Un regalo envenenado de la madre naturaleza
Los Gobiernos occidentales, incluido el español, minimizaron los riesgos de la covid y la experiencia adquirida en China, un error que se puede medir en vidas humanas
Vivimos en tiempos de exaltación de la naturaleza. Las escabechinas ambientales y climáticas que producen la voracidad humana y un modelo de progreso basado en el crecimiento perpetuo persuaden a cada vez más gente de volver la vista atrás, a unos tiempos remotos y legendarios en que el Homo sapiens y el planeta que lo vio nacer coexistían en paz y armonía en un paraíso terrenal perfecto. La etiqueta de “natural” y sus adláteres —bio, eco, orgánico, macrobiótico, detox— se ha convertido en una estrategia mercadotécnica ganadora, pese a que nadie sabe muy bien qué significan esos adjetivos pomposos. Nuestro único escape, sostienen los nuevos teólogos panteístas, es regresar a aquel estado primigenio e impoluto de conexión íntima con la madre Tierra. Pero la naturaleza también nos ha dado la covid-19, un regalo envenenado que, por una vez, no nos habíamos merecido.
Especial: Un millón de muertos
Decía Steven Pinker que el más pernicioso de los psicópatas puede asesinar a 10 o 20 personas, pero que para matar a un millón no basta con la psicopatía: además hace falta ideología. Se refería a Hitler y Stalin, dos psicópatas asesinos sin diagnosticar. Pero esta vez no nos ha hecho falta la receta de Pinker para matar a un millón de personas. Nos ha bastado con el SARS-CoV-2, la última invención ponzoñosa de la madre naturaleza “roja en diente y garra”, según la descarnada descripción de Tennyson. También fue la naturaleza, el Dios de los panteístas, quien creó la peste, la viruela, la gripe española, el sida y las enfermedades genéticas, por citar otros ejemplos vistosos. Y la única herramienta que tenemos contra la covid-19 es enteramente un artificio del ingenio humano, la ciencia. La realidad no se aviene a las doctrinas teológicas.
Un millón de muertos. Se dice pronto. Hace solo unos meses, esas personas vivían sus vidas agobiadas por la artritis, la hipoteca o el desempleo, tal vez afligidas por una biografía sin mucho sentido, tal vez contentas por sus privilegios, eufóricas o desesperadas. Lo que pocos esperaban es que los iba a matar un virus, un mero puñado de átomos sin religión ni ideología, una casi nada que solo existe por el mero hecho de que puede existir, de que la física y la biología lo hacen posible, y que pese a todo ha matado a un millón de personas con una eficacia portentosa y turbadora. Parece increíble.
Y justo eso, no creérselo, fue lo que hizo casi todo el mundo en diciembre, y en enero, y en febrero, y hasta bien entrado marzo. Digo “casi todo el mundo” porque los virólogos, epidemiólogos y demás científicos especializados llevaban décadas advirtiéndonos de que iba a ocurrir esto, o algo muy parecido a esto, más temprano que tarde. Es cierto que nadie podía saber la fecha exacta, ni el virus concreto que causaría la próxima pandemia. El principal sospechoso, de hecho, no era un coronavirus, sino un virus de la gripe, y había buenas razones para ello. La gripe española de 1918 mató a 50 millones de personas ―más que la Gran Guerra que acababa ese mismo año—, y hubo otras dos pandemias de gripe en el siglo XX, aunque no tan graves. El matarife ha resultado ser al final un coronavirus, primo del SARS de 2002 (ahora redenominado SARS-CoV-1), que era 10 veces más mortal que el actual SARS-CoV-2, pero se propagaba mucho menos.
Pocos políticos que estuvieran en el cargo en enero de 2020 debían recordar aquel suceso de hace 18 años, no hablemos ya de la gripe española de 1918, porque el caso es que los Gobiernos occidentales no se dieron por aludidos ante las alertas que emanaban de Wuhan, China, acalladas al principio por Pekín pero enseguida respaldadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Cuando Italia ya estaba afectada hasta las trancas, en Bruselas seguían discutiendo sobre el 5G y la ética de las redes sociales. Los Gobiernos, incluido el español, empezaron por minimizar los riesgos para Occidente, tiraron la experiencia china al cajón de los asuntos irrelevantes y lo cerraron con llave. Poco después se reveló el inmenso error que había sido eso. Un error tan grande que se puede medir en vidas humanas.
“Hemos tenido que soportar unos espectáculos bochornosos, impertinentes y cansinos ofrecidos por nuestros gobernantes”
Es posible que los políticos aprendan alguna vez que su trabajo consiste en ponerse al servicio de los ciudadanos. De momento solo han aprendido a decir eso, no a hacerlo. Hemos tenido que soportar estos meses unos espectáculos bochornosos, impertinentes y cansinos ofrecidos por nuestros gobernantes, unas diatribas tan desafinadas que bastan dos segundos de escucha para apagar la pantalla. Mención aparte merece la estulticia de los dos nacionalismos más testarudos del país, el catalán y el madrileño, que antes verían desplomarse sus sistemas de sanidad pública que admitir que necesitan la ayuda del Gobierno y del resto de las comunidades autónomas. Sus mentiras sonrojan de puro evidentes, salvo a sus acólitos que viven encerrados en la cámara de eco donde solo oyen lo que quieren oír. Mirar a otros países no mejora gran cosa el cuadro.
También da pena el nacionalismo vacunal, por el que cada trozo de mundo pelea por sus dosis con unas orejeras tan tupidas que les impiden ver incluso a sus vecinos más cercanos. Dan pena los antivacunas, desinformados a conciencia por chamanes y estafadores, y que a este paso van a constituir un obstáculo serio para las campañas de inmunización. Dan pena los líderes que presumen del poderío de su sanidad pública mientras la recortan y la yugulan. Pero ha muerto un millón de personas y, de momento, nuestra pena debe reservarse para ellos. Qué masacre. Qué horror.
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