El emblemático cóndor andino, en riesgo de extinción
Asociado con ideas de poder e inmortalidad, ocupa un lugar destacado en el imaginario popular, pero su población registra cifras preocupantes. Un santuario en Ecuador lucha por su conservación
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
La reserva Chakana es una antigua hacienda ganadera que en 2011 se convirtió en una importante zona de conservación de flora y fauna andina. Es parte de una red de 15 reservas privadas creadas por la Fundación de Conservación Jocotoco. Queda a 60 kilómetros al sureste de Quito, tiene 5.000 hectáreas y está flanqueda por un milenario paredón de flujo lávico que alguna vez expulsó el volcán Chakana, vecino del Antisana, volcán mayor que se levanta hacia el fondo de esa zona cercada por los páramos más extensos de Ecuador. La reserva se extiende desde la carretera hasta por detrás de las montañas que quedan a la vista. En ella conviven, entre otros animales, osos de anteojos, pumas, tapires de montaña, venados de cola blanca y halcones peregrinos.
Pero sobre todo es conocida como un santuario del cóndor andino, ya que en su entorno se ha registrado la presencia de hasta 40 ejemplares de los apenas 150 que constituyen la población estimada del país, según el último censo, realizado en 2018. De acuerdo al Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre de Perú, allí existen 301 ejemplares, y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) cree que en Chile y Argentina habría entre 1500 y 2000 ejemplares, respectivamente. Según la Wildlife Conservation Society (WCS), en Bolivia existirían entre 80 y 150 individuos, y de acuerdo al censo realizado en Colombia por la Fundación Neotropical, en 2021, en ese país se señaló la presencia de al menos 63 cóndores.
La alta concentración de individuos en la zona de Chakana, crucial para la supervivencia de esta especie endémica que no comparte material genético con las de países vecinos, la convierte en la más importante no solo de Ecuador, sino del norte de Sudamérica. Es un orgullo en microdosis. El ave voladora más grande del mundo (su envergadura puede superar los tres metros y su peso llegar a los 15 kilogramos) es símbolo de Ecuador, corona el escudo nacional en señal de grandeza, y condensa ideas de poder y salud desde la cosmovisión de muchas culturas andinas. Pero está en peligro de extinción. “Una población saludable de una especie cerrada como la de Ecuador, que no comparte material genético con las de Colombia y Perú, debería tener entre 600 y 700 parejas reproductivas para que la supervivencia de la especie pueda garantizarse de aquí a 100 años”, explica Fabricio Narváez, director ejecutivo de la Fundación Cóndor Andino Ecuador. “Pero ahora tenemos entre 40 y 60 parejas reproductivas, y eso muestra lo grave de la situación del cóndor a nivel nacional”.
Es un sábado de febrero temprano en la mañana y el cielo sobre la reserva tiene un celeste impecable. Paramos al filo del camino para observar, desde un mirador, el peñón del Isco, un impresionante paredón de piedra de dos kilómetros de largo donde viven, anidan y perchan varios de los cóndores que circulan por el sector. Ahí habita, desde 2012, la pareja más prolífica del país, que desde entonces ha tenido una cría por año cuando lo usual en la especie es que sea cada dos o tres. Al pie del peñón se extiende una amplia y tupida cama de páramo forrada de achupallas, una bromelia de suelo que alimenta a los osos de anteojos que caminan por allí. No tendremos la suerte de verlos, pero hacia las 9.30 de la mañana observaremos los primeros cóndores del día, dos juveniles (plumaje gris, manchas cafés) con un vuelo sosegado. Será el inicio de un espectáculo mayor.
Recopilar datos, proteger a los cóndores y derribar mitos
En el corazón de la reserva, el páramo ya no es lo que se mira desde enfrente, sino lo que está bajo los pies. Alrededor se ve a un grupo de venados de cola blanca saltando como en los dibujos animados, y un par de garcetas andinas chapotean en un ojo de agua. El piso está tapizado de flores de diente de león, y más arriba lo que era pasto para ganado ahora es un saludable tendido de pajonales. Luis Gualotuña, biólogo de la Fundación Cóndor Andino, organización que trabaja de cerca con la reserva Chakana, toma un refrigerio mientras observa el vuelo de los cóndores, cuatro o cinco que en ese momento planean por encima del peñón. Está allí para intentar capturar uno y colocarle un rastreador satelital y una banda alar. Existen varias técnicas para atraerlos, entre ellas utilizar carroña o cóndores en cautiverio. Cuando los cóndores atraídos se acercan, se los puede capturar con lazos o redes. Entonces se les toma medidas y muestras de sangre para determinar su perfil genético; se les coloca un rastreador satelital y una banda alar para identificarlos a distancia, y se los libera luego de un proceso que suele tomar unos treinta minutos. Pero hoy Gualotuña no tendrá la fortuna de colocar la banda número 20. Por ahora se han colocado 16 rastreadores y sus respectivas bandas alares, y existen tres cóndores más solamente con bandas.
“Empezamos a colocar rastreadores y bandas alares para marcar a los cóndores, y eso revolucionó el conocimiento que teníamos de la especie”, dice Sebastián Kohn, fundador de Cóndor Andino y actual presidente. En 2012, el joven biólogo acompañó en una visita de campo a Hernán Vargas, biólogo ecuatoriano con un doctorado por la Universidad de Oxford que, como miembro del Fondo Peregrino, organización estadounidense dedicada a la conservación de aves rapaces en peligro de extinción, vino al Ecuador para iniciar el estudio más abarcador sobre el cóndor que se había hecho hasta ese momento. Juntos fueron a la reserva Chakana y los recibió una escena deslumbrante: unos 20 cóndores devoraban el cadáver de un caballo. “Nunca había visto tantos cóndores, volaban muy cerca de nosotros, y ahí tuve una revelación: me di cuenta de que no sabíamos nada sobre los ellos”, dice Kohn. Hasta entonces, lo común en el medio era pensar que la solución al decrecimiento de la especie era, simplemente, hacer que los cóndores se reprodujeran en cautiverio para luego liberarlos. “Pero nadie se había detenido a investigar cuántos cóndores existen, dónde y cómo viven, es decir, las bases”, añade Kohn.
Con financiamiento del Fondo Peregrino, ambos empezaron a investigar, y se juntaron un veterinario y dos biólogos más para formar el equipo de estudio inicial. La tecnología permitió conocer sobre patrones de reproducción, de mortalidad, de vuelo y movilización. Pasaron de no saber nada a saber en qué piedras se asientan las aves para comer o para dormir; de conocer de un nido a saber la ubicación de 30; de saber de 32 dormideros a tener una base de datos de más de 500 en toda la sierra. Había investigaciones de este tipo en Chile y Argentina, pero ellos se convirtieron en pioneros en el norte de Sudamérica. Años más tarde, en 2017, conformaron la Fundación Cóndor Andino Ecuador, que hoy trabaja en 12 proyectos de conservación de flora y fauna alrededor del país.
Gracias a los datos recopilados también se pudieron derribar algunos mitos. Muchos biólogos sostenían que era imposible que el cóndor pudiera matar a otro animal para alimentarse, porque se creía que solo se servían de carroña, pero la gente del campo decía que había visto cómo llegaba uno y le picaba por delante a un ternero, por ejemplo, y que otro llegaba por detrás y arremetía el ataque con pico y garras. El seguimiento que pudieron darles a las aves permitió a los científicos comprobar y documentar dichos ataques. También se creía que la falta de comida era la principal amenaza para el cóndor, ave capaz de comer hasta cinco kilogramos de carne al día y sobrevivir hasta cinco semanas sin alimento. Para comprobarlo, los científicos pusieron carroñas esperando que los cóndores se lanzaran ávidos a ellas, pero con sorpresa vieron que no se detenían porque ya venían con los buches llenos. Quienes se acercaron fueron los perros ferales que invaden los páramos y sí constituyen la principal amenaza. Un estudio de 2015 de Wildlife Conservation Society en Ecuador estimó que 50.000 perros salvajes deambulaban en las montañas de la sierra. Se cree que hoy debe haber el doble.
Perros ferales y un proyecto eólico, entre sus principales amenazas
Fabricio Narváez, director la Fundación, explica que los perros ferales son los principales competidores de alimento para toda la cadena de carroñeros, entre ellos cóndores, lobos de páramo y curiquingues. Además, desplazan y matan a especies nativas, y transmiten enfermedades zoonóticas como el moquillo. Los perros ferales también atacan los corrales de familias campesinas pobres para quienes sus animales (gallinas, terneros, ovejas, cuyes) son alimento y fuente de ingresos. Los dueños de los animales ponen trampas con carroña envenenada para matar a esos perros, y eventualmente llegan cóndores a comerse la carroña o los perros muertos por envenenamiento. Es un atolladero con proporciones por ahora incontenibles. “Resolver esa problemática es algo sumamente complejo”, dice Kohn. “Hay que involucrar a toda la sociedad ecuatoriana porque empieza con el abandono de perros en el campo. Hay que educar sobre la tenencia responsable de mascotas, emprender campañas de esterilización a escala masiva, y en ciertos lugares falta hacer campañas de erradicación de perros ferales. Muchos tratan de no hablar de este tema, pero es algo que se debe hacer. Capturarles y darles una muerte humanizada”.
La cacería sigue siendo otro riesgo considerable. La fundación rescata al año por lo menos un cóndor herido por bala, y en la historia del país solo una persona ha sido procesada judicialmente por esa causa. En 2013, un campesino de 61 años cazó a un cóndor juvenil en la provincia del Azuay. Las normativas ambientales y penales castigan la caza de animales en peligro de extinción con hasta cinco años de prisión, pero a ese cazador furtivo le dieron seis meses gracias a una serie de atenuantes.
Otras amenazas son el avance de la frontera agrícola, la minería a gran escala en páramos concesionados y en zonas de forrajeo de cóndores, y algo que arremete con fuerza son ciertos proyectos de energía eólica. El 26 de enero se izó el último de los 14 aerogeneradores del proyecto Huascachaca, en la provincia de Loja, en el sur del país. El proyecto espera producir 50 megavatios por hora para abastecer de energía a 90.000 hogares ecuatorianos, y también promete reducir la emisión de unas 76.000 toneladas de dióxido de carbono. El problema es que dichos generadores fueron levantados frente a un dormidero de cóndores, es decir, en su zona de vuelo, y las aves pueden colisionar con las aspas que giran a casi 200 kilómetros por hora. “Lo problemático ahí es que el informe de impacto ambiental del proyecto ni siquiera menciona la presencia de esos cóndores”, dice Kohn. “No se trata de que se cancele ese proyecto de miles de millones de dólares. Lo que proponemos es que se tomen medidas mitigatorias, que en el informe se mencione la existencia del cóndor en esa zona, y que, por ejemplo, inviertan en un radar que, al detectar el vuelo de aves grandes, haga que se reduzca la velocidad de las turbinas”.
En 2009, el Ministerio del Ambiente creó el Grupo Nacional de Trabajo sobre el Cóndor Andino como un colectivo de organizaciones expertas en la temática. Las fundaciones Jocotoco y Cóndor Andino hacen parte de él. Como autoridad nacional, dicho ministerio lidera actualmente el proceso de implementación de un plan de acción para la conservación del ave emblemática. Entre las líneas de acción están la investigación y monitoreo, la identificación de amenazas, el mantenimiento sustentable del hábitat, el fortalecimiento de la población silvestre mediante la reintroducción de ejemplares criados en cautiverio, la educación ambiental y la sensibilización sobre la importancia de su conservación. “El plan está en diferentes fases de cumplimiento, y no hay una verdadera evaluación de parte de las autoridades”, dice Kohn. “Pero la mayor debilidad es que no hay un presupuesto para la ejecución, no hay ningún apoyo de parte del Estado”.
Viendo hacia el oeste desde el centro de la reserva Chakana, el horizonte es un vasto tapiz verde compuesto de parcelas trazadas con la gracia de alguna geometría providencial. En un día así de despejado, las siluetas de los volcanes Sincholagua, Rumiñahui y Pasochoa dibujan la secuencia cadenciosa de un vals. Caminamos en esa dirección hasta donde termina la planicie, para posarnos en la cima del peñón del Isco que antes habíamos visto desde el borde de la carretera. Lo que queda es instalarse en ese filo de páramo como frente a la pantalla más espléndida y esperar a que los cóndores —jóvenes con manchas café, adultos con bufanda blanca y la cresta pelada— despeguen de sus perchas y dormideros o lleguen por detrás, desde otro de los peñones de la reserva, y nos deleiten con su planeo refinado, con la rítmica oscilación de su cola, con las constelaciones que nos permiten imaginar cuando vuelan en grupo. Pasan diez o más por encima de nosotros, y entonces queremos que estas aves majestuosas que pueden vivir hasta 80 años en cautiverio y varios menos en estado silvestre dadas las múltiples amenazas, para nuestros hijos sigan siendo una historia de la vida real.