El sacrificio para llegar a la escuela en La Guajira: dos horas de camino entre la maleza
En esta península en el norte de Colombia, en la frontera con Venezuela, las escuelas rurales del Estado se hallan en pésimas condiciones
Caminan entre la maleza, guijarros filosos y pedruscos les dificultan cada paso. Un viento intenso, ardiente y seco, levanta oleadas de arena. Las hermanas Kashii, de 9 años, y María, de 11, están despiertas desde las cinco de la mañana. Vestidas con mantas tradicionales y con los uniformes guardados en el maletín para no ensuciarlos, salen sin desayunar de San Luis, su comunidad, a cuatro kilómetros del colegio. De regreso, harán el mismo recorrido. Durante dos horas, avanzan bajo el sol que se intensifica con el transcurso del día. Cruzan riachuelos, esquivan víboras de cascabel, boas y caza...
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Caminan entre la maleza, guijarros filosos y pedruscos les dificultan cada paso. Un viento intenso, ardiente y seco, levanta oleadas de arena. Las hermanas Kashii, de 9 años, y María, de 11, están despiertas desde las cinco de la mañana. Vestidas con mantas tradicionales y con los uniformes guardados en el maletín para no ensuciarlos, salen sin desayunar de San Luis, su comunidad, a cuatro kilómetros del colegio. De regreso, harán el mismo recorrido. Durante dos horas, avanzan bajo el sol que se intensifica con el transcurso del día. Cruzan riachuelos, esquivan víboras de cascabel, boas y cazadoras que acechan en la densa maleza. Nada detiene su determinación. Cuando están cerca, se quitan las mantas y, con astucia, las ocultan debajo de un tronco. Ahí, en medio de la espesura del bosque, se ponen el uniforme. Expuestos a diversos peligros, cientos de niños recorren todos los días el desierto y el monte para llegar a escuelas que son, más bien, enramadas. No hay baños ni electricidad ni agua ni biblioteca.
Paraguachón es un corregimiento en el extremo norte de Colombia, cerca de la frontera con Venezuela. Allí está el estatal Centro Educativo Indígena # 6, conformado por cuatro escuelas rurales y una urbana que representan la única oportunidad de educación para los niños de la zona. No obstante, casi todas las sedes están en condiciones ruinosas. Georgina Deluquez, directora del centro educativo, ha denunciado tantas veces la mala calidad de las infraestructuras, la inseguridad, la falta de agua y de mantenimiento de las vías que, incluso, ha recibido amenazas de muerte.
Los niños desafían una realidad apabullante: el 28,6% de la población mayor de 15 años de La Guajira es analfabeta, el triple del promedio nacional, del 9,5%, de acuerdo con el Departamento Nacional de Estadística (DANE). El Centro Educativo Indígena # 6 atiende un total de 2.000 estudiantes hasta el grado noveno. Muchos niños no logran terminar el bachillerato por falta de transporte hasta Maicao, la cabecera del municipio, donde sí hay escuelas hasta once, el último grado.
Cada sede tiene una vegetación diferente. La denominada La Voluntad de Dios está ubicada en Maimajasay, que en wayuunaiki (la lengua de los wayúu) significa “tierra donde hay mucha arena”. Es la más lejana: queda a una hora de Maicao en carro, serpenteando por un camino de tierra quebradiza con barrizales en los que a veces quedan atollados los carros. En el recorrido hay retenes señalados con cabuyas que han puesto los indígenas. Un camión con niños apretujados de pie, como si fueran chivos, está varado en mitad del camino y tapona el paso. Los niños se tienen que bajar y ocho adultos empujan el camión para correrlo y poder seguir.
A estas alturas del año, los lápices de los niños están muy gastados, cortos. Ataviados con gorros de Navidad, saludan con tanta euforia como si hubiesen desayunado un festín. Algunos toman clase debajo de un árbol de marañón, una especie exótica en la zona, mientras que otros lo hacen en casuchas de tejas que se sostienen con estacas de guayacán. Hay unas casas prefabricadas de plástico, de segunda mano y en mal estado, proporcionadas por la alcaldía, que están en desuso debido a que el calor ardiente hace que usarlas resulte insoportable; no son adecuadas para un clima cálido y los niños prefieren recibir clases al aire libre. Hay guirnaldas sobre las estacas, muñecos de nieve y Papás Noel suspendidos en el aire y, sobre unos costales, a modo de cartelera, dibujos de renos expuestos por los niños. Los adornos de navidad destellan alegría y contrastan con la infinita pobreza.
Por lo general, los profesores dictan clases a dos cursos al tiempo: prescolar y primero, segundo y tercero, y cuarto y quinto. Los niños reciben clases en medio de chivos, ovejas, vacas y pavos que deambulan por el patio, impregnando el aire con el olor de la boñiga. Un perro esquelético persigue a una gallina. El lugar parece más una finca que una escuela. No hay laboratorios ni canchas deportivas ni enfermería. Ni siquiera hay señal de teléfono.
José, un niño escuálido de nueve años, tiene la piel amarillenta y el rostro anguloso bañado en sudor. Sentado en un pupitre anticuado y duro, sacude la arena del cuaderno a cada rato. Cuenta que el año pasado probó por primera vez una manzana.
—Seño, ¿esto qué es? —le preguntó sorprendido a la profesora.
El anterior operador privado del programa de alimentación escolar solo les llevaba bananos, era la única fruta que conocían. Habían visto las peras y las manzanas solo en cartillas; cuando las tuvieron en sus manos fue todo un acontecimiento. Georgina Deluquez denunció por corrupción a los anteriores responsables del programa de alimentación, pues llegaron a servirles comida con gusanos. Se armó de valor y se enfrentó al alcalde de Maicao para impedir que los volviesen a contratar, lo que le costó amenazas: en un mensaje anónimo que le llegó a su teléfono le dijeron que se quedara quieta, porque más falta le haría a una escuela que al cementerio.
—El transporte, la alimentación y los kits escolares son estrategias de permanencia de los niños en las escuelas, pero los políticos de La Guajira se los pelean como si fueran piñatas —sentencia.
José nunca ha visto un computador. Cuando sea grande quiere cultivar la tierra y cuidar los animales. En su casa cocinan con leña y duermen en chinchorros. No hay fluido eléctrico ni agua. El niño camina durante dos horas por el bosque en guaireñas, unas cotizas tejidas en hilo y con suela de neumáticos, que lucen raídas y llenas de arena. El sol y el polvo le agotan. Con sus dos hermanos, se desplaza desde Rancho Luna, Venezuela. Van limpiando el camino con un machete, juegan y hacen corretear a los burros. Con el sol del mediodía, el regreso se hace más extenuante.
Más del 50% de la comunidad estudiantil está en situaciones pendulares similares a la de José: viven en Venezuela pero estudian en Colombia; son venezolanos migrantes o colombianos que retornaron. Debido a la crisis, muchas escuelas clausuraron en Venezuela. Los que asisten a las escuelas rurales son wayúu, la etnia indígena más grande de los dos países, que antes habitaban una sola Guajira, haya o no fronteras. La mayoría tiene doble nacionalidad.
Caminar en medio de la maleza es peligroso: una niña fue acosada por un adulto cuando ella se cambiaba de ropa en el monte. Llegó al colegio ahogada en llanto, temblando. Los niños más afortunados se apiñan en el único camión que tiene el centro educativo para 2.000 estudiantes. La profesora Georgina, directora desde hace 23 años, ha pedido en vano más transportes. Mientras tanto, algunos llegan en motos con hasta seis niños, y otros en burros. Debido a la ola de calor de agosto, varios animales murieron de sed y los niños tuvieron que ausentarse del colegio, cuenta Marianela González, enlace comunitario con los wayúus. Para que no perdieran el periodo escolar, ella les llevaba las guías a casa.
Los niños están acostumbrados a beber agua no potable porque es lo que hay. La obtienen de jagüeyes, pozos estancados de agua insalubre donde también beben los animales. Algunos han sido hospitalizados por infecciones renales asociadas a ese consumo, y a otros se les forman hongos en la piel, cuenta la profesora Nadime Fernández. “Nos abastecemos con el agua que Dios nos manda, la del cielo cuando está lloviendo”, cuenta. Cuando detecta un niño desnutrido, lo reporta a la IPS (Institución Prestadora de Salud). Si el agua escasea en las áreas urbanas, la cobertura en las rurales, incluyendo agua que no es necesariamente potable, es de solo 13% en toda La Guajira.
Varios niños se han desmayado de hambre en la formación. Para muchos de ellos, el desayuno de la escuela es el único alimento que prueban en todo el día, un incentivo para asistir a clase. El hambre afecta sus capacidades de aprendizaje. Las recientes cifras oficiales son abrumadoras: 55 niños y niñas menores de cinco años murieron por desnutrición en La Guajira entre enero y septiembre de 2023, según el Instituto Nacional de Salud. De este mismo periodo reportaron casi 2.000 casos de desnutrición aguda en menores del mismo rango de edad; no obstante, el subregistro hace que la cantidad de casos siempre sea mayor.
La Voluntad de Dios está en un terreno cedido por los padres de familia, sin las condiciones mínimas para ser llamada escuela. Ni siquiera hay baños y los niños deben adentrarse en el monte para hacer sus necesidades. A pesar de las carencias, la Alcaldía construyó, en contra de las razones de la autoridad indígena, otra aula en la misma comunidad, pero está vacía: no hay estudiantes. El Municipio pretendía que los estudiantes se trasladaran a esa otra sede, pero los padres de familia se opusieron para evitar conflictos interclaniles. Este diario intentó comunicarse reiteradas veces con Mohamad Dasuki, alcalde de Maicao, y Elion Medina, secretario de Educación del municipio, pero no hubo respuesta.
Tres en una bicicleta
En el camino estrecho, las ramas de los árboles golpean los flancos de la camioneta, que levanta una gran polvareda. Por un momento se detiene y los ocupantes se bajan. Descienden una pendiente de cieno, resbaladiza, y vadean un arroyo crecido debido a la lluvia. Es el día a día para llegar a Mulamana, la más desértica de las sedes. Los niños toman clases bajo un trupillo, un árbol nativo resistente al intenso verano pero que no proyecta suficiente sombra.
Jimay, de 13 años, habla con resignación, sin miedo y con dominio de sí en cada frase. Él y sus dos hermanos viajan en una bicicleta ensamblada con partes de otras, de modo que la rueda delantera es diferente a la trasera. Durante dos horas, desde Arepeta (Venezuela), enfrentan los escollos del árido camino de herradura, a veces con caídas y esquivando serpientes. Kairun, la niña de siete años, va sentada en una tablita de madera dispuesta por ellos; Jasay, de 14, va de pie, en los estribos; Jimay maneja. Los hermanos se detienen ocasionalmente en el camino para turnarse. Cuando el río está crecido, dejan la bicicleta del otro lado y cargan a su hermana para vadearlo. “Una vez nos caímos y tuvimos que regresar para cambiarnos”, dice Jimay, mostrando sus únicos dos cuadernos arrugados por la lluvia; algunos ejercicios de multiplicaciones ya no se pueden ver. El cuarto hermano, el mayor, no ha podido volver a la escuela porque le robaron una bicicleta similar.
Aunque lo contempla el manual de convivencia, en las escuelas de Paraguachón no exigen cumplir con el uso del uniforme ni con el horario. Tampoco les piden libros ni les dejan tareas para hacer en casa, pues el solo desplazamiento es agotador.
Un río que escasea en una región rica en minerales
La situación de hambruna se ha agravado desde que el único río de la región, el Ranchería, fue represado y el agua se ha destinado para los grandes hacendados y las empresas carboníferas de La Guajira. Nunca se ha construido una red de tuberías para llevar agua de la represa a las comunidades indígenas apartadas en el desierto. Las comunidades sacaban el agua de pozos subterráneos surtidos por el río, pero las prolongadas sequías y la falta de construcción y mantenimiento de molinos y pozos han empeorado la situación.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha dictado tres medidas cautelares en defensa de los niños, adolescentes, mujeres gestantes y lactantes y personas mayores del departamento, pero el Estado ha incumplido esos mecanismos de protección ante la urgente necesidad de evitar daños irreparables a sus derechos. Tal es el caso de la comunidad wayúu, donde fallecen principalmente niños por causas asociadas a la desnutrición.
El caso en la CIDH fue promovido en 2015 por la abogada Carolina Sáchica Moreno y, si persiste la grave situación humanitaria, podría pasar a ser de conocimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el tribunal que puede sancionar a los Estados y ordenar indemnizaciones por los estragos que ha sufrido la comunidad indígena.
La Guajira es el departamento en el que se registran más muertes de niños por desnutrición y por la mala calidad del agua. Las organizaciones indígenas estiman que en los últimos años han muerto más de 5.000 niños wayúu. Muchos hacen parte de programas estatales. De hecho, un informe reciente de la Contraloría expuso que, entre 2019 y 2022, de 265 niños fallecidos reportados, 95 estaban en programas del Bienestar Familiar.
Después de Chocó, La Guajira es el segundo departamento más pobre de Colombia. Entre 2021 y 2022, el índice de pobreza monetaria aumentó: pasó de 58% a 65,4%, de acuerdo con el último reporte del DANE. En contraste, es una tierra rica en minerales: produce el 36% del carbón del país, y también se extrae gas y sal marina.
Este año, el presidente Petro gobernó desde La Guajira durante una semana y declaró el estado de emergencia económica, social y ecológica; sin embargo, recientemente la Corte Constitucional dejó sin efecto la declaratoria, argumentando que la emergencia está diseñada para urgencias imprevistas, mientras que este caso es el resultado de años de abandono estatal. El departamento ha tenido una decena de gobernadores en los últimos diez años, incluyendo capturados en ejercicio, y destituidos por corrupción y hasta por homicidio.
Sin techo
La sede Jotomana, que en wayuunaiki significa “tierra que arde”, tenía un salón para los estudiantes. Pero, tras fuertes vientos y lluvias intensas en junio, el techo se cayó y hoy solo queda su esqueleto carcomido. Los niños estudian afuera, a la sombra de un árbol de dividivi, para que no les caiga encima lo que queda del aula. Georgina ha enviado derechos de petición a la Unidad de Gestión de Riesgos y a la Secretaría de Educación, que, cuenta, siempre quedan sin respuesta.
Las profesoras de la sede financian de su bolsillo los materiales didácticos con los que trabajan. Si ven alguna silla abandonada en la calle, la recogen y la llevan a la escuela para acondicionarla. Todo puede servir, incluso el reverso de los volantes publicitarios de la reciente campaña política que inundaron las calles, que son utilizados para sacar fotocopias o para que los niños dibujen. Dictan clases en español y wayuunaiki.
Como tampoco tienen transporte, las profesoras facilitan el desplazamiento a los niños en un camión. La inseguridad y mal estado de las vías son otras preocupaciones. Cuando llueve, cancelan clases porque los vehículos quedan inmovilizados por el barro. En los últimos dos años han atracado cinco veces a las profesoras. Los delincuentes golpearon a varias de ellas y abusaron de una niña de 11 años. En uno de los atracos, robaron una camioneta. Las súplicas para que haya custodia en la zona no han servido; la alcaldía les propuso que no volviesen a trabajar en esas escuelas, de acuerdo con la profesora Georgina.
Invasión en una escuela
Decenas de familias han llegado a vivir a Paraguachón para que sus hijos tengan acceso al estudio. En la zona urbana, el gobierno entregó en 2020 la primera de tres fases de un megacolegio que, con apenas dos años de uso, ya muestra signos de deterioro. Las barandas y las canaletas de recolección de agua de lluvia están corroídas por el óxido y hay hundimientos. Una de las mayores preocupaciones obedece a que las cinco hectáreas de terreno destinadas para las otras fases, fueron invadidas antes de que comenzara la obra y ninguna autoridad ha resuelto la situación. El proyecto contempla la construcción de seminternados para que los niños pasen la semana dentro del colegio.
Cuando llueve de noche, Tamara Fernández y su hija Yanny tienen que quedarse de pie hasta que escampe. Viven en una casucha desvencijada, sin piso y con grietas en las láminas de zinc. Alrededor hay cactus con iguarayas, una fruta con espinas. Son wayúus, de Maracaibo, y vinieron a Colombia porque tenían hambre. La mayoría de los invasores del terreno del colegio habita en casas construidas con bolsas y cartón, o al aire libre. Una casa de bahareque es una mansión.
Georgina tiene 55 años y ya está cerca de jubilarse. Su mayor anhelo es mejorar las escuelas. Mientras tanto, los niños pintan con ilusión árboles de Navidad y Papás Noel con colores prestados. Algunos no quieren que finalice el año escolar porque eso significa que no tendrán nada de comer.
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