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Decenas de personas abandonadas en los hospitales de Bogotá luchan contra la soledad: “Acá tengo mi nueva familia”

Unos 100 adultos mayores y pacientes con discapacidad viven de manera indefinida en los centros de salud de la capital colombiana, sin parientes que se hagan cargo de ellos y a la espera de un cupo en un centro de cuidado del Distrito

Al menos 98 pacientes permanecen en estado de abandono en hospitales de Colombia.Foto: Nathalia Angarita | Vídeo: EPV

Claudia Castillo repite la misma pregunta todos los días desde hace dos años: “Doctora, ¿cómo hago para que venga mi hermana?”. Lo hace mientras termina de almorzar unas lentejas con arroz en un hospital del sur de Bogotá, la zona más empobrecida de la ciudad. Su trabajadora social, Yuly Duarte, le responde que pueden llamarla por teléfono. Es un ritual: ambas saben que es imposible. Castillo, que tiene 58 años y una discapacidad cognitiva, le recuerda que no tiene el contacto de su hermana. Duarte se da por vencida y le dice, una vez más, la verdad: “Ese es el problema, Claudia, no sabemos nada de nadie”. Castillo no tiene manera de salir. Se recuperó hace meses de una fractura de cadera que tuvo en 2023, pero sigue ingresada porque no tiene quién cuide de ella afuera.

Son especiales los días en los que la visitan las trabajadoras sociales. “Cuando las veo me pongo contenta porque sé que hay actividades”, explica Castillo. Este día especial, pasa varias horas en una sala de la Unidad de Servicios de Salud de Usme. Allí, mientras suena vallenato a todo volumen, pinta animales marinos y dos compañeros se dedican a unas flores y a una sopa de letras. El resto del hospital mantiene sus rutinas: un niño de cinco años grita por la extracción de una muela, una mujer consulta por un dolor de cabeza, unos jóvenes yacen tendidos en camillas, con hidratantes conectados a sus venas.

Hay siete pacientes abandonados en la Unidad, de un total de 98 que la Secretaría de Salud registra a lo largo y ancho de la ciudad. Los siete son adultos mayores o personas con discapacidad que requieren de asistencia en su día a día. Llegaron por un problema médico a alguno de los hospitales del sur de la ciudad, solos o acompañados por familiares que luego desaparecieron. Cuando los médicos les iban a dar el alta, las trabajadoras sociales del Distrito encontraron que carecían de una red de apoyo que les garantizara su bienestar. Los declararon en abandono y los enviaron a Usme, un hospital de nivel básico, para evitar que ocupen las camas que requieren pacientes graves en centros de mayor complejidad. Allí, esperan que se libere un cupo en algún centro especializado en cuidado.

Castillo dice que las enfermeras y trabajadoras sociales “la consienten mucho” y que es feliz en el hospital, pero se le quiebra la voz cuando habla de cómo extraña a sus hermanos. “No hace falta que me traigan nada, solo que se dejen ver”, comenta. Duarte y Tania Farfán, otra trabajadora social, ni siquiera saben si los hermanos viven: la paciente a veces confunde el tiempo que pasó desde un recuerdo y puede que no sepa de sus hermanos desde hace décadas. Lo que saben es que, antes de la fractura, Castillo vivía con un hombre en una zona rural de Ciudad Bolívar, localidad vecina a Usme. Cuando él falleció, los hijos de él la expulsaron de la casa. Las trabajadoras sociales no pueden contactarlos porque ellos las bloquearon.

Pero no todo es angustia. José Luis Ordóñez, el hombre de 66 años que está sentado frente a Castillo en la sala, cuenta que se han hecho amigos: él le hace bromas, escucha su historia, la ayuda a caminar con el andador. “Acá tengo a Claudia, a Carlos, a Agustín. Saber que estoy con ellos es bonito. Uno se habitúa a ellos y ellos se habitúan a uno”, cuenta. Extraña ir al estadio El Campín para ver jugar a Santa Fe —“el rojito de Bogotá”— y andar en bicicleta, pero en el hospital se siente menos solo: sus padres, dice, “están en una tumba” y su hija no le habla. “Acá uno está haciendo una nueva familia, uno siente como el calor de una familia”, explica.

Es una sensación que también transmite el personal hospitalario. Duarte dice que su compañera Farfán “es como la mamá” de los siete pacientes. La enfermera Ana Castañeda, que los baña y les da de comer, cuenta sobre las colectas que organizan para comprarles ruanas y pijamas en Navidad. La médica Deyna Díaz, en tanto, comenta que le ha gustado tener pacientes a los que llega a conocer en profundidad: define a Ordóñez como “inquieto, hablador”, sabe que Castillo está a dieta para bajar de peso y recuerda con afecto a Gerardo, fallecido hace unos meses. “Mal que mal se tienen entre ellos y a nosotros, que no vamos a dejar que les pase nada malo”, señala en su consultorio en urgencias tras una mañana tranquila —no hubo infartos—.

El impacto emocional

Farfán cuenta que casi todos los pacientes están medicados con antidepresivos. “Independientemente del grado de conciencia que puedan tener, para una persona es terrible comprender que sus familiares o los vecinos que lo cuidaban ya no van a responder más. Nadie está preparado para el abandono”, explica. Las apariencias, dice, a veces son engañosas. Ordóñez, que llegó tras un accidente de tránsito, es “el más cerrado” a contar cosas y suele sonreír cuando le preguntan por su vida, pero ella sabe que la situación le duele. “Hablar mucho es propio de las personas que se sienten solas”, afirma. “Él siempre quiere estar coloreando, haciendo algo, porque no se siente útil si se queda quieto”.

La trabajadora social, que visita la unidad de Usme dos veces por semana, señala que las actividades lúdicas son solo un paliativo: pese a los esfuerzos, el lugar no está preparado para estos pacientes. “Un hospital es para tratar asuntos de salud, no sociales como el abandono”, comenta. Los pacientes pueden contraer infecciones, pasan la mayor parte del tiempo en sus habitaciones, comen alimentos elaborados para personas enfermas y no tienen acceso a servicios como terapia física u ocupacional. Y eso que Usme es un sitio privilegiado frente a otros hospitales: tiene una sala común y una huerta para airearse un poco.

La lista de espera para los centros de cuidado, que incluye a personas por fuera de los hospitales, es interminable. “Por lo menos Ordóñez ya está en el puesto 237”, dicen las enfermeras de Usme con total naturalidad, pese a que el paciente ya casi suma tres años de espera. Farfán explica que le perjudica no ser tan mayor. “La Secretaría de Integración Social tiene unos criterios para asignar los cupos. Y, sobre un paciente de 60 años, tiene prioridad uno de 70, 75 o más”, apunta. Ordóñez está en un limbo: no está tan mal como otros —se mueve solo, habla, está lucido—, pero tampoco puede irse. “Tiene una hipoacusia [disminución de la audición] y dejarlo ir sería exponerlo a vivir en la calle. ¿Quién me asegura que conseguiría una fuente de ingresos?”.

La Alcaldía reconoce el problema. “Claro que nos faltan cupos”, afirma por teléfono el secretario de Integración Social, Roberto Angulo. Coincide el secretario de Salud, Gerson Bermont, que enfatiza que es una preocupación creciente. “Siempre ha habido casos, pero eran aislados. Ahora la cifra llega a 100 personas, que equivale a un hospital entero de mediana factura. Se ve que hay un problema estructural serio”, apunta en una llamada. A ambos les preocupa, además, que la demanda irá en aumento: las proyecciones del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) indican que la población mayor de 60 años, que hoy representa el 15% de la ciudad, llegará al 22% en apenas 10 años.

La propuesta, explican, es conformar un nuevo “servicio sociosanitario” que abrirá 100 plazas para pacientes abandonados de más de 60 años —57 de los 98 que tiene la ciudad—. La idea es que integre servicios de salud con otros de cuidado, como actividades culturales y espacios de socialización. La inauguración, prevista para finales de este año, se ha aplazado varias veces. Las trabajadoras sociales prefieren no ilusionarse.

El encierro

A unos 20 kilómetros de Usme, en el centro oriente de Bogotá, el hospital Samper Mendoza muestra una imagen más lúgubre. Los 11 pacientes abandonados no pueden moverse por todo el centro médico: desde hace unos meses, después de que algunos se contagiaran de la varicela que traían unos niños en urgencias, una puerta los confina a la sección de hospitalización. Varios de ellos matan tiempo en un estrecho pasillo que conecta las habitaciones y funciona como espacio común. El único entretenimiento es un globo amarillo que Camilo y Yuri, pacientes de 31 y 26 años con discapacidad, se lanzan entre sí mientras los demás los miran.

En una habitación, apartado de los otros y aún más en la penumbra, está José Armando Riaño. Es un hombre de 64 años que llegó hace unos días y recién se está adaptando. “No me gusta mucho socializar de buenas a primeras porque en el pasado he salido mal librado”, relata, sentado en su cama. Llegó por una deficiencia de oxígeno que está bajo control, pero que le impide seguir trabajando como vendedor ambulante. Tiene una relación distante con su hija. El único apoyo es una hermana mayor, que tiene una hija con cáncer y no puede hacerse cargo de él. Dice, entonces, que conseguir un cupo en un centro de cuidado es su única opción. Le preocupa que le han dicho que esto puede implicar años de espera en el Samper Mendoza, donde otros pacientes lo despiertan en las noches, los días son monótonos y la única distracción es su celular.

La trabajadora social del hospital, Mariluz Salazar, explica que no hay actividades lúdicas. “No las hago porque somos un centro de salud, no de protección”, dice. “Si las hiciéramos, se la dejaríamos fácil a Integración Social, que debe ofrecer esos servicios”, añade. Habla en un consultorio, tras asegurarse de que la puerta quedó bien cerrada y que los pacientes no la escuchan. Es pragmática y muy sincera: “Si me entrego a todos los abandonados, dejo de lado urgencias y consulta externa. Por más que uno quiera ayudar y ser empático, uno tiene límites”.

Aun así, los pacientes finalmente se encariñan con el hospital y su personal. Cuando se liberan cupos en centros de cuidado, muchos se enferman: les da diarrea, vómitos, fiebre. Salazar, entonces, ha decidido avisarles el mismo día del traslado o, a lo sumo, el día anterior. De esa forma, no tienen tiempo de somatizar las emociones. “Si se enferman, se puede perder el cupo, y esos cupos son súper demorados”, explica. El hospital, después de todo, necesita liberar camas lo más rápido posible.

Los hombres están más solos

La médica Deyna Díaz a veces se pregunta qué hicieron sus pacientes para terminar solos. “Llego a mi casa, veo a mi mamá, y pienso: ‘Diosito, yo no podría dejarla”, relata. Recuerda, entonces, que Gerardo, fallecido a principios de año, le contó un poco sobre los hijos que tenía en España. “Me dijo que no fue un muy buen papá, que cometió errores de juventud”, rememora. Es una historia frecuente entre los hombres, que están sobrerrepresentados: seis de los siete pacientes abandonados en Usme son masculinos. La trabajadora social Yuly Duarte explica: “Las mujeres que están en abandono usualmente no tuvieron hijos, pero los hombres sí. Y los hijos dicen: ‘Él nunca me dio nada, nunca lo conocí, fue un borracho, me maltrató. Yo no tengo por qué hacerme responsable de él’. Se percibe un rencor y es difícil convencerlos de que sus padres se han vuelto niños que los necesitan”.

La trabajadora social Mariluz Salazar coincide y agrega otros factores. Cuenta que gran parte de los pacientes abandonados del Samper Mendoza, donde 9 de los 11 son hombres, vienen de las unidades de salud mental del centroriente de Bogotá. Allí, entre los pacientes psiquiátricos, ya existe una sobrerrepresentación masculina. Asimismo, señala que los hombres son menos propensos a pedir ayuda. “José Armando tiene 64 años y una hermana mayor, pero dice que no quiere ser una carga para ella. Una mujer nunca te va a decir eso”.

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