Ir al contenido
_
_
_
_
Conflictos
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Teatro de guerra

El llamado de un puñado de pacifistas a unirse militarmente en un ejército universal para derrotar las tropas genocidas es más ruido guerrerista

El ruido es enemigo del recuerdo, dice Aíta para explicar su empeño en desalojar al foráneo que estaba montando un bailadero casi encima del cementerio, y que prometía reventar el colchón de quietud que necesitaban sus muertos. Los muertos que la guerra le mandaba a su pueblo río abajo.

Aíta es un personaje de la escritora colombiana Laura Ortiz. Pero podría ser real y venir de cualquier lugar. Sus pensamientos se parecen a los de la bielorrusa Svetlana Alexiévich, que advierte en el primer renglón de su libro Los muchachos de zinc, que ya no quiere volver a escribir sobre la guerra. Que no quiere más vivir sumida en la filosofía de la desaparición, recolectando la interminable experiencia de la no-existencia.

Ambas coinciden. Alexiévich dice que la guerra es un gigante amasijo de porquería existencial, Aíta que no se trata de enemigos, o de ganar, ni de defender. Que es un agujero caleidoscópico que escupe muerte. Escupe muertos colombianos, convertidos en pacientes rocas de carne hundidas en el lecho de los ríos, a la espera de un pescador que tropiece su remo contra ellos. Y escupe igual cuerpos de jóvenes rusos cuidadosamente etiquetados, que viajaban desde Afganistán y eran entregados a domicilio en cajas de zinc.

Vistas desde el lugar de sus actores, es cierto, no todas las guerras son iguales. ¿Cómo va a ser igual la guerra del pueblo que se resiste a la embestida salvaje del exterminio, a la guerra del genocida? Hay una diferencia incontestable en el origen. Pero por desgracia, las guerras de ambos se convertirán inevitablemente en el hueco escupidor de muertos de Aíta. La causa contra la guerra puede soportarse sólidamente en esta certeza sobre la arbitrariedad de la matanza, y no -dijo Susan Sontag- en la información sobre el quién, el cuándo y el dónde, porque para quienes empujan la continuidad perpetua de la guerra, lo que importa precisamente es quién muere y a manos de quién.

Una vez ha empezado la guerra, sus tiempos se activan igual para todos, con la cadencia de un diapasón del infierno, que se estira y se ensortija para atrapar las almas y congelarlas en un perpetuo instante de rendición al horror. Si el tiempo de la guerra ha empezado a devorar gente, hemos fracasado, porque no hemos podido evitarlo. Y nos martirizamos porque en esta causa “adondequiera que vayamos siempre llegamos demasiado tarde a aquello que una vez salimos a buscar”, como en el poema de Nordbrandt.

Haber llegado tarde para evitar la guerra es suficientemente grave. Es un error en sí mismo irredimible si lo valoramos desde este lado del hoyo escupidor. En honor a los muertos multiplicados exponencialmente en brevísimos lapsos por la tecnología de las guerras actuales, no nos queda más que apoyar el intento de detenerlas con alguna fórmula de acuerdo. No importa el traje que vista, el de ícono del rock, el de académico o el de presidente, el auténtico pacifista debe evitar a toda costa el resbalón por la pendiente guerrerista. Debe evitar a toda costa aupar el escalamiento del conflicto en nombre de la dignidad de los inocentes.

Tenemos que haber aprendido del pasado, o nos vamos a condenar a escenas cíclicas de derrota contra la humanidad. Como la que se ve en el J’acusse de Abel Gance de 1938. En esta película, el protagonista perdido en su delirio grita a los caídos en la Primera Guerra Mundial, sobre sus miles de tumbas, que se levanten porque su sacrificio ha sido vano. Cuando los desfigurados y harapientos soldados fantasmales empiezan a caminar en turba, se cruzan con una marcha de chicos vivos listos para enrolarse en una nueva guerra, y el loco les reclama frenético que colmen sus ojos de todo el horror de los muertos, porque es lo único que los detendrá.

En plena expansión de las nuevas guerras tecnificadas y arrasadoras, el llamado de un puñado de pacifistas imposibles a unirse militarmente en un ejército universal para derrotar las tropas genocidas es más ruido guerrerista. Es un espectáculo sordo a la desgarrada memoria de los muertos que inundan las biografías de tanta gente común.

La historia se encarga siempre de poner a la humanidad de cara a la marea de muertos que producen sus guerras. Esos muertos, dijo Aíta, son otra cosa, son cosa callada. En sus silencios nos tendremos que mirar. Y Nordbrand nos volverá a decir: “cualesquiera que sean los ríos en que nos reflejamos, no nos vemos hasta que les hemos dado la espalda”

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Lo que el tiempo deshace

Andrée Viana Garcés

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_