaminación, la sobrepoblación y de una amenaza vagamente entendida a la que se llamaba desequilibrio ecológico. Por otro lado, la sociedad de entonces, orientada al despilfarro, veía la conservación de la naturaleza como una alternativa utópica y sus preocupaciones eran ajenas para una inmensa mayoría. Esto, a pesar de que ya existían iniciativas internacionales como la primera conferencia de las Naciones Unidas sobre el medio ambiente humano y la creación de organizaciones no gubernamentales de conservación.
Quizás era preciso que nos enfrentáramos a situaciones extremas para que los problemas ambientales entraran a formar parte del imaginario colectivo. Aunque todavía circulan tendencias negacionistas en los medios y en las redes sociales, la preocupación por el futuro de la naturaleza aumenta cada día. Los accidentes nucleares de Chernobyl y Fukushima, la intensidad cada vez más devastadora de huracanes y tifones, los voraces incendios forestales en distintas latitudes, la omnipresencia de los microplásticos y el campanazo de alerta de la pandemia de la covid-19 son algunos de los muchos eventos catastróficos que evidencian el ingreso al Antropoceno – una nueva época geológica caracterizada por la huella profunda de los seres humanos– cuyas principales manifestaciones, el cambio climático y la pérdida acelerada de biodiversidad, ponen en riesgo nuestro futuro.
Ante tamaña incertidumbre, la conservación empieza a ser vista entonces como lo que siempre fue: una posición crítica frente a la forma en que la sociedad global se relaciona con su entorno. Más que prácticas abstrusas, proyectos orientados al mantenimiento o a la recuperación de coberturas naturales, a la protección de especies amenazadas, al manejo forestal, a la producción agroecológica, al diseño paisajístico para la resiliencia climática o a la búsqueda de una economía regenerativa, entre muchas otras aproximaciones, son propuestas que se contraponen a modelos de apropiación y uso de la naturaleza que alteran de manera irreversible su funcionamiento.
El enfrentamiento dialéctico de la conservación con la economía fundamentada en modelos extractivos y en la acumulación de capital ha conducido, a lo largo de las últimas décadas, al entendimiento cada vez mayor de los impactos de esta sobre el medio ambiente. Sabemos ahora, por ejemplo, que el desequilibrio ecológico que temíamos hace medio siglo es consecuencia de procesos tan importantes para la sociedad de consumo como la transformación a gran escala de ecosistemas y paisajes con el fin de obtener productos que suplan las demandas del mercado global. Por fin hemos empezado a asimilar – a las malas – la idea central del informe publicado en 1972 por el Club de Roma, aquel que sostiene que los modelos de desarrollo basados en el supuesto del crecimiento indefinido no son viables a largo plazo.
Entender que la humanidad ha conseguido menoscabar con sus acciones su propia calidad de vida plantea una lectura diferente de la conservación de la biodiversidad. Si bien es cierto que hemos afectado negativamente la composición, la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas hasta desencadenar una sexta ola de extinción en masa, es plausible pensar que, en un futuro distante, la vida florecerá de nuevo gracias a la terca capacidad de la evolución biológica. Y, sin embargo, es poco claro si nuestra especie conseguirá sobrevivir a las vicisitudes de la crisis ambiental actual. Por lo tanto, nos asomamos a la idea de que más que pretender salvar la Tierra, la conservación se tendrá que ocupar ahora, en gran medida, en desarrollar opciones que nos permitan continuar habitándola.
Esta es sin duda una lección de humildad que nos recuerda que somos parte de la naturaleza. Durante siglos, el mundo “civilizado” se empeñó en ver al Homo sapiens como cúspide de la evolución y a la naturaleza como algo separado de nosotros, a diferencia de tantas cosmogonías en las que dicha alienación es un contrasentido. Y esta revelación implica aceptar que, si queremos tener futuro como sociedad global, debemos hacer de la conservación una práctica cotidiana que oriente su devenir. Paradójicamente, esta sería la más humana de nuestras acciones y la llave para transitar con dignidad por la época geológica a la que dimos origen.
Naturalista y pajarero desde su infancia, Luis Germán Naranjo es Doctor en ecología evolutiva y tiene más de 40 años de experiencia como docente, investigador y coordinador de programas de conservación. Durante los últimos 22 años fue Director de Conservación de WWF Colombia, hasta su reciente retiro. Luis Germán es miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y un reconocido ornitólogo y divulgador científico.