Colombia despide en silencio la Bachué de Rozo, un tesoro artístico incomprendido

El mayor coleccionista de arte de Argentina adquiere la icónica escultura de la diosa indígena para exponerla en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA)

(Izquierda) La Bachué de espaldas. (Derecha) La Bachué en el patio central del pabellón de Colombia, en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, en 1927.Jorge González

La noticia apenas ha hecho ruido. Pero Eduardo Costantini, acaso el mayor coleccionista de Argentina, acaba de adquirir uno de los tesoros más incomprendidos de la cultura colombiana. La escultura, bautizada Bachué, lleva la firma del artista Rómulo Rozo (Colombia, 1899- México, 1964). Desde 2008 perteneció al galerista antioqueño José Darío Gutiérrez, quien ahora se desprende de ella en una transacción cerrada a principios de agosto por un monto protegido bajo las cláusulas de confidencialidad. Se trata, quizás, del peregrinaje final de una talla en granito negro de 1,70 metros de alta, considerada como obra maestra y ficha clave en la evolución de las vanguardias artísticas de la Colombia de hace un siglo.

Nada de esto ha bastado para despertar la curiosidad del público general por el trabajo de un escultor cuya biografía permanece algo oscura. Tampoco ha ayudado el hecho de que la Bachué, desde su concepción en París, en 1925, parece haber sido proscrita del canon nacional, esa construcción algo arbitraria que establece cuáles deben ser los hitos en la historia de las artes plásticas. Durante décadas, incluso, se perdió del radar. Se desconoció su paradero. El historiador y crítico de arte Álvaro Medina trata de explicar desde ahí el silencio del país frente a la partida de la diosa muisca hacia Buenos Aires.

(Izquierda) Retrato de Rómulo Rozo, en París, en mayo de 1931. (Derecha) Rómulo Rozo tallando la Bachué en su taller, en 1925.Desconocido/Pierre Choumoff

“El heredero de una acaudalada familia ligada a las minas de oro la ofreció en el año 2008 o 2009 al Banco de la República y al Museo Nacional, y a ninguno de los dos le interesó”, recuerda el experto. ¿Cuál fue la razón? En las instituciones culturales colombianas, continúa, han prevalecido los recelos de la crítica Marta Traba (Argentina, 1923 - España, 1983) con el trabajo de la generación de Rozo (llamados, precisamente, “los bachué”). “La artista Beatriz González, una ‘trabista’ furibunda, influyó mucho en aquel rechazo. Ella trabajaba en ese entonces en el Museo Nacional y tenía asiento en la junta de adquisiciones del Banco de la República, y no le interesaban para nada los artistas de ese grupo”.

La versión original de la Bachué mide algo más de 30 centímetros. Fue esculpida y fundida en bronce. Su primer propietario fue Eduardo Santos, expresidente y embajador a mediados de los años 20 en la capital francesa. Casi en paralelo, Rozo elaboró por encargo de un industrial colombiano afincado en París una variación más alta, que conservaba el brillo oscuro de la piedra negra. Esa talla desembarcó en 1929 como préstamo, por un puñado de meses, en el pabellón de Colombia para la Exposición Iberoamericana de Sevilla. (Un reconocimiento singular en esta historia, donde la influencia del embajador Santos debió ser definitiva).

Se trataba, en todo caso, de la misma que le produjo al también fundador y presidente honorario del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), Eduardo Costantini, un enorme “deslumbramiento” al verla en imágenes. Lo relata en conversación telefónica con EL PAÍS. Y cuenta con entusiasmo que la Bachué será trasladada a Buenos Aires en noviembre, cuando acabe su recorrido en la Bienal de Venecia, donde se exhibe actualmente. La idea es que la escultura comparta lugar con obras de artistas como el mexicano Diego Rivera o la brasileña Tarsila do Amaral. “Será muy interesante poner, como se merece, esta obra en un espacio público. En una colección permanente de arte latinoamericano que le hará muy bien a la historia cultural y a la figura de un gran artista como Rómulo Rozo”.

El MALBA nació en 2001 con la donación de toda la colección particular de Costantini. Las grandes piezas que compró después también han sido puestas a disposición del museo con préstamos de largo plazo. “La idea, en principio, es poner la Bachué durante más de un año. Todo depende de las condiciones de las leyes argentinas. Luego, en septiembre de 2026, la vamos a volver a sacar seguro para los 25 años del MALBA como una de las piezas centrales de la colección”, detalla.

Un escultor desconocido

¿Siguen pesando los dictámenes de Marta Traba en los circuitos culturales colombianos? Al coleccionista y galerista José Darío Gutiérrez, que aún atesora la talla más pequeña de la Bachué, le quedan pocas dudas: “Es increíble, pero es verdad. Eso tiene una raíz mucho más profunda. Durante 20 años publicamos 3 libros con 18 ensayos críticos dentro del Proyecto Bachué. Buscamos, a través de la divulgación, su lugar en el espíritu del mundo cultural colombiano y creo, con algo de frustración, que no lo logramos porque desde la institucionalidad no hubo ninguna preocupación alrededor de la pieza”.

Cuenta que aquella “estructura de resistencia” echa raíz en los años 30 y se instala con fuerza en los 60. La vanguardia a la que perteneció Rozo fue, como en otros países del mundo, un movimiento encajonado dentro del “mal arte” o “arte degenerado”. Por eso, quizás, la pista de las dos esculturas resulta movediza durante más de medio siglo. Hasta 1974, cuando la Biblioteca Nacional de Colombia las localiza en manos de particulares para inaugurar la primera exposición sobre el trabajo de Rozo. Un reconocimiento, tardío sin duda, para un escultor que había fallecido una década antes.

Un cuarto de siglo más tarde, a finales de los 90, México organizó una exposición para conmemorar el natalicio del escultor boyacense en el Palacio Nacional de Bellas Artes. La retrospectiva, que contó con la ayuda del Gobierno colombiano, también se presentó en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. “Nadie conocía las esculturas. Son parte de un movimiento maldito. Rozo es un desconocido en Colombia, a pesar de que su trabajo se ha exhibido en el Museo del Oro, en la Galería Mundo, y hasta en el Club El Nogal”, se lamenta el crítico de arte Álvaro Medina.

Una de las esculturas de Bachué de Roso de la colección de José Darío Gutiérrez.

Serpientes ancestrales en París

¿Dónde reside, entonces, la importancia de la Bachué? El catedrático de Arte Latinoamericano en la Universidad de Granada Rodrigo Gutiérrez Viñuales comisarió en 2023 la exposición Antes de América, Fuentes originarias en la cultura moderna para la Fundación Juan March de Madrid. De las 630 piezas exhibidas, entre las que se contaban obras de Liechtenstein, Man Ray, Rufino Tamayo o Jorge de Oteiza, destaca a la Bachué de Rozo.

“Es una obra maestra”, asegura el académico en conversación con este diario, “un trabajo central en la recuperación del trabajo manual y de lo precolombino en el arte moderno. Confluyen varias cosas. La formación de Rómulo Rozo como orfebre y escultor. También la manera de tallar y trabajar los signos es muy especial, muy delicada y alejada de cierto tono primitivista”. No en vano, añade, Rozo es de los poquísimos escultores latinoamericanos a los que se les ha dedicado tres libros completos. Él mismo publicó uno de ellos, titulado Rómulo Rozo, Tallando Patria (La Silueta Ediciones): “Si se quiere comprender el arte contemporáneo en Colombia, sin duda, habría que empezar por la Bachué. Esa es la obra insigne”.

Costantini añade con certeza que es una obra pionera en Latinoamérica. Y Álvaro Medina apunta que es el momento fundacional del arte moderno en Colombia: “Los chibchas jamás habían representado a sus dioses. Ninguna investigación arqueológica ha encontrado una figura de Tequendama, por ejemplo. Por eso, Rozo parte de ceros, con las leyendas que recogieron los cronistas de indias como única guía”. Era, dice Gutiérrez, un desafío frontal a los parámetros academicistas clásicos europeos, que envolvieron el ideal de belleza dentro de proporciones y estándares fijados hace 20 siglos en el mundo grecorromano.

La vanguardia, por el contrario, quiso escudriñar en los orígenes locales, en línea con otros movimientos latinoamericanos contemporáneos que ahondaron en los pasados indígenas. En ocasiones con el fin de crear un relato de nación. En el caso de Rozo, con una intención deliberada de incorporar asuntos antropológicos y desechar la búsqueda de representaciones “perfectas”. Basta con echar un vistazo a la Bachué. Su base, que funciona como pedestal para la diosa, muestra unas leves rasgaduras ondulantes que se asemejan a la fluctuación del agua sagrada. Luego, varias serpientes que los muiscas consideraban padres ancestrales, empiezan a trepar como enrollando a la figura. En este punto emerge la silueta delicada y curvilínea de la mujer que, saliendo de la laguna de Iguaque en el mito indígena, lleva en la cabeza a un bebé enmascarado entre una suerte de tocado cónico. Misticismo, historia y seducción.

Álvaro Medina precisa que el universo de Rozo se nutre del trabajo de Picasso con elementos “marginales de las culturas africanas”. También de las reflexiones del muralista mexicano David Alfaro Siquieros: “En 1922 ya hay cuestionamientos sobre el olvido de las culturas mayas y aztecas dentro del arte. Por eso, Rozo adopta en el 25 a la cultura chibcha, a los pueblos primitivos, como material de trabajo simbólico en París. Reafirma que no somos europeos, que tenemos que buscar una expresión propia latinoamericana”. Es el indigenismo en su vertiente colombiana.

El presidente Eduardo Santos reconoció al escultor, y en 1931 lo nombró agregado cultural de la embajada de Colombia en México. El boyacense tuvo cinco hijos y dos esposas. Falleció en Mérida, capital del sureño Estado de Yucatán, en 1964. De extracción humilde, trabajó primero como lustrabotas o vendedor de periódicos en las calles de Bogotá. Luego aprendió a tallar las piedras de construcciones monumentales como la Estación de la Sabana y el Capitolio Nacional.

No realizó, en el fondo, ningún otro oficio desde entonces. Y a su talento unió algo de suerte para abrirse camino en talleres de escultura y orfebrería. En 1922 partió hacia España y nunca regresó a Colombia: “La obra de Rozo es una invitación a pensar quiénes somos”, remata José Darío Gutiérrez con un punto de desilusión, “a construirnos a partir de nuestras preocupaciones y no de cómo nos soñamos. Hay una invitación a escuchar el sonido de la tierra”.

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