Cien años de Belisario
Él, Belisario, decía que el libro más importante que todos los demás, recordando al poeta Rafael Maya, era el libro de nuestra vida
De las fondas campesinas de Antioquia, donde aprendió a leer y a escribir a la luz de un candil guiado por arrieros semianalfabetos, salió para ser un humanista quijotesco y un presidente de Colombia. Tenía una caligrafía de monje del siglo XII. Sus manuscritos son de colección. De una autenticidad indiscutible como una esmeralda, se llenó de sabiduría para trabajar por la paz de su país.
Enamorado de Colombia, se dedicó a estudiar las leyes y a investigar los problemas que afectaban a sus compatriotas; se hizo abogado y periodista para denunciar la injusticia. Ascendió rápido en la escala social a través de la academia y de la política. Se ganó así la confianza de sus amigos y el respeto de sus adversarios. Se codeaba con encopetados empresarios y con líderes sociales de los sindicatos más representativos. Manejaba el idioma musical de los bambucos y las letras de las rancheras más atrevidas. Las combinaba con las melodías clásicas de la música culta. Mezclaba lo urbano con el jazz más sofisticado. El bourbon con el aguardiente.
Creció en política al lado y bajo las órdenes del jefe conservador Laureano Gómez, pero compartió esa formación católica y partidista con la admiración por Jorge Eliécer Gaitán, un socialista que se ganó el apoyo del pueblo y quien habría gobernado a la nación si una bala cobarde y asesina no se hubiera accionado para impedirlo. Esas aproximaciones con los sectores ideológicos más heterogéneos lo condujeron inexorablemente a la búsqueda de una candidatura presidencial a la que se le atravesaban obstáculos de toda índole. Su formidable carácter no le permitía abandonar la contienda. Lo intentó una y otra vez hasta que en la cuarta candidatura le llegó el poder.
Su obsesión fue la paz. Fueron cuatro años de trabajo para conseguirla. La logró en América Central mediante el esfuerzo y el liderazgo en el Grupo de Contadora. En nuestro país generó una cultura nacional de paz. Se iniciaron los diálogos con los alzados en armas y se aprobó una ley de amnistía muy generosa. Su lucha se equipara con las evocaciones de Don Quijote y Sancho contra los molinos, personajes literarios a quienes rindió admiración y cariño. Su último libro, Canoa, está dedicado a Cervantes y a sus personajes. Nadie quería que Don Quijote muriera, así como los admiradores de Belisario hubiéramos querido que su cumpleaños cien lo hubiera hecho entre nosotros, pero la Providencia dispuso una cosa diferente.
Él, Belisario, decía que el libro más importante que todos los demás, recordando al poeta Rafael Maya, era el libro de nuestra vida; cada minuto es una línea que escribimos en aquel libro, de modo que su caligrafía es labor incesante. Es cuento, madrigal, fábula, drama, poema heroico, historia novelesca o crónica insignificante. Puede tener una unidad absoluta, o estar concebido en frases discordantes. Lo escribimos con todo nuestro ser y es nuestra ambición no dejar márgenes blancos para que en él quepa toda la historia de nuestro paso por la tierra, pues hay inevitablemente un momento en el que la mano de la muerte se interpone y dibuja el punto aparte. El capítulo que sigue no lo escribimos en la tierra. El libro y la lectura nos llenan de amor y de compañía. Son el antídoto contra la soledad y contra el odio. Y es fuerza el cuidarlos con el celo y el rigor de la biblioteca de la Universidad de Salamanca donde enseñaron Fray Luis de León y don Miguel de Unamuno.
El libro de la vida de Belisario está lleno de esfuerzos desde el gobierno para romper la inequidad social; sacrificios, lecturas, creatividad y sueños. La poesía es un capítulo de excepción. Loor y gloria a don Belisario.
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