Desmontando la burroteca
El sistema de conocimiento propio de los pueblos indígenas no es equivalente a una “burroteca” como lo afirmó hace poco una senadora de la República. La memoria indígena, subterránea y astral, es a la vez atávica e intemporal
Llegó a la escuela de su comunidad hablando solamente mai coca, su lengua. A los cinco años, era el niño que mejor dibujaba. Un niño siona que pintaba tigres, gente, paisajes perfectos, para el asombro de sus maestros. Y de sus compañeros, que apenas si garabateaban. Los demás niños le ofrecían tratos a cambio de que él hiciera para ellos los dibujos que los maestros esperaban encontrar en sus cuadernos. Él sólo aceptaba, como pago por su arte, el trocito de carne que les daban a diario para el almuerzo. Sólo había uno para cada niño y tenía el tamaño de un dedo pulgar. Durante un tiemp...
Llegó a la escuela de su comunidad hablando solamente mai coca, su lengua. A los cinco años, era el niño que mejor dibujaba. Un niño siona que pintaba tigres, gente, paisajes perfectos, para el asombro de sus maestros. Y de sus compañeros, que apenas si garabateaban. Los demás niños le ofrecían tratos a cambio de que él hiciera para ellos los dibujos que los maestros esperaban encontrar en sus cuadernos. Él sólo aceptaba, como pago por su arte, el trocito de carne que les daban a diario para el almuerzo. Sólo había uno para cada niño y tenía el tamaño de un dedo pulgar. Durante un tiempo, comió mejor que todos. A pesar de su cortísima edad, pronto cayó en la cuenta de que había creado una ley de abuso. Se lo reprochó a sí mismo, y puso en cintura a quienes voluntariamente se habían sometido a semejante asimetría. Se liberó él de la tiranía de su virtud y despertó a los demás del letargo de la comodidad.
En esa época, el maestro les pidió que escribieran un cuento. Para entonces, el niño siona ya dominaba el español y era el que mejor leía. Decidió escribir una historia que recogió el pensamiento con el que había cerrado su reciente experiencia, y que capturó la atención de todo el colegio. El título era El Rey que amaba la Ley. Una historia sobre un gobernante que amaba la ley, porque la hacía cuidando que fuera siempre bondadosa e igual para todos. Incluso para él.
Setenta años después, recordaba todo con claridad en su casa de yagé, vestido con su cusma blanca, collares y una inmensa corona de plumas coloridas que acompañaba el resto de su poder de Yai Bain. El poder de un Taita capaz de domar la fuerza de cualquier noche de tormentas amazónicas, recorrida por serpientes o jaguares, y acechada por comandos armados hasta las muelas. Como aquella en que recordó la torpeza de las leyes impuestas en función del sometimiento, y resintió que el Derecho perpetuara la inequidad sobre fórmulas basadas en la ignorancia. La ley se escribe desde lejos, dijo. Reduce la riqueza del planeta y la virtud del hombre. Desconoce y reprime el poder de modelos incompatibles con el prometido crecimiento económico perpetuo.
La sabiduría de ese mayor, uno de los cuarenta o cincuenta que aún hablan la lengua mai coca, nada tiene que ver con la tecnología o la academia. El conocimiento y la memoria indígenas tienen orígenes distintos, como quedó documentado en un bellísimo informe del CNMH, escrito con un método coral con los sabios indígenas, que se llama Tiempos de Vida y Muerte.
La memoria indígena, subterránea y astral a la vez, es atávica e intemporal. No se reduce a la duración de las personas. Tiene los tiempos de la tierra. Rebrota en los lugares de fuerza y reproducción de la vida: alrededor del fuego, en las tulpas, kankurúas, casas de yagé y otros lugares espirituales e íntimos de los pueblos. En los que se celebran ceremonias para que la chicha dulce, el ayú, el tabaco, el yopo o el yagé conecten la palabra y el pensamiento con el ciclo de la vida y la muerte. Para que se reproduzca y evolucione el conocimiento.
Muchas de sus explicaciones, difíciles para mentes lineales como las nuestras, terminan en conclusiones aceptables para la ciencia occidental. Un funcionario público de alto nivel me contaba, alguna vez, sobre la resistencia de un pueblo indígena que no permitía perforaciones en un lugar sagrado que, a su vez, era clave para un proyecto de extracción de hidrocarburos. Al final, con técnicos biólogos y geólogos, el funcionario corroboró la existencia de un cuerpo de agua subterránea de altísimo valor ecosistémico. No se podía perforar. Tenían razón.
Son sistemas de conocimiento complejos y sofisticados. Sus fuentes no pueden interconectarse digitalmente, sus sabios no dependen de las TIC, los procesos de construcción de sus certezas no consultan el método científico. Son datos incontestables que deberían despertar interés intelectual frente a eventos como el que narraba el funcionario amigo. O como tantos otros que sólo pueden conocerse desde posiciones éticas compatibles con la curiosidad epistémica, y no desde la petulancia colonial.
Entonces no. El sistema de conocimiento propio de los pueblos indígenas no es equivalente a una “burroteca” como lo afirmó hace poco una senadora de la República, que ondea las banderas de la academia progresista, del animalismo y de la igualdad. Nuestra Constitución no tiene lugar para túneles del tiempo que nos precipiten hacia los estigmas altivos de conquistadores que creyeron imponerse sobre la barbarie, el atraso y el lastre. De su error ya se ha dicho todo. No hace falta recordarlo.
No por burros, senadora, nuestros pueblos indígenas enriquecen el patrimonio inmaterial de la humanidad con más de 500 años de memoria viva, sabiduría contrastada y poder real. Y lo recuerdan cada tanto, a su manera, resguardándonos el paraíso. O rescatando niños después de cuarenta días de supervivencia en la selva voraz. Historias hay muchas. Hay para elegir. Cada una con fuerza suficiente para derrumbar letra a letra su burroteca.
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