Testigo de nuestra guerra

Las fotos Jesús Abad Colorado, uno de los cronistas imprescindibles de esta guerra, son publicadas en cuatro tomos titulados ‘El Testigo’

Una pareja se casa en medio de los destrozos de un atentado en una foto de Jesús Abad Colorado.Jesús Abad Colorado

En mayo de 1992, durante una de las épocas más duras de esta guerra que no las ha tenido distintas, Jesús Abad Colorado llegó a Dabeiba y le tomó una foto a un tablero de clase. La zona estaba sacudida todavía por la última masacre, que la guerrilla de las FARC había cometido en la carretera que va de Medellín a Urabá: había tratado de tomarse el pueblo de Alto Bonito, pero sin éxito, y acabó emboscando a una patrulla del ejército en la entrada del cañón de La llorona. Los cuerpos de las víctimas, catorce sol...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En mayo de 1992, durante una de las épocas más duras de esta guerra que no las ha tenido distintas, Jesús Abad Colorado llegó a Dabeiba y le tomó una foto a un tablero de clase. La zona estaba sacudida todavía por la última masacre, que la guerrilla de las FARC había cometido en la carretera que va de Medellín a Urabá: había tratado de tomarse el pueblo de Alto Bonito, pero sin éxito, y acabó emboscando a una patrulla del ejército en la entrada del cañón de La llorona. Los cuerpos de las víctimas, catorce soldados, quedaron allí, a la entrada del cañón, frente a la escuela rural. Y hasta allí llegó Jesús, un joven fotoperiodista de El Colombiano, que avanzó entre casas donde los indígenas y los campesinos habían improvisado banderas blancas. “Sólo queremos la paz y trabajar en nuestros campos”, dice Jesús que decían ellos. “Pero la violencia no nos deja”. Dice Jesús que se acercó a la escuela temblando, porque era su primer encuentro con la guerra, y que vio, al asomarse por una ventana, el tablero donde quedaban las palabras de la última clase: era la historia de Caín y Abel.

Treinta años después, Jesús Abad Colorado se ha convertido en uno de los cronistas imprescindibles de esta guerra nuestra que cambia y se reencarna pero se resiste a irse del todo, por más esfuerzos que hagamos. La guerra que ha visto Jesús en todas partes, recorriendo el país a pie y dejándose muchas veces la salud (o una rodilla) por el camino, ha tomado formas diversas a lo largo del tiempo, pero esta forma le ha parecido la más notoria: es un conflicto fratricida. Y es verdad, porque la guerra colombiana se hace con guerrilleros que se vuelven soldados, soldados que se vuelven paramilitares, paramilitares que se vuelven guerrilleros, y no es infrecuente encontrar, en las historias tristes de estos años, familias en las que un hijo se va a un bando y otro, al bando opuesto. Y en medio de los ejércitos y de las violencias quedan las víctimas llorando a sus muertos, a veces enterrándolos (ya es un privilegio) y a veces esperando a que reaparezcan sus cuerpos; a veces lamentándose entre los escombros de una iglesia destruida o de un pueblo entero, y a veces acompañando los cuerpos sin vida con una actitud que puede ser de dignidad, pero también de lamentable costumbre.

Dice Jesús que esa foto del tablero, de la historia bíblica de Caín y Abel que se quedó colgando allí después de clase como una metáfora demasiado evidente, es, para todos los efectos prácticos, su comienzo como fotógrafo del conflicto. Desde entonces ha cruzado el país de un lado al otro y ha tomado fotos en las ciudades y en los pueblos y en el campo, construyendo con los años un archivo que ya no se puede distinguir de nuestra memoria. O mejor: que es un lugar de memoria. Las fotos de Jesús están allí para que no olvidemos. Nos han servido a los colombianos (a los que hemos querido verlas, en todo caso: hay muchos que todavía se ponen orejeras) para enterarnos mejor de las caras de la guerra, de sus aristas y sus rincones, de todo lo que la vuelve insoportable e inadmisible e inmoral, y que va mucho más allá de las estadísticas, los noticieros de la noche y la propaganda política. Las fotos de Jesús chocan e incomodan a muchos porque nos ponen frente a frente con nuestra propia crueldad, o, por lo menos, con esta pregunta molesta: ¿cómo la hemos tolerado tanto tiempo?

Así es: éstas son las preguntas que nos hacen las fotos de Jesús. ¿Qué dice de nosotros que estas cosas estuvieran pasando mientras mirábamos para otro lado, o mientras felicitábamos algunas violencias al mismo tiempo que lamentábamos otras? ¿Quiénes somos si nos parece que algunas víctimas son más dignas de nuestra compasión que otras, o si justificamos o negamos de plano el sufrimiento de tantos? Esto último es importante: pues una de las virtudes del trabajo de Jesús es darles carta de identidad a personas que de otra manera no existirían en el relato de nuestra guerra, y a violencias cuya existencia misma muchos han desconocido o, en buen colombiano, ninguneado. Como cualquiera que haya pasado algún tiempo con Jesús, a mí me ha deslumbrado la precisión de su memoria, que no sólo cuenta las historias de cada una de las personas que ha fotografiado durante treinta años, sino que en muchos casos ha seguido en contacto con ellas, a veces volviendo a visitarlas y a veces por teléfono o por mensajes de texto. Y uno se pregunta si no tiene límites su capacidad para recibir y acoger el sufrimiento de los otros, si no estará poniendo en riesgo su propia cordura. A veces tengo la impresión de que Jesús ha visto en directo la guerra para darnos a los demás el lujo de verla en diferido.

Todo eso ha quedado, como lo sabrán acaso los lectores, en una exposición cuyo título no podía ser más apropiado: El testigo. Esas fotos llevan unos cuatro años en el claustro de San Agustín, en el centro bogotano, expuestas bajo la curaduría –inteligente, informada, cuidadosa– de María Belén Sáez de Ibarra. De allí han saltado a un documental bellísimo de Kate Horne (que comienza con la historia del tablero y lleva ese subtítulo: Caín y Abel) y ahora se acaba de convertir en libro sin perder el nombre. El testigo es un libro publicado en cuatro tomos, como cuatro salas tuvo la exposición, y en él María Belén Sáez de Ibarra vuelve a ser la fuerza organizadora, la presencia que le pone orden al universo difícil de las fotos y la experiencia de Jesús. Aquí están las imágenes que ya se han vuelto parte de la retina de los colombianos: aquí está el brazo de la mujer marcado con las siglas de las AUC, igual que están las siglas en el flanco afeitado de un perro; aquí está la mujer en medio de las ruinas de la iglesia de Bojayá, destruida por la guerrilla; aquí están, por fin, las fotos de la operación Orión. Aquí está todo.

Yo llevo un par de semanas recorriendo estas páginas con tanto espanto como gratitud. Y no sólo por las imágenes, sino por las palabras que las cruzan, las acompañan y las explican. En su introducción, María Belén Sáez de Ibarra usa varias veces la figura que tantos hemos usado para hablar de esta guerra: la del espejo roto en el cual nos estamos mirando. Pero añade algo imprescindible: el espejo roto significa también que no se puede capturar esta guerra, ni su verdad profunda, desde un solo punto de vista. Es una realidad astillada, fragmentada, incompleta, y hay que reconstruirla como podamos, porque no hay otra manera de lidiar con ella. Sobre las imágenes del dolor de tantos, dice Jesús en el libro: “Aquí las registré y las documenté para que nadie pueda decir después que no supo lo que ocurrió”. Y claro, habrá quienes encuentren de todas formas la manera de decirlo: de decir que no ocurrió lo que ha ocurrido. Pero nos quedan las fotos del testigo para desmentirlos.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Más información

Archivado En