‘Transatlántico’: siempre nos quedará Marsella
La serie de Netflix nos lleva al puerto francés cuando era, en 1940, un hervidero de buscavidas, fugitivos, artistas, espías y represores. Hay miedo y hay glamur. No es ‘Casablanca’, pero se deja ver con gusto
El verdadero protagonista de Transatlántico no es un personaje sino una ciudad. Es la Marsella de 1940, cuando los nazis ocupaban el norte de Francia y el resto quedaba bajo el mando de un régimen títere con capital en Vichy. Los intelectuales, artistas y activistas, así como los que no lo eran, pero sí judíos o comunistas, habían huido apresuradamente de París; pronto les quedaría claro que ta...
El verdadero protagonista de Transatlántico no es un personaje sino una ciudad. Es la Marsella de 1940, cuando los nazis ocupaban el norte de Francia y el resto quedaba bajo el mando de un régimen títere con capital en Vichy. Los intelectuales, artistas y activistas, así como los que no lo eran, pero sí judíos o comunistas, habían huido apresuradamente de París; pronto les quedaría claro que tampoco estaban a salvo en el bullicioso puerto mediterráneo, pese a su apariencia de caótica normalidad.
La miniserie que ha estrenado Netflix, de siete capítulos, se basa en hechos reales y tiene una ambientación muy lograda que sumerge al espectador en ese tiempo y lugar. Marsella era un hervidero de buscavidas, fugitivos, espías y represores. No había tantos nazis como gente que huía de ellos y pillos que trataban de amoldarse al nuevo poder. La serie es tan cosmopolita como su escenario: es una creación de la estadounidense, afincada en Berlín, Anna Winger (autora de Unorthodox) y del uruguayo Daniel Hendler; los actores son de distintas nacionalidades; los diálogos transcurren en inglés, francés o alemán según los personajes (buen motivo para evitar la versión doblada).
Hay glamur en un mundo que se desmorona, el del hotel de lujo Splendide, el de las fiestas que no se repetirán (sensacional la de los surrealistas), el de las mansiones discretas que ocultan secretos. Y hay amoríos, muchos amoríos. No es Casablanca, con la que se perciben los paralelismos, pero se deja ver con gusto. A diferencia del cínico Rick que interpretó Bogart, estos héroes no dudan de su misión de salvar vidas sacando a los perseguidos fuera del alcance del Reich. Aunque también disfruten de un buen cóctel y de una buena compañía entre sábanas.
Aquí hay mucha ficción —la de la novela The Flight Portfolio, de Julie Orringer—, pero la mayoría de los personajes son históricos. Como los protagonistas, los estadounidenses Varian Fry, periodista, y Mary Jayne Gold, hija de un millonario, quienes ayudarán a sacar clandestinamente de Francia a miles de personas a través del Comité de Rescate de Emergencia. Entre otras, auxiliaron a grandes figuras de la cultura europea de entonces: Walter Benjamin, Bella Chagall, Max Ernst, Marcel Duchamp o Hannah Arendt. La trama es coral a partir de esos dos norteamericanos que, jugándose el pellejo, reaccionaron al horror nazi antes de que su país saliera de una cómoda neutralidad. Chocarán con los compatriotas que preferían adaptarse a la situación y seguir a lo suyo. Y son atractivos algunos secundarios: un cónsul corrupto, un gendarme que recuerda a Louis Renault sin ser tan adorable, dos recepcionistas de las colonias africanas y un bravo judío alemán que se preparan para la resistencia.
Deslumbra esa Marsella donde se palpa el miedo, pero hay otro escenario relevante: los Pirineos. Seguimos los viajes dirigidos por una joven judía, montaña a través, a la España franquista para llegar a Lisboa y embarcar a América. Walter Benjamin fue uno de los que cruzó, pero eligió morir en Port Bou antes que ser entregado a la Gestapo. Se precipitó: los demás siguieron. Fueron más los que se quedaron y no conocieron más la libertad.
Transatlántico rinde homenaje a los que entendieron que no podían (o no debían) quedarse esperando los acontecimientos terribles que estaban en marcha. Lo hace sin ensañarse en lo trágico, dejando espacio a la esperanza. Algunos han dicho que de forma frívola, superficial. Quizá por eso es fácil de digerir. Pero es que cabe la diversión hasta en los tiempos más negros. Escribió Joaquín Sabina: “Que el fin del mundo te pille bailando”.
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