‘Deep Tech’ a ritmo de Gershwin: soberanía tecnológica en un mundo polarizado
Recordar el poder transformador de la inversión pública, dirigida a retos compartidos y guiada por el sentido de urgencia, es clave
Mi ejemplo favorito para ilustrar la relación entre innovación tecnológica y defensa no es un sistema de armas: es un piano fabricado desde 1942 por la prestigiosa firma Steinway & Sons para el ejército americano. Con tres peculiaridades: es de color verde camuflaje, está construido con metal y fue diseñado para ser lanzado en paracaídas sobre el frente europeo. En las frías noches del invierno de 1945, algún batallón americano celebró su avance hacia Berlín a ritmo de Gershwin.
Las guerras han si...
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Mi ejemplo favorito para ilustrar la relación entre innovación tecnológica y defensa no es un sistema de armas: es un piano fabricado desde 1942 por la prestigiosa firma Steinway & Sons para el ejército americano. Con tres peculiaridades: es de color verde camuflaje, está construido con metal y fue diseñado para ser lanzado en paracaídas sobre el frente europeo. En las frías noches del invierno de 1945, algún batallón americano celebró su avance hacia Berlín a ritmo de Gershwin.
Las guerras han sido, desde que tenemos registro, poderosas fuentes de innovación tecnológica. El radar y la penicilina, desarrollados en la Segunda Guerra Mundial, dieron paso a la energía nuclear y las tecnologías espaciales durante la Guerra Fría ―la carrera espacial, marcada por la victoria del programa Apolo 11, fue solo otra forma de conflicto entre EE UU y la URSS―. De modo que los pianos Victory Vertical de Steinway pueden parecer una anécdota, pero reflejan la capacidad de una economía de guerra para desarrollar soluciones innovadoras ante necesidades no cubiertas. Y son también una excusa para enfrentar un debate crucial en un mundo polarizado: el de la autonomía estratégica europea en tecnologías críticas, es decir, el de la soberanía tecnológica. Un debate alimentado por la dependencia europea en suministros y energía, tan evidentes con la crisis de la Covid-19 y el conflicto en Ucrania, y cada vez más necesario ante la creciente rivalidad tecnológica entre China y EE UU.
La UE lleva quince años apostando por una política de I+D orientada a retos y seis planteando misiones de innovación. Con resultado desigual, quizá porque el modelo inspirador de dichas misiones ―precisamente el programa Apolo 11― no encajaba en la pacífica Europa de 2018. No hace falta estar en guerra para que una misión de innovación fructifique, pero es necesario compartir un sentido de urgencia. El éxito científico contra la pandemia nos recuerda que la I+D orientada funciona mejor cuando enfrentamos un desafío existencial ―un ser o no ser― y que, a la postre, genera dividendos. Basta contemplar cómo las tecnologías de RNA mensajero alumbran nuevas terapias génicas para entender que las misiones de innovación producen spillovers: aplicaciones con interés más allá del objetivo inicial. La próxima vez que tomen una barrita energética, recuerden que se la deben al programa Apolo.
Entiéndame. No quiero decir que las cinco misiones europeas de innovación, que han generado numerosas réplicas en los Estados miembros, no sean urgentes. Descarbonizar cien ciudades europeas o restaurar los océanos para el año 2030 es imprescindible, pero moviliza menos voluntades y recursos que un desafío existencial inmediato. Porque de eso estamos hablando. Como suele repetir el alto comisionado Josep Borrell: Europa está en peligro. Afrontamos un escenario hostil en el que la seguridad ocupa cada vez más la agenda de los líderes políticos y, por primera vez, la soberanía tecnológica comienza a desplazarse al centro del debate, con el viento de cola de la nueva política industrial europea. Emerge la visión compartida de que las tecnologías profundas, las deep tech, no son solo una promesa de prosperidad económica, sino una clave para nuestra seguridad.
Este final de mandato europeo está fraguando un acuerdo para invertir en deep tech críticas, partiendo de la identificación de aquellas en las que la UE debería tener liderazgo propio. Hablamos, entre otras, de tecnologías cuánticas, biotecnologías, semiconductores y, como no, de inteligencia artificial. Como primer paso, en febrero se alcanzó un acuerdo para lanzar la plataforma de tecnologías estratégicas para Europa (STEP, por sus siglas en inglés), que movilizará diversos fondos comunitarios para impulsar proyectos que tendrán un sello de soberanía.
Otros países europeos ya han puesto en marcha sus propias estrategias deep tech, a menudo embebidas en políticas más amplias de innovación o emprendimiento. Por eso es tan bienvenido el anunció de la ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, en el comienzo de la legislatura, de que España contará con su propia estrategia para el desarrollo de las deep tech. Una estrategia que debería identificar liderazgos nacionales, alinear instrumentos que ya existen en nuestra política de I+D+i y, sin duda, desplegar otros que permitan acelerar la llegada al mercado de los proyectos más prometedores.
No será fácil, como recordaba un reciente foro organizado por Retina y Transfiere. Generar liderazgos propios en tecnologías disruptivas nunca lo es, como saben los inversores especializados que operan con lógica de alto riesgo-alta recompensa. Reconocer nuestros avances de los últimos años, desde la cultura de colaboración academia-empresa hasta la madurez del capital riesgo especializado, es un buen comienzo. Recordar el poder transformador de la inversión pública, dirigida a retos compartidos y guiada por el sentido de urgencia, es otra clave. Nadie sabe con certeza qué melodía acabará triunfando en las tecnologías más críticas para la seguridad europea, pero no deberíamos dejar que nadie la toque por nosotros.
Diego Moñux Chércoles es socio director de Science & Innovation Link Office y miembro del Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación
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