Ocho activistas hondureños han sido asesinados en 2023: ¿Quién los protege?
Cuatro de las víctimas tenían medidas de protección estatales; de ellos, dos las habían rechazado. La falta de confianza en la policía, el precario esquema de seguridad y la impunidad hacen que defender el territorio cueste la vida
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Un mapa con 23 puntos rojos y varias iniciales en mayúsculas. Este pedazo de tela blanca es lo único que viste la pared de la caseta comunitaria de Simpinula, una aldea en el sur de Honduras de defensores del territorio acostumbrados a la resistencia. En el municipio de La Paz, donde la mayoría de la población es lenca, cada punto es una amenaza para quienes se atreven a proteger sus recursos: R por represa hidroeléctrica; M, por minería; B, por bosque vendido... “Cuando lo dibujamos, hace cuatro años, el bosque de Marcala aún no estaba cortado”, explica Víctor Vásquez, líder indígena. A los pies del plano, un tubo y un cajón con pequeños explosivos sirven de alerta. Vásquez, detenido por su propio escolta en una manifestación en defensa de la tierra, encarna la falta de confianza en las fuerzas públicas de todo un pueblo: “Si no nos cuidamos nosotros, no nos cuida nadie”.
En las palabras de este líder indígena no se lee ni un atisbo de heroicidad. Es más una voz infatigable y conocedora de las mil y una amenazas a las que se enfrentan los ambientalistas en Honduras, el quinto país más letal del mundo para los activistas. El 16 de diciembre de 2020, una jueza ordenó una medida de detención preventiva de Vásquez bajo el delito de “desplazamiento forzado” ―un crimen originalmente utilizado para perseguir la extorsión de las pandillas―, tras haber acompañado días antes una protesta en la comunidad campesina de Nueva Esperanza. Lo acusaban de usurpar territorio ajeno. Vásquez llamó a su enlace de seguridad otorgado por el Estado de Honduras cuando vio cómo los terratenientes contra los que se manifestaban se armaron. Pero fue este quien lo denunció y quien, tras la orden de la magistrada, lo detuvo. “Estuve diez meses en bartolinas (cárcel preventiva) y aún me toca ir a firmar quincenal. Como si yo fuera un criminal…”.
Esta es la última de muchas irregularidades denunciadas por Vásquez. Antes de la detención, vino el disparo en la rodilla por parte de un policía mientras asistía a un campesino herido en un desalojo forzado en 2017. Y, dos años antes, la irrupción en la comunidad de un hombre en un tractor que destrozó tuberías y lo amenazó con un machete. “Yo no sé leer ni escribir, pero me las he pasado firmando en Fiscalías, contestando demandas y poniendo denuncias…”, cuenta. “Para defender lo que es nuestro no ocupamos ser profesionales”.
Simpinula empezó a organizarse hace algo más de una década. Lo hicieron cuando descubrieron que la comunidad había sido beneficiaria años atrás de un título comunitario concedido por el Instituto Nacional Agrario que les otorgaba derechos sobre el territorio. Todos supieron entonces que esos derechos también supondrían convertirse en el blanco de ataques y amenazas. Joel Vásquez es coordinador de la comisión de juventud y quien documenta quién entra y sale de la comunidad, Francisca Castillo se encarga de que las decisiones se tomen con perspectiva de género y todos los hombres de la aldea se turnan a patrullar en parejas cada noche por si toca hacer sonar la alarma.
Aunque al hermano de Joel “casi lo asesinan” porque lo confundieron con él días después de haber testificado a favor de Víctor, nunca obtuvo medidas de protección, porque su denuncia nunca trascendió. “Tampoco las quiero. La policía son aliados de las personas de los que nos defendemos”, narra sentado delante del destartalado ordenador comunitario. El joven de 26 años señala en la pantalla una de las muchas amenazas que recibieron: “Renco ijo de puta. Te ando siguiendo los pasos, para eso estoy pagado (sic)”. Acumula más de una decena.
¿Qué falla con las medidas de protección?
Las medidas de protección siempre han estado en tela de juicio, sobre todo desde que hace siete años le fallaron a Berta Cáceres, la ambientalista asesinada más reconocida del país. En lo que va de año, ocho líderes sociales han sido asesinados; el mismo número de homicidios a activistas hondureños registrados en todo 2021. De ellos, cuatro tenían medidas de protección gubernamentales, y dos de ellos las rechazaron porque no confiaban en la policía. “Quienes defendemos los bienes naturales le tenemos más temor al sistema; policías, fiscales, jueces... porque en la última década se han convertido en el brazo opresor a favor de los empresarios extractivistas para doblegar la resistencia de las comunidades”, expresa Donald Hernández, director ejecutivo del Centro Hondureño de Promoción para el Desarrollo Comunitario (Cehprodec).
Pero, ¿por qué no funcionan? La pregunta que se repiten una y otra vez los defensores la responden ellos mismos: “No hay presupuesto”. Para Leana Corea, oficial de Industrias Extractivas para Oxfam, la respuesta va un poco más allá: “Las deficiencias que tiene el mecanismo son las mismas que tienen la mayoría de organizaciones que trabajan en derechos humanos en Honduras. Y es que se crean por decreto, sin presupuesto, con una alta burocracia y sin puestos realmente que sean de terreno o ejecutores”. El mecanismo de protección surgió junto a la Ley de Protección, aprobada en 2015 y que también opera para periodistas, comunicadores sociales y operadores de justicia. Que abarque tan amplio abanico de profesiones es la primera crítica que recibe. “Los presupuestos se gastan en vehículos blindados para abogados en Tegucigalpa. A las comunidades no llega nada”, critica Hernández.
La segunda traba es la que vivió Joel y es que se te otorguen las medidas, ya que es necesario haber presentado varias denuncias formales, que el Estado estudie cada caso y que sean concedidas. Y aunque depende del contexto de cada activista, las más comunes consisten en una patrulla semanal de media hora y, en raras ocasiones, algún acompañamiento. “En este último caso, es el líder quien tiene que pagar la alimentación del escolta”, cuenta Corea. Además, aunque los familiares suelen ser los principales blancos de los ataques, estos no suelen ser beneficiarios directos. Es por ello que la financiación de particulares y organizaciones como Oxfam se vuelven el único recurso para quienes se ven en peligro. Tras conocer el tema de este reportaje, el Mecanismo de Protección de Honduras declinó la entrevista con América Futura. La Secretaría de Justicia y Derechos Humanos de Honduras tampoco ha respondido la petición de entrevista.
“Hasta ahora, [las medidas de protección] no han servido de nada”, lamenta Hernández. “Para de verdad protegerlos, nos toca sacar a los activistas amenazados y a sus familias del país con el presupuesto de las organizaciones”. El abogado considera que es imprescindible “humanizar el mecanismo” y hacerlo más cercano a los territorios. Actualmente, ni los líderes ni las organizaciones tienen constancia de cuántos ambientalistas están en peligro.
Minería en el 70% del país
En Honduras hay 200 municipios con concesiones mineras o hidroeléctricas; es decir, están presentes en un equivalente al 70% del país. De ellas, 82 están en territorio indígena. “No se realizó ni una sola consulta independiente a las comunidades indígenas, aunque están obligados a ello”, lamenta Corea. Si bien no existe una ley de consulta indígena nacional, el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas otorga el derecho de participar en las medidas o leyes “susceptibles de afectarles directamente”.
Los hondureños Jairo Bonilla y Aly Domínguez fueron los primeros líderes asesinados en el mundo en 2023. Le siguieron Ricardo Arnaúl Montero, defensor de la etnia garífuna e integrante del Comité de Defensa de la Tierra, en la comunidad de Triunfo de la Cruz y Omar Cruz Tomé, presidente de la Cooperativa Los Laureles, y su suegro Andy Martínez, a finales de enero. Después siguió el asesinato de Hipólito Rivas, fundador de la Empresa Campesina Gregorio Chávez, y su hijo Javier. El último fue Emerson Martínez, de 22 años, quien recibió 14 disparos el sábado 25 de marzo en Tocoa, Colón. El joven era hijastro de Abraham León, vocero y representante de la Cooperativa Agropecuaria Los Laureles, la misma entidad a la que pertenecía Cruz Tomé. Todos los asesinatos, a excepción del de Arnául, sucedieron en la zona del Aguán, un punto caliente desde que en la década de los 70 se puso en marcha la Reforma Agraria y cientos de campesinos empezaron a reclamar su territorio.
Para Víctor Fernández, miembro del Bufete de Derechos Humanos Estudios para la Dignidad, es evidente que detrás de estos asesinatos están involucrados los “grupos económicos y políticos”: “A estas alturas, la agroindustria ya ha logrado un nivel de relación con la institucionalidad que además de permitirles la violencia, les garantiza impunidad”. En ninguno de los asesinatos a ambientalistas de 2022 hay aún procesados. “Hay tres bandas de sicarios denunciadas e identificadas plenamente por la Plataforma Agraria, que trabajan para agroindustriales y otros grupos económicos violentos. Si hubiera voluntad estatal gubernamental ya hubieran sido desarticuladas”, dice Fernández.
Ante esta oleada de violencia en el Aguán, la Coalición contra la Impunidad de Honduras asentó una Misión de Observación y Solidaridad a finales de marzo. “Nuestra misión es acompañar y apoyar la defensa de su derecho a la tierra, a vivir sin violencia. [...] Estas comunidades están siendo agredidas, criminalizadas y asesinadas”, dijo la representante de la Coalición, Gilda Rivera en su inauguración. Fernández insiste en que el hueso del problema es la falta de voluntad política: “El Gobierno sigue con un buen discurso proactivista, pero vive en una contradicción al condenar las agresiones y los crímenes contra ellos mismos. Hace falta que el tema de derechos humanos sea prioridad en el actual Gobierno”, añade Rivera.