Peso pluma
A cuenta de qué se desgasta tanto un presidente amado por el pueblo y heraldo de una agenda de reformas imbatibles. Nadie entiende
¿Necesita un Gobierno con amplio respaldo entre la ciudadanía de un “estallido social” para que el Congreso, que se echó al bolsillo desde el primer día, le apruebe reformas diseñadas para el bienestar de la gente?
Resulta poco menos que un desperdicio dedicar valiosas líneas de una columna de opinión a argumentar sobre verdades de Perogrullo, a menos, claro, que se excuse uno en que el hoy y el ahora del país nos haga leer Petrogrullo donde dice Perogrullo.
Treinta y dos años antes del descubrimiento de América, Perogrullo (también conocido como Pero Grillo o Pedro Grullo), habría dicho, según asegura alguien que firmó como Evangelista, que “el primer día de enero que vendrá será primero día del año (…). Este día amanecerá al alba y vendrá una niebla tan grande y tan oscura, que cubrirá el cielo, y no habrá hombre, por ciego que sea, que vea las estrellas a medio día”.
Primero de enero es el primer día del año (un Gobierno aclamado por la gente no necesita de las calles) y amanecerá al alba (cero manifestación o protesta se requiere para aprobar las mejores reformas legales que se hayan visto jamás en estos predios). Listo. Y sobra todo lo de la niebla que cubre el cielo y tapa las estrellas a plena luz del sol.
Como no sea que el presidente dude de su popularidad o de las virtudes de sus propuestas legales. O que, con algo de esa intranquilidad conspirativa que lo acompaña desde siempre, Petro de por sentado, sin reconocerlo, que amplios sectores del país piensan que sus propuestas son mera improvisación. Algo que no puede consentírsele a alguien que lleva décadas preparándose para ponerse al frente de un país que por momentos parece embestirlo.
En un día se le pueden contar treinta o más trinos a un presidente que parece obsesionado con la camorra. Enroscado a su teléfono, Petro reescribe la historia de Ecopetrol; establece el número de armas que el Gobierno le prestó en su momento al Ñeñe Hernández; ata el futuro de las pensiones al cambio de modelo económico; declara la guerra al pacífico profesor Moisés Wasserman, que le reclama por apoyar las tesis de otro profesor, sueco (y algo chueco), que recomienda volar oleoductos; reprende a las víctimas por no haberse movilizado para defender la paz; arremete contra la prensa que no logra digerir; les hace guiños a los exjefes paramilitares; ventila su más nueva obsesión: el bukelismo; exalta el aumento del transporte aéreo en medio de la más aguda crisis del sector; instala a Jesús como guía y compañero de vida y pide se modifique un porro, poco bailado y nada fumado, para que sea el himno de su proyecto político.
Esperaría uno que quien esgrime las reformas más benéficas e innovadoras de la historia, tuviera días más tranquilos. Sobre todo, cuando el pueblo lo aclama de manera tal, que los sonoros vítores que otrora generaban los gaitanes y los galanes parecieran ahora trinos de copetón comparados con la exaltación al pacto-humano-histórico. ¡Y sí que trina este copetón!
Petro es un guerrero. Cada hora es una batalla y cada minuto, una escaramuza. Duerme con un ojo abierto y con los guantes de boxeo bien calzados. Siempre con una vela encendida. ¡De dónde más saldrían las sombras con que se lía a puños sin descanso! A pesar de la ortografía de sus trinos, habrá que comparar a este ardoroso púgil con Antonio Cervantes. Porque de Cardona, de Prudencio Cardona, más bien poco.
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