De un centro de menores en Rumania a ayudante de cocina en Madrid: “Llegué sin esperanza y ahora me creo capaz de seguir avanzando”

Con 15 años, Andrea Mikloshi decidió comenzar de cero en España. Se quedó sin hogar, pero gracias a un programa de inserción laboral ha logrado formarse y descubrir su vocación

Andrea Mikloshi en el comedor social de Alucinos en el barrio madrileño de San Fermín.Samuel Sánchez

La primera vez que le preguntaron a Andrea Mikloshi “¿qué te gusta hacer?” no supo qué contestar. No lo sabía. Su cara se desencajó. “Me quedé sorprendida”, recuerda. La primera respuesta que se le ocurrió fue sencilla: “Quiero cualquier cosa, solo quiero tener un trabajo”, continúa. “Era una situación muy complicada, no tenía empleo y no podía pagar mi habitación. Estaba prácticamente comenzando mi vida de cero”, dice la joven de 19 años, cabello rubio corto, laca de uñas oscura y una sudadera con la frase Hellfire Club de la serie Stranger Things. ...

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La primera vez que le preguntaron a Andrea Mikloshi “¿qué te gusta hacer?” no supo qué contestar. No lo sabía. Su cara se desencajó. “Me quedé sorprendida”, recuerda. La primera respuesta que se le ocurrió fue sencilla: “Quiero cualquier cosa, solo quiero tener un trabajo”, continúa. “Era una situación muy complicada, no tenía empleo y no podía pagar mi habitación. Estaba prácticamente comenzando mi vida de cero”, dice la joven de 19 años, cabello rubio corto, laca de uñas oscura y una sudadera con la frase Hellfire Club de la serie Stranger Things. Creció en un centro de menores de Rumania y con solo 15 años decidió venir a España, pero los comienzos fueron muy complicados. Con trabajos precarios y sueldos bajísimos, sin estudios, sin ningún apoyo familiar. Hasta que llegó la oportunidad que le cambió la vida. “Cuando no tienes empleo, no quieres comer, no duermes, te olvidas de lo que te gusta hacer”. Un programa de inserción laboral se lo recordó.

Mikloshi ha vivido casi toda su infancia y adolescencia en un centro de menores en un pueblo a media hora de Transilvania, en Rumania. En esa ciudad donde nació no conocía nada ni a nadie: “Nunca supe cómo era la vida detrás de las paredes del centro de menores. Solo salíamos un par de veces al año cuando íbamos de excursión”. Los recuerdos de ese lugar, que fue su hogar entre los tres y los 15 años, son amargos. “Lo pasé mal. Había muchos conflictos con los demás, pero no te quedaba otra que convivir con el resto”, zanja. “Nadie sale en buenas condiciones… Muchos acaban viviendo en la calle, drogándose y robando”, cuenta en un castellano pausado.

Ella no quería que le sucediera lo mismo que a los otros chavales. Así que pensó que la mejor alternativa era marcharse. Pero necesitaba la autorización de su madre para salir del centro de menores: la buscó y le pidió que firmara el documento. Su madre, que vivía en España, aceptó y viajó a Rumania. “No la conocía, esa fue la primera vez que nos vimos”, recuerda. Con apenas 15 años, Mikloshi dejó el que hasta entonces había sido su único hogar. Su madre y ella emprendieron un viaje de dos días en autobús hasta Alcalá de Henares, en Madrid.

“No lo vi tan fuerte en ese momento, lo vi como me voy a cambiar de país”, continúa entre risas. “Pasé tantas cosas que quería empezar de cero”, dice sentada en la sede de la Asociación Alucinos en el barrio madrileño de San Fermín. Es uno de los centros de formación del proyecto Incorpora de la Fundación La Caixa, a través del cual han formado en el área de comercio, hostelería, limpieza y sociosanitario a 80.000 personas que están en riesgo de exclusión social en 2022; de ellas, 40.760 han conseguido empleo. En España la desigualdad ha aumentado en los últimos años: hay más de 13,1 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social, son 380.000 más que antes de la pandemia. Desde el pórtico de la asociación se escuchan las conversaciones y risas de algunos jóvenes que asisten al centro, la mayoría proceden de familias desestructuradas y han crecido con falta de recursos. Como Mikloshi.

Ella llegó a España sin saber el idioma y sin pasaporte. Los dos años que estuvo con su madre vivió en una casa okupada. “Nos quitaban el agua, la luz y pasamos varios meses sin comer bien”, relata. A eso había que sumar los problemas que tenía con su madre. Así que Mikloshi decidió buscarse la vida por su cuenta. Tuvo que aceptar empleos en negro en el sector de la hostelería. Su trabajo era lavar platos, cortar patatas o limpiar el restaurante. Tenía varios empleos a la vez, y aun así apenas llegaba a fin de mes. “Pagaba la mitad del alquiler de mi habitación hasta que alguien me prestara dinero para abonar el resto”. Los otros gastos los apañaba como podía.

Su situación empeoró cuando la despidieron de los restaurantes. No pudo más con los gastos, ni siquiera podía afrontar el alquiler. En su búsqueda desesperada por algo que pudiera pagar, encontró en un anuncio de internet de una habitación en Andalucía a un “buen precio”. Pero ya en el tren de camino descubrió que la habían estafado. No tenía adónde ir. Hasta que recordó la Asociación Alucinos, unos conocidos le habían hablado de ese lugar. “Cuando Andrea vino aquí, lo primero que hicimos fue encontrarle una habitación”, recuerda el presidente de esta organización, Íñigo Ortiz. El resto ha sido un camino permanente de aprendizaje. Iba todos los días a la asociación y ayudaba a preparar la comida en el comedor social, para los otros chavales y para ella. “Al principio no le importaba nada. Solo quería comer un bote de mermelada, no le apetecía nada más, ni siquiera lo que ella preparaba”, dice la coordinadora de la formación en Alucinos, Fe Folgueiras.

El siguiente paso fue “solucionar su situación económica” y buscarle un empleo, para eso era necesario conocer sus intereses. “Sabes el potencial que tiene y entonces le vas ofreciendo alternativas para estudiar, algunos prefieren la hostelería, otros la informática”, dice Ortiz. La formación está dividida en dos: las clases teóricas y las prácticas, en una de las 15.500 empresas con las que tiene convenios Incorpora. En el caso de Mikloshi, se interesó por el curso de ayudante de cocina y sala. El cambio fue drástico: “Pasó de estar abajo a aquí arriba, de no creer en ella a confiar”, dice Folgueiras, que ha visto de primera mano el crecimiento de la joven.

“Todo el tiempo recibí mucho apoyo, les importaba cómo me sentía”, cuenta la chica. “Los que íbamos al comedor social y estábamos en la formación nos sentíamos seguros. No teníamos miedo a expresarnos ni a atrevernos a cosas”. Después de finalizar la formación teórica, Mikloshi comenzó las prácticas como camarera en una cafetería de Madrid. Pero su verdadera pasión, asegura, siempre ha sido la cocina. Así que cuando se abrió una plaza para un trabajo temporal como cocinera de un restaurante, que tiene convenio con Incorpora, no dudó dos veces. Fue a la entrevista y la contrataron. En su nuevo trabajo aprendió a cocinar comida mexicana y descubrió, dice emocionada, su gusto por el picante.

Tres meses después, consiguió un contrato indefinido. “Me sorprendió, en otros trabajos no me valoraban tanto. Pero sabía que lo merecía porque trabajé mucho, me dediqué mucho y me gusta lo que hago”, cuenta confiada. Ahora quiere aprender a cocinar comida de otros países. “Llegué sin esperanza y ahora me creo capaz de seguir avanzando”, reflexiona. En su tiempo libre dedica algunas horas a buscar nuevas recetas y preparar nuevos platos.

Han pasado casi dos años desde que a Andrea Mikloshi le hicieron aquella pregunta a la que tanto trabajo le costó responder. Ahora sabe que le encantan los macarrones con queso, quiere ser jefa de cocina y sueña con tener su propio restaurante, en un futuro.

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