Irene Vallejo en Quibdó: calar con dulzura
Hace un par de días entrevisté a Irene Vallejo en Quibdó y admito que aún sigo encontrando significados a lo que ocurrió esa tarde en el auditorio de la Universidad Tecnológica del Chocó (UTCH)
Quibdó, donde nací, es una ciudad vibrante que a las seis de la tarde de un sábado comienza a alistarse para la fiesta nocturna o para el encuentro con amigos después de una larga semana. Los pocos eventos culturales, artísticos o académicos habitualmente ocurren dentro de los horarios de trabajo y casi siempre responden a sus lógicas. Cuando la universidad acogió el evento hubo algo de miedo. El auditorio es grande y si el público resultaba escaso, sería notorio.
Cuando llegué al auditorio, media hora antes de la conversación, una treintena de personas ya estaba ahí, asegurándose los primeros lugares. Vi caras conocidas de profesores universitarios, estudiantes, bibliotecarios y promotores de lectura. Era de esperarse. El trabajo de Irene ha sido luz para todos ellos y reafirma el sentido de lo que hacen.
Irene llegó al Chocó honrando dos amores: el amor hacia sus amigos y el amor por los libros y los procesos de lectura. Velia Vidal es su amiga y también dirige Motete, una iniciativa de promoción de lectura que Irene apoya y vino a conocer en persona.
Velia y yo conocimos a Irene hace un poco mas de dos años, cuando una amiga común nos la presentó una noche en Cartagena. Yo, que no tengo alma de fan y siempre que conozco a un personaje tan reconocido como ella me acerco con la atención puesta en las razones de esa fama, pude ver en ese breve encuentro de dónde venía la suya. Es cierto que es una estudiosa impecable y erudita como pocas sobre el mundo del libro. Pero, a ver, hay más gente así en facultades de Filología, bibliotecas y programas de doctorado. Sin embargo, lo que vi esa noche y sigo viendo hoy es la ausencia de ego en Irene, su actitud interrogativa ante las verdades y secretos del mundo y, sobre todo, su dulzura.
Hoy, cuando la dulzura ha sido puesta del lado negativo de la escala de valor, Irene se mantiene dulce. Su escritura se mueve entre las aguas de la historia con la suavidad de quien habla para conectarse con el otro. No cede una pizca de rigor mientras lo hace y me aventuro a decir que ese es su secreto. Es eso, lo que sabe, le apasiona y cómo nos lo mete en el alma, lo que explica el crecimiento exponencial de la “Tribu del junco”, como ella llama a sus lectores por todo el mundo.
En medio de la gente que iba llegando cada vez más, vimos entrar a Irene. Antes de subir al escenario, conversamos un poco. Pude compartirle una historia como las que, seguramente, ha escuchado cientos de veces. Le conté que el viernes, mientras hacía mi maleta para ir a Quibdó, mi mamá llegó para llevarse a mis hijos el fin de semana y yo aproveché para invitarla a oír el prólogo de El infinito en un junco, en la voz de su autora. Yo lo leí solo el año pasado y cuando el trabajo comenzó a atravesarse en mi camino hacia las últimas cien páginas, compré el audiolibro para escucharlo en el bus de regreso a mi casa al final de cada tarde.
“Siempre he reconocido que, al igual que en tu caso, la voz de mi mamá es el primer recuerdo que tengo de una historia leída o contada”, le dije a Irene, pero ayer, además de reconocerlo, se lo agradecí de viva voz porque sé que ese acto marcó mi camino en la vida. Mi mamá me devolvió la gratitud diciendo que se arrepentía de haber tirado a la basura, durante mi adolescencia, los viejísimos tomos de Lo sé todo que heredé de ella, bajo la excusa de que eran comida de bichos y olían a humedad. Mi madre y yo cerramos así un ciclo de heridas y gratitud. Contárselo a Irene fue el verdadero comienzo de nuestra conversación de esa tarde.
Mientras conversábamos, más y más gente llegaba a libar los pensamientos dulcemente compartidos por Irene: mas profesores, mamás y papás con sus hijos, estudiantes, gestores culturales. Hubo incluso quienes viajaron hasta Quibdó solo para este evento.
La charla fue cálida y cercana. Hablamos de cómo toda acción de salvamento de los libros es, en realidad, un camino para salvarnos a nosotros mismos. De cómo los promotores de lectura, maestros, bibliotecarios, padres, madres y proyectos como Motete son cuidadores de almas que acercan un libro al lector que los necesita en el momento justo. De leer para matizar nuestra impresión de que todo lo que nos pasa está tocando al mundo por primera vez. De cómo los libros y la escritura son puerto de partida que nos desembarcan en destinos a veces insospechados, pero siempre maravillosos.
En el caso de Quibdó, su viaje comenzó hace un par de años con la lectura de Aguas de estuario, el primer libro de Velia. Allí supo de Motete y se interesó por apoyar sus clubes de lectura Selva de letras. Alistó los aparejos por un tiempo y finalmente desembarcó para conocer el proyecto. En medio de nuestra conversación, se vistió la cabeza con el motete, un canasto tradicional del Chocó, que los niños de los clubes de lectura habían adornado con la imagen de un junco para bautizarla como su “madrina motetuda”. Fue quizás el momento más emotivo de la conversación. El público respondió con su sonrisa y su aplauso, pero, ante todo, con su atención. Una atención que no aflojó ni un instante y que se dibujaba en cada rostro.
El Chocó, como el resto del Pacífico, no es una plaza fácil, somos pueblos que dudan de lo traído de afuera, nuestra historia nos ha enseñado a desconfiar de las maravillas de lo importado y el racismo estructural ha calcificado ese sentimiento. Por otro lado, en Quibdó hemos tenido también mejores tiempos, tiempos en los que las letras, las artes, la arquitectura y el conocimiento nos movieron como sociedad. Tiempos de tertulias literarias en cafés hoy reducidos a cantinas, de arquitecturas conservadas bellamente en las que hoy se incrustan discotecas, de barcazas poéticas sobre el río Atrato y de periódicos que abanderaron nuestras luchas políticas y hoy sobreviven solo en el recuerdo.
Bajo nuestra piel, desde unas cuantas generaciones de distancia, sigue latiendo el amor por las artes y el conocimiento, junto a la demanda de trato digno e igualitario que tan esquivo es con nuestros pueblos. La voz de Irene, atravesada por la erudición y la dulzura, planteó para sus lectores en el Chocó una conversación. Estuvimos dispuestos a entrar en ella porque reconocemos la valía de las ideas, nos sabemos herederos de una tradición de artes y letras que los vientos de la desigualdad, la politiquería y la indolencia no han podido apagar.
Al terminar la conversación, una larga fila de lectores esperaba la firma de alguno de los libros de Irene, o varios, y una foto con ella. Mi memoria me permite recordar a un único escritor que llenó ese auditorio para ser escuchado por el Chocó hace 15 años: Arnoldo Palacios. En aquel día, tal como en la tarde del sábado, fueron las ideas lúcidas, el amor por los libros y las letras, y el trato honroso los que convocaron a la gente.
Las puertas de la Universidad Tecnológica del Chocó no cerraron hasta ya entrada la noche, hasta que el último lector salió con su libro firmado. El camino de salida se llenó de los comentarios satisfechos, de los agradecimientos por el evento, de los pedidos de “más como esto”, de cientos de conversaciones sobre libros y lectura que nacieron allá dentro.
Al día siguiente, junto al equipo de Motete, navegamos río arriba, por el Atrato, hasta el vecino Río Quito para llegar a La Soledad. Las fotos de mi carrete muestran a Irene con los ojos puestos sobre el río terroso o clavados en la selva de la orilla. Se ve sentada a la mitad de la champa, llevando un motete con libros para leer a los niños de la Institución Educativa Antonio Anglés. En pleno domingo, ellos esperaban su visita. Saben que la “Champa de letras” siempre llega remontando el río con nuevas historias y viajes a través de los libros, y esta vez no fue distinto. Vivieron una bella lectura en voz alta que sus almas de lectores disfrutaron de principio a fin. Después de los juegos y las rondas, nosotros nos despedimos, pero los libros se quedaron.
En un intercambio justo Irene dejó, entre otros textos, la edición ilustrada de El infinito en un junco. Así los niños de La Soledad sabrán como los libros sobrevivieron en la antigüedad occidental e Irene pudo ver cómo es que los libros y sus lectores viven aquí.
De regreso a Quibdó, la nostalgia de dejar el Atrato me golpeó como siempre. En este río se embarcan el cuerpo y el alma, pero solo el cuerpo se baja de la champa al atracar en el puerto. Yo quisiera que le pase a cada persona en el mundo. Irene dejó, sin duda, un pedazo de alma en cada palabra de nuestra conversación para sus lectores y en cada libro en manos de nuestros niños.
Así, entre almas que se tocan con dulzura, queda también el hondo deseo de una ciudad ansiosa por vibrar con las artes y la cultura como lo ha hecho antes. Una ciudad que tiene sed y lo muestra acudiendo con ganas a donde pueda beber, una ciudad que merece su teatro terminado, una agenda cultural permanente, escenarios para escuchar y promover sus propias voces y manifestaciones, conversación abierta con el mundo. Una ciudad que quiere lo de siempre: garantía plena de derechos, acceso, oportunidad.
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