Vivir en las trincheras de una pandemia
La intensivista Ana Zapatero cuenta cómo ha cambiado su jornada, que ha tenido que adaptar para tratar a decenas de enfermos tanto de covid como de otras patologías
Conduce como vive. A toda velocidad, casi sin freno, la doctora Ana Zapatero cruza Barcelona en su Flebi plegable para llegar a punto al pase de guardia de la unidad de cuidados intensivos (UCI) del Hospital del Mar. Aún no son las ocho de la mañana y el sol se despereza con calma sobre la playa de la Barceloneta, a los pies del centro sanitario. Deprisa, Ana busca un pijama y corre a un despacho a seguir la reunión del servicio, telemática ahora a causa de la pandemia. Es martes: ...
Conduce como vive. A toda velocidad, casi sin freno, la doctora Ana Zapatero cruza Barcelona en su Flebi plegable para llegar a punto al pase de guardia de la unidad de cuidados intensivos (UCI) del Hospital del Mar. Aún no son las ocho de la mañana y el sol se despereza con calma sobre la playa de la Barceloneta, a los pies del centro sanitario. Deprisa, Ana busca un pijama y corre a un despacho a seguir la reunión del servicio, telemática ahora a causa de la pandemia. Es martes: hay 17 pacientes con covid-19 y otros siete con otras patologías en su UCI. Los compañeros de la guardia de la noche pasan lista y relatan la evolución clínica de cada uno en las últimas horas. Ana apura un café con Mapi, Yolanda e Irene, sus “más amigas”, se pone el pijama, guarda la Flebi y echa a andar por el hospital. Por delante, siete horas de trabajo y decenas de vidas en sus manos.
El equilibrio. Hoy Ana está al mando de la unidad de semicríticos, reconvertida ahora en UCI no covid. La pandemia ha centrado el foco en los daños del coronavirus, pero la gente sigue enfermando de otras cosas. De muchas otras. Un infarto, un ataque de asma, una disección de aorta, un politraumatismo. Cada cama es una historia. “Mi trabajo habitual es ver gente muy grave y que se muere. Los dramas son los mismos. Todos los días fallece gente en la UCI”, explica resignada la intensivista, de 40 años. Tres lustros en la unidad de críticos curten a uno, aunque algunos pacientes pesan más que otros, admite.
A pocos metros del mostrador de control de semicríticos, una joven de 24 años pelea por la vida tras una hemorragia subaracnoidea en el cerebro. Aparatos de medicación, drenajes y sistemas de monitorización y respiración la mantienen atada a la vida. El pronóstico no es bueno, pero hay que esperar. Paciencia.
Ana pasa revista a sus pacientes y pone rumbo a la UCI covid. En una impresionante sala circular con claraboyas en el techo que cuelan la luz natural de un día soleado en Barcelona, decenas de pacientes con covid-19, la mayoría sedados e intubados, batallan también por vivir.
Convivir con pacientes covid y no covid es complejo. “Ahora hay 24 pacientes, pero llegaron a ser 74 en la primera ola. Hubo días en que no sabíamos si podíamos atender a todo el mundo. Ver que quizás nos quedábamos sin respiradores nos machacaba esos días”, relata.
La espera. En la UCI, cada minuto cuenta. La chica de la hemorragia cerebral sufre vasoespasmos, una complicación grave que ocurre por una estrechez en una arteria, y tienen que intervenirla para ponerle vasodilatadores. Ana Zapatero la acompaña hasta la sala de neuroangiografía. El paciente de UCI, vaya a donde vaya, siempre tiene que ir acompañado de un intensivista y una enfermera de críticos. Por lo que pueda pasar.
La médica hace kilómetros por el hospital. Va y viene a urgencias cuando la reclaman. Luego a la UCI covid, después al despacho a reunirse con una compañera. Y otra vez a semicríticos.
En uno de los boxes, Rosario se esfuerza para respirar sola. El fin de semana le quitaron la ventilación mecánica, pero tuvieron que volver a ponérsela porque sus pulmones no aguantaban. La doctora lo intenta otra vez, “solo un ratito, a ver qué tal va”, le explica a la anciana mientras la desintuba. Rosario lleva varias semanas ya en la UCI: entró por una insuficiencia renal, luego la covid-19, después una neumonía. “En los casos de covid-19 la situación es un poco más desesperante porque son pacientes que no avanzan”, admite Ana. Rosario ya no tiene la covid-19, pero todavía falta para que vuelva a casa. Bastante.
La incertidumbre. Los intensivistas tienen tablas para mantener la cabeza fría en momentos de tensión. Pero nadie les quita el desasosiego. La pandemia, de hecho, cristalizó lo volátil que puede ser la evolución clínica de un paciente. “Estábamos acostumbrados a ver pacientes con distrés respiratorio [una de las complicaciones más graves de la covid-19], pero los intubabas y podían salir adelante. Con la covid-19, en cambio, veías que volvían para atrás. Son pacientes de larga estancia y evolución tórpida”, explica.
Los médicos nunca saben lo que puede pasar. Aprender a manejar la incertidumbre es capital. La suya y la de los familiares. “La incertidumbre es fatal para las familias. Pero comunicarte con ellos es muy importante. Hay que tener habilidades comunicativas, pero decirles la verdad. No mentir”, apunta la doctora.
Alguien llama de urgencias y la intensivista callejea rápido por los pasillos del hospital para ver a una paciente con un shock séptico. Una infección bacteriana pone en peligro la función renal. Duda entre derivarla a semicríticos o dejarla en planta. “Creo que nos queda una cama libre”, cavila.
Priorizar es clave, en pandemia o sin ella. En la primera ola, la falta de recursos puso en jaque la accesibilidad a los hospitales. Ana Zapatero, que coordina el comité de bioética del hospital, admite que fueron momentos “malos”, pero en todos sus protocolos se mantuvieron “los criterios que hay habitualmente”. “No quisimos poner criterios de edad. De hecho, en nuestra UCI hubo pacientes de más de 80 años. Tuvimos miedo de que no hubiese recursos para todos. Pero, al final, eso no pasó”, asegura.
La soledad. El tiempo pasa lento en la UCI. Los incesantes pitidos de los monitores dibujan una sintonía insoportable a la que uno termina acostumbrándose. Pero el reloj no avanza. Rosario, otra vez con la ventilación mecánica enganchada a través de una traqueotomía, mira al infinito. Dos boxes más allá, otra mujer de melena rubia dormita a ratos.
A causa de la pandemia, las visitas están restringidas. Solo han permitido que la madre de la chica con la hemorragia cerebral, todavía en shock por el suceso, pueda ir a verla. Los demás familiares tienen que conformarse con una llamada diaria del médico.
Ana Zapatero prefiere el cara a cara. La soledad de los pacientes, a veces, se hace insoportable. Por eso Yolanda, la enfermera de UCI con gorro de dibujos, tira de videollamadas para paliar los silencios de Rosario. Casi todos los días llama a Vicente, su marido, para que vea cómo sigue su esposa. “Qué guapa estás hoy”, dice el hombre eufórico al otro lado de la pantalla. Rosario sonríe. “Ayer me quedé chafado porque no me llamasteis. Pero estoy muy contento de verte, Ana”, agradece Vicente. La intensivista le explica el estado de su mujer y Vicente responde con el reporte de las tareas del hogar. “He limpiado el polvo y hoy tengo que poner la lavadora”, anuncia antes de despedirse.
La resiliencia. Tras las llamadas a los familiares y el pase de guardia, Ana se quita el fonendo. Cambia el pijama por los vaqueros y despliega su Flebi para volver a casa. Una de las pocas cosas buenas que trajo la pandemia es que, como no pueden comer en el hospital, adelantan el fin de la jornada laboral de las cinco a las tres de la tarde. Ahora le da tiempo a recoger del colegio a sus hijas, Berta y Alba, de ocho y seis años, y llevarlas a las extraescolares. “A veces sientes culpabilidad, que no estás haciendo todo lo que puedes por ellas. Pero la verdad es que todo mi tiempo libre se lo dedico a mi familia”, reflexiona.
Los primeros días de pandemia fueron duros, admite David, su marido. “Fue raro. Ella desapareció. Estaba todo el día en el hospital y cuando llegaba a casa, tenía que montar protocolos, documentos éticos. Estaba hecha polvo. No paraba. Y yo pensaba: “Va a petar”. Pero Ana no petó y ahora, la situación se ha normalizado un poco más. El hospital ha aprendido a convivir con la pandemia y los profesionales también, aunque la amenaza del virus sigue ahí. Ni ella ni su familia han pasado la covid-19, pero tampoco la teme, asegura.
A media tarde, Ana y David esperan a las niñas a las puertas de la escuela. Luego toca clase de arte: “Llevarlas, recogerlas, ducha, cena y a las 21.30 a dormir”. El día no da para más.
A veces, Ana vuelve mentalmente a la UCI. Pero procura desconectar: “Una vez nos llegó un niño de cinco años, intentamos reanimarlo, pero se murió. Estuve tres noches sin dormir. Por mucho que pasen los años, te preocupas. A veces revisas analíticas o preguntas cómo está el paciente. Pero tienes que intentar separar, porque si no, no hay quien viva”.
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