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Posesión Gustavo Petro
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La espada de Bolívar

Hay que ignorar con sevicia la historia de Colombia para ser ciego e inmune a la belleza de la posesión presidencial de este domingo

espada de Simón Bolívar  en la posesión de Gustavo Petro
La espada de Simón Bolívar exhibida este domingo en Bogotá.JUAN BARRETO (AFP)

Hay que ignorar con sevicia la historia de Colombia –al menos negar esta guerra de guerras– para ser ciego e inmune a la belleza de la posesión presidencial de este domingo. Hay que desconocer el hambre, la desigualdad grotesca que tendría que haber sido nuestra gran vergüenza desde el puro principio y la violencia que ha traído el empeño de montar una nación, a sangre y fuego, a pesar de la diversidad y a pesar de los hechos, para sentirse ajeno a ese país de tantas razas y de tantos corajes que se ha tomado el cambio de gobierno como un cambio de suerte. Hay que ser de lata para no estremecerse mientras la senadora Pizarro, la hija de aquel revolucionario asesinado luego de haber hecho la paz, le cuelga la banda tricolor al presidente Petro entre la alegría y el duelo. Hay que haber llegado tarde al drama colombiano, como el mandatario corto e improcedente que se está yendo, para entorpecerle al gobierno nuevo el deseo de tener la espada de Bolívar sobre el escenario.

Por qué tiene sentido que aquella espada esté allí, como un mito en la tarima de la posesión, custodiada por un par de soldados de nuestra independencia: porque el prócer malogrado se la dejó a la reconciliación del país; porque el M-19 –ese grupo guerrillero estrepitoso e irreverente, nacido en las elecciones robadas de 1970, al que alguna vez perteneció el presidente nuevo– empezó su balada revolucionaria por robársela al ejército nacional; porque luego pasó de guante en guante, del poeta León de Greiff al poeta Luis Vidales, de los comandantes encapuchados a las figuras trágicas de una izquierda resignada al martirio, hasta que los pactos de paz de finales de los años ochenta convencieron a esa guerrilla de que les había llegado al fin la hora de devolverla: Navarro, el líder que recogió las banderas de Pizarro, se la entregó al gobierno de turno cuando este país más parecido al país empezaba a sacudirse el ninguneo.

Tiene que estar allí la espada de Bolívar, aunque el gobierno saliente se niegue a prestarla, aunque Petro se vea obligado a pedirla un minuto después de ser llamado “presidente”, aunque cada colombiano se tome el símbolo a su modo, porque se están cumpliendo treinta años ya de aquella paz que fue a dar a la premonitoria Constitución de 1991: porque esta presidencia puede ser la prueba reina de que no hemos sido un país en vano.

Hay que andar enfrascado en la lógica de la supremacía para sentirse amenazado por ese discurso de veintiún páginas, un vaivén de los lugares comunes a los hallazgos, que está leyendo el presidente nuevo bajo un sol que sabe bien cuándo salir. Hay que vivir fuera, en el primer mundo de Colombia, para mirar de reojo el decálogo justo –paz, cuidado, igualdad, diálogo, escucha, defensa, integridad, ambientalismo, producción, ley– que está proponiendo en la plaza de piedra que lo ha visto todo. Esto no iba a pasar. Cuando uno era niño aquí, en la tierra de “puso una bomba en un avión”, “lo mataron por hacer un autogol” y “disfrazaron el cadáver de guerrillero para ganarse una medalla”, pronto le llegaba la noticia de que había nacido y vivía en un purgatorio sin salida: “Esto no es serio”, “esto es inviable”, se decía. Se encontraba la felicidad en puntillas y de puertas para adentro. Se imaginaba, sin perder de vista lo improbable que podía ser, un discurso presidencial que dijera la verdad: este.

Tenemos futbolistas. Tenemos ciclistas. Y tenemos expertos de cafetería, de talla olímpica, en arreglar el país. Sí, hemos decretado por turnos, en las tiendas de las esquinas, qué hay que hacer: no todos hemos fantaseado con las mismas soluciones, ni más faltaba, pero muchos hemos imaginado –como imagina el discurso de Petro– gobiernos quiméricos que reconozcan los crímenes de Estado, que no persigan a nadie, que se plieguen a la libertad de la prensa, que se tomen a pecho la reivindicación de nuestra naturaleza desde los mares hasta las selvas, que griten a los cuatro vientos que la guerra contra las drogas es un fracaso, que prometan una seguridad medida en vidas salvadas, que tengan claro que es tiempo de pasar de la caridad a la solidaridad, que se nieguen a servirles a los círculos viciosos, que se atrevan, mejor dicho, a decretarles el fin a los “no se puede” que hemos sido.

Qué hay que hacer: lo que está diciendo Petro, creo yo, esto y esto y esto más, pero ojalá se haga, ojalá se dé. Puede que sí. Por qué no si ya no mira en guardia. Ya ha dejado de portarse como un activista que no tiene tiempo para entender que hacer política es sumar voluntades, dialogar. Tiene la cara atemperada por la presidencia. Se le quiebra la voz porque esta posesión de tiempos de lutos tiene mucho de réquiem: “La paz es el sentido de mi vida”, dice. Y hay que ser un extraterrestre de los malos para despreciar la emoción con la que se despide de las multitudes de la plaza, para repudiar la consciencia con la que marcha detrás de la urna de la espada de Bolívar, para rechazar la naturalidad con la que asume los honores militares y la civilización con la que se despide en la entrada de la Casa de Nariño del presidente que se va.

Sería absurdo negar, porque es verdad, que hace cuatro años la posesión fue un vendaval plagado de diatribas contra el gobierno saliente. Hoy hace sol. Nadie habla de ellos sino de nosotros. Y la palabra clave es “ojalá”.

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Héctor Riveros

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